Sergio
Ramírez Mercado
a Sealtiel, a
Edna
La pasión de Guadalupe son las viejas
películas mexicanas. Puede verse hasta tres en cada sesión, y las colecciona
con la misma avidez con que de niño yo coleccionaba figuras de jugadores de beisbol
de las Grandes Ligas. Por lo general hay alguien que viene de México y le trae
un casete con alguna que no tiene, o las graba del cable, y si no, no le
importa repetir. Tu pasión malsana, le digo a veces, buscando una de esas
camorras bufas que se desatan entre los dos; pero como me lo hace ver ella sin
más necesidad que un fulgor burlón de su mirada, no tengo ninguna autoridad
moral para criticarla. La verdad es que nunca falto a sus sesiones de cine
casero que duran hasta la medianoche, o más allá.
Guadalupe se quedó en Nicaragua desde
que le tocó cubrir en 1979 la ofensiva final en el Frente Sur, como parte de un
crew de Imevisión, todos encandilados con el sandinismo, y la conocí para los
días del triunfo cuando se fundó Incine con unos cuantos equipos confiscados a
la empresa de un argentino mafioso que le hacía los noticieros de propaganda a
Somoza. Ella apareció una mañana en la mansión de Los Robles, confiscada
también a un coronel de la Guardia Nacional, donde estábamos instalándonos.
Llegó vestida de guerrillera, botas, boina, canana y un fusil Galil, enviada
por Juanita Bermúdez, la asistente de Sergio Ramírez, con instrucciones de la
Junta de Gobierno de darle trabajo en algo que todavía no existía. Mucho
después me confesó cuánto me había odiado ese día. Lo primero que le pedí fue
que se deshiciera de aquel fusil, que no parecía saber manejar y que iba a
estorbarle en el trabajo, que antes que otra cosa consistía en barrer y
acomodar los muebles del coronel que de verdad fueran a servirnos, mientras los
otros, consolas y espejos dorados, iban a dar a una bodega con la esperanza de
utilizarlos alguna vez en una decoración de ambiente. Por el momento habíamos
mandado a vaciar la piscina para que se viera que no éramos parte de la clase
ociosa destronada.
Pero cuando filmé mi primer documental
sobre la reforma agraria, “No somos aves para vivir del aire”, con
una vieja Arriflex de 16 milímetros, que era lo mejor de la herencia del capo
argentino, Guadalupe hizo con todo entusiasmo el corte de la película. Y por
esas vueltas que da la vida, no fue sino diez años más tarde que nos juntamos,
después de haberla dejado de ver todo ese tiempo porque ella había regresado a
México por una buena temporada para arreglar los asuntos legales de su divorcio.
Los dos estábamos separados de nuestras parejas anteriores, yo ya un poco calvo
y ella enseñando algunas hebras de canas en las trenzas, pues siempre se peina
como Columba Domínguez en Pueblerina. El emblema de su presencia en mi
cueva de soltero fue entonces el sarape mexicano que clavó como una manta de
toreo en la pared, al lado de mis fotos de familia.
Esa noche que cuento estábamos
viendo Perdón y olvido, una película del año 1950 en blanco y negro
dirigida por Tito Gout, con Antonio Badú y Meche Barba. Empezaba una escena
cuando fui a buscar una lata de cerveza, y camino de regreso al sofá la
sorpresa me dejó paralizado.
En la pista del cabaret bailaban mis
padres. Con voz urgida, como si temiera que se me escaparan, le pedí a
Guadalupe que congelara la imagen. No había duda, eran ellos. Cada uno bailaba
con una pareja distinta. Ella llevaba el pelo peinado en grandes bucles
laterales que subían desde sus orejas desnudas y él vestía un traje traslapado
a rayas, de hombreras pronunciadas. Bastaba compararlos con la foto de su paseo
a Xochimilco que colgaba en la pared al lado del sarape de Guadalupe, sentados
los dos en el travesaño de una chalupa, bajo un arco tejido de flores, con las
cabezas muy juntas, para saber que tenían entonces la misma edad que en la
película.
Me apoderé del comando e hice regresar
la cinta hasta el inicio de la escena de cabaret. Entonces los descubrí en las
mesas, cada uno siempre con su pareja. Mi padre aplasta la colilla del
cigarrillo en el cenicero y le dice algo a la rubia de rostro lánguido sentada
frente a él, que le contesta; y unas mesas más allá, a medida que la cámara
extiende su panel despreocupado, mi madre se inclina para que el morocho de
pelo ensortijado y mirada nerviosa, su pareja, le dé fuego; luego expira el
humo por las narices y también ella le dice algo al morocho, que guarda
silencio.
