26 de agosto de 2012

La obsesión con Celia

Arquímedes González

Lo único que él y yo teníamos en común, era ella. Pero ninguno de los dos ni nadie más en el mundo la podrá tener. Yo, porque estoy preso, él, porque está muerto y ella, ya lo sabrán.

Hay gente que me odia y no los culpo. Espero ardan conmigo en la olla más grande del infierno y a los que me creen, conocen de estas penas del amor no correspondido y sin saber las circunstancias, confían en mí, igual los invito a que nos asemos en las eternas llamas del averno.

Me he declarado culpable de su muerte, soy reo confeso pero no acepto el calificativo de ‘asesino’ que señala la Fiscalía porque no fue algo premeditado, ni con alevosía ni ventaja como tratan de enredar, fue más bien un accidente en el que me involucré sin querer y del que resultamos desgraciados estos tres seres.

Antes de esto, mi vida era un remanso de días de trabajo y descanso. Sin ninguna novedad más que las dos cervezas mensuales, las largas siestas tomadas los fines de semana o las noches en la oficina para no regresar al solitario refugio de mi cuarto.

En estos largos días esperando mi condena, he decidido escribir mi versión, parcial, pero la más cercana a la exactitud. Sé que cada uno hará sus propias conclusiones porque cada cabeza es un mundo. Unos dirán que soy un desdichado y lo acepto, otros concluirán, que fui una víctima y lo reconozco, pero no toleraré que tras leer este desahogo sincero, se vayan por ahí diciendo que soy un asesino.

¡Eso no!

Mi tragedia comenzó hace dos años.

Crecí en un reparto, más tarde colonia y hace unos diez años un barrio asediado por rateros.

Salí de ahí cansado de los expendedores de marihuana y cocaína, de las usuales e interminables fiestas del vecino atormentando la paz del sueño con potentes parlantes; borrachos expertos en boxeo con sus mujeres; gritos de ellas peleando porque la basura de una casa se iba a la otra por la magia del viento y pandilleros con cuchillos perforando estómagos y otros con piedras destrozando tejados.

Abandoné la casa de mis padres, con treinta y cinco años encima, calvo, gordo, bigote grueso, un ojo virado, astigmatismo de menos seis y, para colmo, sin mujer, novia o enamorada, sólo las inconfesables a las que les declaraba mi amor en el éxtasis del orgasmo, que descendían del taxi sin beso de despedida, cargando el dinero que compraba mis cortos enlaces.

Alquilé un apartamento a una mujer llamada Celia, en las afueras de la capital donde el calor era más denso por la cercanía del cochino lago, pero la quietud, envidiable. La casa tenía un hermoso jardín de rosas, enredaderas y gruesa hierba.

Mi cuarto tenía entrada independiente con unas gradas de acceso de seis escalones. Podía entrar y salir sin ser visto. Gozaba de la libertad de llevar compañía, sin embargo nunca sucedió porque a como me he descrito, pueden concluir que soy feo. Sé que lo soy y mi más evidente y peor defecto, es dar una mirada morbosa a las nalgas o los pechos de las mujeres. Eso me mata. Es inevitable y ellas, se espantan pero con Celia era distinto.

Mis impúdicos sueños no podían ensuciar su imagen. Me sentía cohibido. Dios había exagerado en su creación. La escuchaba dando órdenes a la empleada, mimando a su bebé de pocos meses, levantándose a mitad de la noche para darle pecho y por las mañanas, al abrir el grifo del agua, olía el dulce aroma del jabón en su cuerpo, sus pasos apresurados, más indicaciones a la empleada y salía a su trabajo.

Celia es una mujer blanca y tengo predilección por ese color de piel. Hay negras y morenas que son bellas, bellísimas pero las prefiero blancas y espero que no utilicen esto en mi contra. ¡Sería el colmo que me acusen de racista! El amor nunca me destinó una con tez oscura y para colmo, tuve una sola novia. Celia tiene cabello y ojos negros intensos. Sus pechos son grandes, jugosos y sus caderas desarrolladas, como una orgullosa mamá.

Supe que vivía sola.

Desde la primera entrevista para ser su nuevo inquilino, no encontré huellas de hombre en la casa. Celia tenía una actitud dura y desconfiada, esa de las mujeres engañadas y con el pasar de los días, confirmé que ésa había sido la causa de su separación.

La empleada me reveló que el ex marido llamado Luis, había traicionado a Celia e incluso, se ufanaba de sus constantes atracos pero Celia a los seis meses de embarazo, en decisión final, lo corrió de la casa.

Luis se aparecía una vez a la semana para ver al bebé llamado Fernando. Celia prefería no estar. Calculé que la separación había sido un evento demasiado reciente y no tendría oportunidad de conquistarla. Su vida estaba concentrada en el hijo y lamer las heridas del divorcio.

Además, una relación con una mujer y un hijo recién nacido, sería complicada y traumática para los dos, sin embargo en las noches de abstinencia y ahogado de calor, soñaba poseerla, éramos felices y me convertía en ‘padre’ de Fernando, pero al despertar, caía en la realidad: Nunca estaría con ella.

Me habían atraído sus ojos y su cuerpo grueso, delicioso, incluso hoy se me hace agua la boca recordar la suavidad de su piel escondida tras sus largos vestidos.

No sé.

Dándole vueltas, veo que esto inició con sus calzones. Cada día había uno en el tendedero del patio y desde mi ventana, lo miraba tratando de olerlo.