Congelé el cuadro y mi madre quedó en la
pantalla del televisor, envuelta en el humo del cigarrillo. Eran ellos, le dije
a Guadalupe con un temblor de voz que me hizo sentir incómodo. Eran mis padres.
Y al pulsar otra vez el botón, bajaron de nuevo a la pista para iniciar el
baile.
El set del cabaret en Perdón y
olvido era el mismo de otras películas que Guadalupe y yo habíamos visto
en nuestras sesiones de cada noche, construido en la nave tercera de los
estudios Churubusco en 1945 (según aparece en el libro Churubusco, máquina
de varia invención, de Sealtiel Alatriste). Al fondo de la pista de baile
estaba el estrado de la orquesta, circundado por cortinas drapeadas, y a los
lados dos mezanines con barandas artesonadas en crucetas, donde se agrupaban
las mesas; y realzados en las paredes, simulacros de columnas dóricas.
Yo nací poco después del regreso de mis
padres a Nicaragua, amparados en la amnistía decretada a raíz del pacto entre
liberales y conservadores que Somoza firmó con Emiliano Chamorro en 1950. Los
avatares de ese exilio se los oí contar muchas veces a mi padre en la tertulia
vespertina que se celebraba en la acera de nuestra casa en el barrio San
Sebastián, oficinistas, maestros de secundaria y agentes viajeros que traían de
las casas vecinas sus propias mecedoras y silletas y desaparecían cuando
llegaba la hora de la cena. En México habían hecho de todo, contaba; ella de
camarera en el Hotel del Prado, dependienta en El Palacio de Hierro; él
visitador médico, empleado en la sección de estadística de la Secretaría de
Educación; y al final, la temporada en que trabajaron como extras de cine.
Los dos habían muerto hacía años, mi
madre de cáncer en los pulmones porque fumaba como loca. Yo recordaba a mi
padre, viudo, gastando su magra pensión del Seguro Social en esquelas que
mandaba a publicar en La Prensa con la foto de ella vestida de novia,
una cada día durante el mes que siguió a su muerte, y después una cada mes. En
las esquelas él le daba cuenta de todo lo que había hecho, empezando por sus
visitas al cementerio para enflorar su tumba; le daba noticias de los achaques
de sus amigas y de los disgustos entre ellas; bodas de parientes, otras muertes
de conocidos: ya deben ustedes haberse encontrado en el cielo, le escribía. Y
las noticias políticas del país, enemigo siempre de la dictadura: dichosa de tu
parte que no estás aquí para no seguir contemplando tanta iniquidad. Un día fui
a verlo y le dije que ya terminara con aquella correspondencia pública, a quién
le interesaba, era ridículo. Me miró, primero sorprendido, y después se sentó
en la cama y se echó a llorar.
Al verlos ahora en la película, sentía
la fascinación de asomarme al pasado en movimiento. No eran simplemente fotos
viejas pegadas a un álbum, sino el retorno a la vida cada vez que el botón
dejaba correr la cinta. Y más fascinación verlos hablar sin poder escuchar lo
que decían. Los extras aparecen en la escena llenando un vacío, fingiéndose
parte de la realidad que rodea a los actores principales, aunque sólo sean
parte de la decoración. Por eso no están en la película para ser recordados.
Pero en esas películas mexicanas de
cabaret, filmadas con un argumento ramplón que era sólo pretexto para la
revista musical que tomaba gran parte del metraje, la cámara se mueve poco y
apunta a la pareja de personajes principales, mientras permanecen sentados o
mientras bailan, la banda de sonido recogiendo siempre su diálogo. Los extras,
a quienes toca quedar al fondo, permanecen en muda conversación; y
en Perdón y olvido, por un azar, mis padres aparecían hasta ahora en dos
ocasiones en foco de segundo plano, muy cercanos a la cámara.
Sonó el teléfono y volví a congelar la
imagen. Había hecho un pedido urgente de película de 35 milímetros a Miami para
un comercial de los cigarrillos Belmont y me anunciaban que llegaba en el avión
de American del día siguiente. Y ahora que regresaba de responder la llamada y
traía otra lata de cerveza en la mano, oí a Guadalupe que me preguntaba si todo
aquello no me parecía divertido. Reflexioné antes de sentarme en el sofá.
Estaba lejos de sentirme perturbado como antes, tras la primera impresión, le
dije. Pero algo no dejaba de intrigarme. ¿Qué conversaban mis padres con sus
parejas, con aquellas voces que en la película quedaban sólo en movimientos de
labios?
Los extras no son parte del guión.
Acomodados en las mesas o bailando en la pista, tienen libertad de conversar en
voz baja, o fingir que conversan, lejos del alcance del micrófono que se mueve
en el asta sobre la cabeza de los protagonistas. Pero aunque sus voces nunca se
escuchen, el director les recuerda, antes de comenzar la toma, que deben
comportarse con naturalidad, como gente que se está divirtiendo en un cabaret,
y no pueden permanecer mudos. Van vestidos de forma mundana, aunque después
deben entregar en la guardarropía los trajes; mi madre, al salir de Churubusco,
debió verse extraña en la calle, bajo el contraste de sus ropas modestas de
malos tiempos de exiliados y aquel peinado de bucles que le habrían hecho en la
peluquería de los estudios, todavía maquillada.
Precisamente por eso, porque no son
gente mundana, que jamás entraría por sus propios pasos a un cabaret de lujo en
la vida real, es que el director les advierte tanto sobre la manera de
comportarse. Hagan como si la vida les sonríe, les diría Tito Gout con el
embudo de lata en la boca. Tienen harta lana que gastar, se la robaron, se la
ganaron en puras movidas chuecas, se sacaron la lotería, muchos de ustedes
andan aquí a escondidas de sus esposas, matrimonios como quien dice decentes,
no se asoman a estos cabarets. Así que olvídense de sus problemas, que yo sé
que los tienen, si no, no hubieran venido detrás de esta chamba mugre; pero las
caras compungidas y los lagrimones déjenselos a mis estrellas. Ustedes, a hacer
como que se divierten. Y el que no sepa bailar, fuera de aquí.
Y ahora recordaba mejor a mi padre a la
hora de la tertulia en la acera, en el calor que aún quedaba en el atardecer
como el rescoldo de un horno que se apaga, contando cómo fueron a dar de extras
de cine. La condición de asilados políticos era insuficiente para que pudieran
seguir trabajando, y sus superiores les exigían el carnet de inmigrantes, que
nunca lograron. En la Secretaría de Gobernación, en Bucareli, les cerraban la
ventanilla en las narices al dar la hora de la comida, los últimos en la cola,
a pesar de que llegaban de madrugada a formarse; y entonces, como ya les habían
advertido, por muy buena voluntad que les tuvieran, los borraron de la
planilla.
Para actuar de extra no exigían permiso
de residencia. Pagaban a la salida cada día, a nombre cantado, y había que
presentarse todas las mañanas al estudio a esperar llamada, un viaje largo
desde General Zuazua donde vivían, cerca del bosque de Chapultepec, hasta Río
Churubusco. Bastaba conocer a alguien en el sindicato para colarse, y aceptar
sin malas caras la merma en el pago que representaba la mordida. Había quienes
atravesaban abrazados una calle nocturna para perderse en la oscuridad bajo
tarifa de cuarenta pesos por cabeza; pareja que huía de la lluvia bajo los
relámpagos, también cuarenta pesos cada uno; organillero ciego veinte; vendedor
ambulante en overoles arrastrando un carretón de frutas, los mismos veinte
pesos. Tropa de a pie en la revolución, soldados federales, campesino con el
arado, mujer con tinaja a la cabeza, diez pesos. Parroquianos en trifulca a
silletazos en una cantina, quince pesos. Los de la concurrencia a un cabaret,
cincuenta pesos, porque era requisito saber bailar.
Mi padre había hablado de más de una
película en que les tocó actuar durante esa temporada de estrecheces;
pero Perdón y olvido debió ser la última, porque según la ficha
técnica que aparece en el libro Historia documental del cine
mexicano (volumen 5) de Emilio García Riera, terminó de filmarse en agosto
de 1950, el mismo año de su regreso a Nicaragua.
Siguió adelante la película y hubo ahora
una prolongada percusión de timbales en anuncio de la danza Babalú. Los focos
alumbraron a Rosa Carmina vestida en vuelos de rumbera, un pañuelo con nudo
frontal atado a la cabeza, de hinojos al centro del escenario con escenografía
de selva virgen, y atrás, agazapada en la oscuridad, una comparsa de bailarines
pintarrajeados de negro que, al erguirse ella alzando los brazos, entraron en
tropel. Mientras tanto, yo esperaba a que la cámara volviera a hacer un panel
sobre los mezanines; pero habían sido puestos en penumbra mientras el número
proseguía, y en los breves cortes intercalados apenas brillaba en alguna mesa
el destello de un cigarrillo. Los focos continuaban derramándose sobre Rosa
Carmina, y ahora realzaba en primer plano un ídolo africano que la comparsa de
bailarines conducía en andas hasta depositarlo a los pies de la rumbera, entre
el humo de los pebeteros.