Cuando Celia se iba y la empleada estaba atareada atendiendo al bebé, me deslizaba para sentir la suave seda mojada y lo olía excitado sintiendo el aroma de ropa recién lavada pero aún con su íntimo perfume.

Los meses pasaron y el bebé creció.

Celia recuperó su cuerpo ágil quedándole unos grandes pechos para amamantar al que envidiaba de gozarla. Luis visitaba al bebé los viernes después de las cinco y se retiraba a las siete de la noche. Celia se aparecía a las ocho.

Un día, Celia descubrió mi fascinación por sus calzones. Como siempre, había visto por la ventana que lo colocaba, esperé, salí y me arrimé a olerlo sin saber que Celia había regresado por las llaves de su automóvil.

-¿¡Qué hace usted!? - gritó indignada al verme concentrado con la nariz pegada en su calzón.

Corrí a mi habitación, cerré y me escondí en el baño. No pude enfrentarla. A estas alturas estaría convencida que yo era un depravado y la ilusión de estar con ella se me esfumó. Esperé paciente mi pronto desalojo pero no ocurrió.

Al día siguiente colocó otro calzón… Me sentí confuso. No sabía qué pensar de esa actitud a no ser que… y entonces, descubrí que yo le atraía imaginando que pronto, muy pronto, estaríamos juntos.

Una noche, desperté por ruidos en la casa. Corrí la cortina de la ventana sin encender la luz y para mi sorpresa, ella caminaba desnuda por la sala. Sus piernas gruesas, su vientre un poco abultado pero delicioso y sus grandes senos aparecieron ante mis ojos. Hechizado, la vi ir de la cocina a la sala con una cerveza y sentarse ante el televisor.

Cuando lo encendió, escuché los lamentos y las palabras sucias de las tradicionales películas porno. De inmediato redujo el volumen. No era la primera vez. Otras noches había despertado bañado en sudor escuchando extraños ruidos.

Observé cómo se encorvaba en el sillón abriendo las piernas, su gesto de gozo y al final, bebía de la botella. Esto no me amedrentó más bien, incrementó mi apetito por ella.

Fui más evidente con mis insinuaciones y obtuve primero, una larga charla en la cocina, otra en un restaurante y en dos meses, estábamos en la sala desnudos, besándonos frente al televisor prendido practicando las posiciones más difíciles que veíamos.

Así creció mi amor por esa mujer de comportamiento dual, conservadora en el día, pero desenfrenada por las noches, que exigía le apretara con fuerza el cabello o se lo hiciera por el trasero, encima del comedor o detrás de la puerta con dos sesiones en cada enfrentamiento. Ella me hacía ruegos, desaires, yo con fuerza jalaba su ropa, me aruñaba rechazándome y al final, dominada y vencida, se entregaba.

Pero la relación se convirtió en maraña.

Yo aullaba de agonía por ser su dueño. Estaba perturbado, desequilibrado, atolondrado por ese amor ilícito que nos condujo a los tres a esta situación en la que hoy estamos. Celia inválida, él muerto y yo condenado a pasar el resto de mis últimos días tras los barrotes de esta prisión.

Para mí ha sido una triple condena al conocerla, los eventos que segaron la vida de Luis y esto.

Mi amor por Celia, o mi deslumbramiento, se alimentó por las diarias citas nocturnas frente al televisor viendo películas con menos contenido erótico y más violencia sexual pero no hablábamos. Sin beso ni despedida cada quién volvía a su cuarto.

Así nació mi tragedia.

Yo la quería, pero Celia se divertía conmigo. Era su amante alocado, el ogro con la doncella, el jorobado del cuento que le seguía la corriente. Decidí que debíamos formalizar algo y no seguir con esos salvajes encuentros que me dejaban dolores en la pelvis o heridas en el cuerpo por sus arañazos y mordiscos.

Cuando se lo anuncié, se rió a carcajadas. Me dijo que era un tonto y me aconsejó no enredarme en amores porque lo echaría a perder, pero no cedí y de un plumazo, ella rompió conmigo.

Desde ese día, por mi torpeza, no pude tenerla más.

El viernes siguiente se dieron los trágicos hechos. Si hubiera partido ahí nomás, si hubiera tenido más dignidad, esto sería un cuento de otro arruinado, pero por guardar esperanzas, es que estoy aquí con la tragedia más grande del mundo.

Volví al cuarto a las dos de la madrugada tras ahogar mis desgracias en el ron. Al escalar las gradas, observé el televisor prendido y me acerqué a la ventana. Ahí estaba Celia y otro hombre ¡Haciendo el amor como lo había hecho conmigo! La rabia se apoderó de mí al ver a Celia sin vergüenza, gozando con ese hombre que la corneaba.

En mi celosa ceguera, rompí la ventana y supe quién era el sujeto. Era Luis, su ex esposo y no hubo retroceso. El hombre salió, me golpeó la boca y caí al suelo entre los vidrios rotos. Me incorporé y sentí otro impacto en mi ojo. Lo tomé por los testículos, lo hice rogar y lo lancé por la escalera. Se rompió el cuello y murió. Celia dio un grito e histérica, me golpeó con el tacón de su zapato. Furioso, la tiré y rodó por las gradas. Debido a las fracturas en su columna Celia quedó lisiada de por vida.

Como han leído, fue un accidente.

Lo que vino después fue una trama de Celia al convencer a la Fiscalía de mi culpabilidad. Lo que más lamento, es que, a pesar del daño que Celia me ha hecho, aún la amo, más de lo que la amó Luis.

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