La siguiente escena fue otra vez un
baile de parejas en la pista. La orquesta de Chucho Zarzosa empezó a tocar un
bolero y los bailarines bajaron por las escaleras de los mezanines, mi madre en
primer plano con el morocho que la traía del brazo, y atrás mi padre, con la
rubia. Y todo el tiempo que la cámara enfocó a Antonio Badú y Meche Barba
mientras bailaban, y oíamos su diálogo, mi padre quedó detrás de ellos por un
momento, abrazado a la rubia, un tanto desenfocado. Mi madre y el morocho sólo
aparecieron una vez en cámara durante la secuencia del baile, muy lejanos,
entre todas las cabezas; y a la hora de volver a las mesas, la vi sentarse a la
suya. Retrocedí la cinta dos veces en esa parte, intrigado. El morocho ya no
estaba.
No era usual. No había situaciones
sorpresivas entre los extras. Se sentaban en parejas, bailaban en parejas.
Seguramente porque Tito Gout (o quien diera las órdenes en su nombre) sabía
casados a mis padres, no los dejaba juntos para que no parecieran un matrimonio
bien avenido. Pero un extra jamás abandonaba a su pareja por otra ni
desaparecía de la escena. Aunque ningún espectador llegara a notarlo, el
esquema no admitía anomalías, y en el guión no podían darse situaciones no
previstas, capaces de crear confusiones.
Se lo comenté a Guadalupe, y se rio.
–Habrá ido al baño el morocho –dijo–; se
habrá enfermado del estómago y nadie se percató de su ausencia, ni en el plató
ni a la hora de hacer el corte final en la moviola.
Ya no ocurrió nada que me interesara.
Pasada la escena del cabaret, mis padres no volvieron más a la pantalla. Y
cuando acabó la película, me quedé fumando frente al televisor, en silencio.
–Si te buscas a un traductor de
sordomudos puedes averiguar lo que se estaban diciendo –me dijo Guadalupe,
mientras se llevaba las latas vacías.
–¿Lo que estaban diciendo quiénes? –le
dije.
–Pues tus papacitos –me dijo, vino a
sentarse en el brazo del sofá y luego se dejó resbalar sobre mí, abrazándome
por el cuello–. La curiosidad no es ningún pecado.
Yo no le respondí.
–De verdad –me dijo–; uno de esos que
salen a veces en un ovalito en los programas de televisión, haciendo señas con
los dedos. Alguien que entrene niños sordomudos para leer los labios.
–No valdrá la pena, se estarían diciendo
cualquier cosa –le dije yo, sin convicción ninguna.
–Tenemos que saber por qué se fue el
morocho –me dijo, otra vez riéndose, y según su costumbre me jaló por los
cachetes antes de besarme, como si yo fuera un niño que necesita mimos antes de
irse a la cama.
Yo había hecho un documental para Los
Pipitos, una asociación de padres de niños discapacitados fundada en los años
de la revolución, y conocía bien a la gente allí. A la mañana siguiente, sin
decirle nada a Guadalupe, metí el casete en la guantera del Lada rojo, herencia
de mis años en la revolución, y fingiéndome a mí mismo que me había desviado de
mi camino por distraído, fui a dar a las oficinas de la asociación en el barrio
Bolonia.
Desde que traspuse la puerta me sentí pendejo,
sin saber cómo iba a explicar aquel capricho tan ocioso a gente que ocupaba el
día en asuntos urgentes y concretos. Pero ya no había tiempo de devolverse;
podía plantearlo como algo profesional, relacionado con mi oficio de cineasta.
Por una excelente casualidad, el director ejecutivo terminaba de sacar unas
fotocopias en la máquina que está en el pasillo, y al verme me invitó a pasar a
su oficina.
Hablamos primero de mi documental. Me
contó que lo estaban traduciendo al inglés, con financiamiento canadiense, y
comentó lo bueno que sería filmar otro, no propiamente sobre la institución
sino sobre los niños discapacitados en sus hogares, su vida en familia con sus
padres, con sus hermanos; y así caímos en el tema de los sordomudos.
No se extrañó de mi solicitud, y ni
siquiera alcancé a explicársela por completo. Su único hijo de siete años era
sordomudo, y su esposa, psicóloga de profesión, se había especializado en el
lenguaje por señales, para ayudarlo. Me invitó a cenar con ellos esa noche en su
casa, advirtiéndome cordialmente que me debía esa cena por mi documental;
veríamos la película y su esposa podría intentar traducirme esas escenas de
sordomudos que me interesaban. Lo interrumpí para explicarle que no, no eran
escenas de sordomudos, pero él no quiso seguir oyendo, nos veríamos en la noche
en su casa, a las ocho. Y que no olvidara llevar a mi esposa.
Mi compañera, debería haberlo corregido,
como se estilaba decir en tiempos de la revolución: fiel a esa herencia
olvidada, Guadalupe nunca se siente bien bajo el apelativo de esposa, porque
es, insiste, como si se viera con los grilletes puestos en pies y manos.
–¿Cómo te fue? ¿Van a ayudarte? –me
preguntó desde su cubículo al verme entrar en la oficina. Ella es la gerente
general, la telefonista, la cobradora y la editora en nuestra empresa de
filmaciones; en estos tiempos de globalización, todavía pescamos algunos spots
publicitarios de cigarrillos y cerveza, aunque cada vez más los traen ya
enlatados.
No tenía caso seguirle ocultando nada, y
además estaba invitada a la cena.
–Ahora sí sonamos –me dijo con sonrisa
maliciosa–. Imagínate esa sesión, tener que explicarles que se trata de tus
padres, y que andas averiguando qué es lo que se decían con la rubia y el
morocho. Van a pensar que no quieres dejar a tus pobres papacitos descansar en
paz.
Le devolví una sonrisa tardía que no me
duró mucho. Aunque no lo decía en serio, tenía razón. Al querer descubrir lo
que estaban diciendo mis padres en el decorado silencioso de una vieja
película, y mala por añadidura, que sólo a fanáticos cinéfilos de medianoche
podía interesar, yo estaba inquietándolos en sus tumbas, removiendo sus huesos
de alguna manera, perturbando su sueño. Y sus secretos.
Por el momento había decidido no enterar
a nuestros anfitriones que se trataba de mis padres. Y esa noche volví a poner
el casete en la guantera del Lada y nos fuimos a la cena, que discurrió de
manera agradable, lejos de la perspectiva que Guadalupe se había imaginado,
como una plática aburrida sobre métodos de enseñanza especial. Era una pareja
muy joven y el infortunio de tener un niño discapacitado lo llevaban con
decoro, buscando comportarse con una naturalidad valiente, sin dramatismos.
Al comienzo de la cena, el niño vino a
darnos las buenas noches, metido en una pijama de una sola pieza con el perro
Pluto en la pechera, en las orejas los aparatos de sordera color carne,
demasiado grandes e inútiles, por lo que yo podía entender, porque se trataba
de un caso sin remedio. La madre le habló y él permaneció con la vista fija en
el movimiento de sus labios; y lo que él tenía que responderle se lo dijo por
señas, unas señas rápidas, eficaces, fruto de un buen entrenamiento. La madre
le explicó quiénes éramos, yo había hecho la película Camino a la esperanza sobre
Los Pipitos, y el niño le respondió, según ella nos tradujo, que la había
visto, todos sus compañeritos la habían visto también. Me sonrió de soslayo y
se fue.
Pasamos a la salita del lado que hacía
de oficina, donde el televisor, que habían traído seguramente del dormitorio
junto con la casetera, estaba colocado sobre un escritorio metálico, empujado
contra el librero para dejar espacio a las mecedoras abuelita, arrastradas
desde el corredor. Les advertí que no teníamos por qué llegar hasta el final de
la película, bastaba con las escenas de cabaret, que eran las que a mí me
interesaban; pero él dijo que a lo mejor le gustaba, no acostumbraba a ver
mucho cine mexicano. Sus preferidas, agregó, eran las de Indiana Jones; y
entonces estuve seguro de que se iba a aburrir.
Ella vino con una libreta de resorte y
un lapicero que se colocó en el regazo, y con las rodillas muy juntas esperó a
que el marido pusiera el casete, que primero hubo que rebobinar. Los trazos de
prueba, que de manera distraída hacía en la libreta, eran de taquigrafía.
Entonces empezó a correr la película,
unos arañazos primero sobre el fondo negro y después un estallido dramático de
música sinfónica, mientras pasaban en cilindro los títulos dibujados con letra
caligráfica.
A medida que se aproximaban las escenas
del cabaret, más que ver la película yo vigilaba a la pareja, pero la vigilaba
sobre todo a ella. De ella dependía que aquella sesión extraña para todos
tuviera algún sentido para mí, aunque ella no llegara a saberlo nunca; si no
averiguaba nada que justificara mi curiosidad, me iba a sentir ridículo. Ya me
estaba poniendo colérico de sólo sospechar mi bochorno.
Él, librado de la cortesía en la
penumbra, comenzó por limpiar los anteojos y se distrajo rápido; ella, siempre
las rodillas muy juntas, esperaba con atención profesional, tras haberle pedido
al marido que me entregara a mí el comando.
El cabaret apareció visto desde fuera y
su imagen sórdida no correspondía en nada a la de adentro. Vendedores de
lotería, un puesto de tortas, una pareja de policías; llegaba un Buick, se
bajaba Antonio Badú, esperaba fumando en la puerta hasta que por la acera
húmeda de lluvia se acercaba caminando Meche Barba envuelta en un abrigo de
pieles y muy cargada de joyas; la tomaba del brazo y, sin decirse nada,
entraban. Ella era la esposa infiel, casada con un millonario de viaje por los
Estados Unidos, y él, su amante, un gánster que la chantajeaba.
Con el dedo sobre el botón de pausa yo
aguardaba el momento inminente en que la cámara se abriría sobre la
concurrencia del cabaret, después de que los protagonistas principales se
sentaran a su mesa al lado de la baranda del mezanine. Mi anfitrión, tras
recostar la cabeza contra el respaldo de la mecedora, una mano en el entrecejo,
dejaba colgar la otra en que tenía los anteojos; por el contrario, ella se
había adelantado en la mecedora, manteniendo los balancines en el aire, atenta
igual que yo. Igual que Guadalupe.
–¡Allí! –se oyó decir a Guadalupe, en un
tono exagerado que no dejó de molestarme.
Pulsé el botón, y la imagen de mi padre
quedó congelada en el momento en que aplastaba la colilla en el cenicero sin
dejar de mirar a la rubia. Puse de nuevo la cinta en movimiento. Ya estaba mi
padre diciéndole algo a la rubia, y algo le contestaba ya la rubia. Volví a
congelar el cuadro. Como ocurre siempre cuando uno ve muchas veces una misma
imagen, iba descubriendo más detalles, gestos más nítidos. El cenicero tenía el
emblema de Cinzano. La boca de mi padre se apretaba en una mueca triste, y no se
necesitaba mucha imaginación para comprobar que estaba a punto de llorar. La
rubia lánguida lucía un collar de perlas falsas de tres vueltas. Y era obvio
que estaba escuchando una confesión, extrañada y a la vez compadecida de lo que
oía. Quería consolarlo, pero su papel de extra no se lo permitía.
Con un gesto del lápiz ella me pidió que
volviera la película al mismo punto. Mi padre aplastaba el cigarrillo, hablaba,
la rubia le respondía, y ella volvía a anotar en su libreta, a grandes trazos,
sin dejar de mirar a la pantalla. Entonces sentí de pronto que empezaba a
desgarrarse una intimidad molesta, que yo no quería ver expuesta ni aún frente
a Guadalupe; pero, a pesar de mi disgusto, la sentía penetrar junto conmigo,
llena de avidez, en el trasfondo de aquella superficie borrosa que se movía
como un telón viejo.
Congelé la imagen y puse los ojos en la
libreta. Pero al descubrir mi mirada, ella me dijo que mejor le gustaría
presentar todos los resultados hasta el final.
–Puede ser que en los diálogos siguientes
encuentre claves que me ayuden a aclarar lo que ya hallé en éste –se justificó,
con timidez.
–Es lo mejor –me susurró al oído
Guadalupe, que se había puesto de rodillas junto a mí, y en aquel susurro, en
el que había miedo a lo inevitable o ganas de darme consuelo, otra vez sentí
que estaba ya de este lado, del lado que yo no quería.
–Sí, es mejor –repetí yo mecánicamente
en voz alta. El anfitrión se despertó, lleno de susto por su propio ronquido, y
me sonrió, azorado.
Seguimos adelante. Ahora el morocho se
inclinaba para darle fuego a mi madre. Su encendedor era grande y pesado, de
tapadera, y la llama se elevaba perpendicular hasta quemar el borde del
cigarrillo, e iluminaba el rostro consternado de mi madre. Reconocí el lunar
junto a su boca, que ella solía destacar con un toque del lápiz de cejas. En el
rostro del morocho, en cambio, lo que adiviné fue cobardía. La mano que
sostenía el encendedor le temblaba y sus ojos, un tanto saltones, ayudaban a
realzar su cara de susto, y sobre todo porque los focos caían sobre él a
contraluz.
Me fijé en los labios del morocho todas
las veces que hicimos retroceder la cinta. No dijo nada. Sólo mi madre habló,
una vez que tuvo el cigarrillo encendido, sosteniéndolo con garbo entre los
dedos antes de darle una profunda chupada y sacar el humo por las narices. Era
algo que debió haber dicho en voz muy baja; nadie que viera esa película
entonces, ni tantos años después, podría oírla hablar; pero en el set sí, los
vecinos de mesa para empezar.
Ella, sentada a mi lado, sí estaba
oyéndola mientras apuntaba en su libreta. Durante la cena me había explicado
que para leer las palabras en los labios no importan los gritos o los susurros,
tan sólo basta el movimiento.
Las dos escenas del baile en la pista
las vimos muchas veces, hacia delante y hacia atrás. Al empezar la última, mi
madre bajaba del mezanine del brazo de su pareja y quedaban por un instante en
primer plano frente a la cámara fija. Yo congelé por mi cuenta el cuadro, que
la noche anterior me había pasado inadvertido, y pude examinar de cuerpo entero
al morocho. Todo me repugnaba en él, la corbata de floripones, el largo saco
casi hasta las rodillas, los pantalones flojos como enaguas. Y sobre todo, su
aire a cobardía.
Pulsé el botón y los dejé bajar para que
fueran a perderse entre las parejas. Pasaba bailando mi padre con la rubia,
fuera de foco. Las parejas abandonaban la pista. De vuelta en las mesas, mi
madre se sentaba a la suya y el morocho ya no estaba.
Todavía pidió ella ver corrida toda la
parte del cabaret una última vez, como si quisiera hacerse una idea de conjunto
más precisa, y su trabajo tuviera que ver no sólo con las bocas mudas
moviéndose, sino también con el escenario que yo creía haberme aprendido ahora
de memoria, el estrado de la orquesta con sus colgaduras drapeadas, la pista de
baile de ladrillos de vidrio iluminada desde abajo, las barandas de los
mezanines artesonadas en crucetas, las mesas con sus lamparitas de sombra que
una película en colores mostraría seguramente rosadas, las falsas columnas
dóricas adosadas a las paredes.
Agotada la secuencia del cabaret, la
película avanzó todavía un trecho, y cuando comenté que habíamos visto lo
suficiente, ella se levantó a apagar el televisor, sin darme tiempo de hacerlo
yo mismo con el comando.
De vuelta en la mecedora suspiró,
cansada, y me sonrió, como si se excusara de su fatiga. El marido se había
levantado ya hacía rato al baño, tardaba en volver, y Guadalupe me miró con
cara de sospecha juguetona, a lo mejor se había acostado. El niño lloró de
pronto, como asustado en sueños, con un llanto gutural, amordazado. Ella se
puso de pie, el oído atento, dispuesta a ir a socorrerlo, pero el niño se calló
y el silencio que siguió sólo fue roto por el tanque del inodoro que se descargaba.
Iba a ser medianoche. La operación
tardaba más de lo que yo había calculado. Guadalupe, de pie detrás del espaldar
de la mecedora, puso sus manos en mis hombros y presionó, dándome masajes
cariñosos.
Ella entonces, de nuevo en su sitio,
pasó rápidamente las páginas llenas de signos de taquigrafía, subrayó algunas
líneas, con aire distraído, y me miró, otra vez sonriente, mientras golpeaba la
libreta con el lápiz; y entendí lo que quería decirme con esa sonrisa, que
ahora era despreocupada, y que yo le devolví, intentando ponerme de acuerdo con
ella: cualquier cosa que hubiera ocurrido entre aquellos viejos fantasmas de la
película copiada de los reels originales en una cinta máster de video y vuelta
a copiar no nos concernía; ni a ella que tenía a un hijo sordomudo, ni a mí que
tenía una filmación del spot de los cigarrillos Belmont al día siguiente a las
ocho en la playa de Montelimar.
–¿Entonces? –la urgió Guadalupe detrás
de mí, con muy poca cortesía.
–Lo que yo he sacado en claro... –empezó
ella.
–El hombre del traje traslapado le ha
dicho en la mesa a la rubia: “Mi esposa me engaña”. Y la rubia le ha
contestado: “No puede ser” –dije yo, interrumpiéndola.
Las manos de Guadalupe se quedaron
quietas sobre mis hombros.
–Más o menos –dijo ella, un tanto
frustrada, y leyó sus signos en la libreta–: el hombre del sombrero ha dicho:
“Marina me engaña”. Y la rubia ha dicho: “No creas”.
Marina, mi madre. Las uñas de Guadalupe
se clavaron en mi piel. Ella volvió a su libreta.
Cerré los ojos y tampoco ahora le di
tiempo.
–La rubia dijo: “¿Qué piensas hacer?”. Y
el hombre del traje traslapado respondió: “Voy a matarlo” –dije, como si
hablara en el sopor del sueño.
–“¿Qué vas hacer, Ernesto?”, ha dicho la
rubia. Y él ha respondido: “Voy a matarlo, ando armado” –me corrigió ella, con
desánimo.
Ernesto, mi padre. Ella dio vuelta a la
página.
–La mujer de los bucles, la que fuma, le
dice al moreno de pelo rizado...– dijo ella.
–La mujer de los bucles, la que fuma, es
Marina– dije yo.
Ella me miró sin comprender.
–Le dice: “Voy a tener un hijo”, dije
yo.
–“Estoy embarazada” –leyó ella.
Yo pensé entonces. ¿Qué pensé? El
morocho se había ido, mi madre sola en la mesa, reteniendo las lágrimas a las
que no tenía derecho como extra. Y mi padre incapaz de matar a nadie. Era una
mentira que anduviera armado, nunca aprendió a disparar una pistola; si lo
exiliaron fue por escribir en el periódico que Somoza era peor que Dillinger.
Entonces regresó el anfitrión. La
casetera se había trabado y no me devolvía la película; él dijo que iría por un
destornillador y yo le dije que no, no valía la pena, mañana, ya se había hecho
muy tarde. Sólo pedí permiso de pasar al baño, y ella corrió delante de mí a
asegurarse que la toalla estuviera limpia. El baño comunicaba con el cuarto del
niño, y por la puerta entreabierta lo divisé dormido.
Eran pasadas las doce cuando salimos a
la vereda. Sentí los dedos de la mano de Guadalupe que buscaban entrelazarse a
los míos, y yo seguía resistiéndome a su intimidad, vaya Dios a saber por qué.
El pequeño Lada rojo parecía distante, como si nunca fuéramos a alcanzarlo
caminando.
¿Llovía desde hacía horas y era acaso ya
noche cuando entraron por el portón de la casa de vecindad de General Zuazua,
empapados los dos y sin haberse dicho una sola palabra desde que salieron de
Churubusco, cambiando de trole en silencio en las paradas, y sacó mi padre del
bolsillo el llavero de cadena, torpe como nunca para encontrar la cerradura
bajo la luz mortecina de la lámpara del corredor, un globo esmerilado sucio de
cagarrutas, demasiado lejano, y apenas se vio dentro de la pieza no halló qué
hacer, no quería voltearse porque sabía que ella permanecía aún en el umbral,
sin querer entrar, y al fin, como quien en un arresto de suprema valentía se
asoma a un abismo, le dio la cara, y vio su quijada temblar por el llanto que
pugnaba por salir, el lunar de la barbilla deslavado por la lluvia, y antes de
lanzarse al abismo cerró los ojos, y fue que se arrodilló y la abrazó por las
piernas mientras ella lloraba ya entre sollozos convulsivos, iba a gritar
seguramente, un alarido, y él entonces se incorporó, y le cubrió con la mano la
boca mojada de lluvia y de lágrimas, la sosegó, y sin hallar otra cosa más que
hacer le alisó el cablleo, y sintió en la mano la laca de su peinado de extra
de cabaret ya deshecho?
La escena de perdón y olvido entre mis
padres sólo yo podía imaginarla. Y sólo yo podía imaginarme en la barriga de mi
madre en el largo viaje por tren en el vagón de tercera hasta Tapachula, y de
allí en buses, una noche en una pensión en Quezaltenango, otra en Santa Ana, la
última en Choluteca, para venir a nacer en el Hospital General de Managua,
porque hubo necesidad de un fórceps. E imaginar a mi padre, tras el perdón y el
olvido, proclamando en las casas del vecindario que me pondría su mismo nombre,
Ernesto. Y el morocho aquel tan infame, ¿cómo se llamaría?
–Todo como en tus películas mexicanas
–le dije a Guadalupe, cuando encendí al fin la ignición.
Ella sólo puso su mano en mi rodilla.
Managua,
enero-junio-diciembre de 1999.
(De
Catalina y Catalina, 2001)
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