4 de febrero de 2016

Perdón y olvido

Sergio Ramírez Mercado

a Sealtiel, a Edna

La pasión de Guadalupe son las viejas películas mexicanas. Puede verse hasta tres en cada sesión, y las colecciona con la misma avidez con que de niño yo coleccionaba figuras de jugadores de beisbol de las Grandes Ligas. Por lo general hay alguien que viene de México y le trae un casete con alguna que no tiene, o las graba del cable, y si no, no le importa repetir. Tu pasión malsana, le digo a veces, buscando una de esas camorras bufas que se desatan entre los dos; pero como me lo hace ver ella sin más necesidad que un fulgor burlón de su mirada, no tengo ninguna autoridad moral para criticarla. La verdad es que nunca falto a sus sesiones de cine casero que duran hasta la medianoche, o más allá.

Guadalupe se quedó en Nicaragua desde que le tocó cubrir en 1979 la ofensiva final en el Frente Sur, como parte de un crew de Imevisión, todos encandilados con el sandinismo, y la conocí para los días del triunfo cuando se fundó Incine con unos cuantos equipos confiscados a la empresa de un argentino mafioso que le hacía los noticieros de propaganda a Somoza. Ella apareció una mañana en la mansión de Los Robles, confiscada también a un coronel de la Guardia Nacional, donde estábamos instalándonos. Llegó vestida de guerrillera, botas, boina, canana y un fusil Galil, enviada por Juanita Bermúdez, la asistente de Sergio Ramírez, con instrucciones de la Junta de Gobierno de darle trabajo en algo que todavía no existía. Mucho después me confesó cuánto me había odiado ese día. Lo primero que le pedí fue que se deshiciera de aquel fusil, que no parecía saber manejar y que iba a estorbarle en el trabajo, que antes que otra cosa consistía en barrer y acomodar los muebles del coronel que de verdad fueran a servirnos, mientras los otros, consolas y espejos dorados, iban a dar a una bodega con la esperanza de utilizarlos alguna vez en una decoración de ambiente. Por el momento habíamos mandado a vaciar la piscina para que se viera que no éramos parte de la clase ociosa destronada.

Pero cuando filmé mi primer documental sobre la reforma agraria, “No somos aves para vivir del aire”, con una vieja Arriflex de 16 milímetros, que era lo mejor de la herencia del capo argentino, Guadalupe hizo con todo entusiasmo el corte de la película. Y por esas vueltas que da la vida, no fue sino diez años más tarde que nos juntamos, después de haberla dejado de ver todo ese tiempo porque ella había regresado a México por una buena temporada para arreglar los asuntos legales de su divorcio. Los dos estábamos separados de nuestras parejas anteriores, yo ya un poco calvo y ella enseñando algunas hebras de canas en las trenzas, pues siempre se peina como Columba Domínguez en Pueblerina. El emblema de su presencia en mi cueva de soltero fue entonces el sarape mexicano que clavó como una manta de toreo en la pared, al lado de mis fotos de familia.

Esa noche que cuento estábamos viendo Perdón y olvido, una película del año 1950 en blanco y negro dirigida por Tito Gout, con Antonio Badú y Meche Barba. Empezaba una escena cuando fui a buscar una lata de cerveza, y camino de regreso al sofá la sorpresa me dejó paralizado.

En la pista del cabaret bailaban mis padres. Con voz urgida, como si temiera que se me escaparan, le pedí a Guadalupe que congelara la imagen. No había duda, eran ellos. Cada uno bailaba con una pareja distinta. Ella llevaba el pelo peinado en grandes bucles laterales que subían desde sus orejas desnudas y él vestía un traje traslapado a rayas, de hombreras pronunciadas. Bastaba compararlos con la foto de su paseo a Xochimilco que colgaba en la pared al lado del sarape de Guadalupe, sentados los dos en el travesaño de una chalupa, bajo un arco tejido de flores, con las cabezas muy juntas, para saber que tenían entonces la misma edad que en la película.

Me apoderé del comando e hice regresar la cinta hasta el inicio de la escena de cabaret. Entonces los descubrí en las mesas, cada uno siempre con su pareja. Mi padre aplasta la colilla del cigarrillo en el cenicero y le dice algo a la rubia de rostro lánguido sentada frente a él, que le contesta; y unas mesas más allá, a medida que la cámara extiende su panel despreocupado, mi madre se inclina para que el morocho de pelo ensortijado y mirada nerviosa, su pareja, le dé fuego; luego expira el humo por las narices y también ella le dice algo al morocho, que guarda silencio.
Congelé el cuadro y mi madre quedó en la pantalla del televisor, envuelta en el humo del cigarrillo. Eran ellos, le dije a Guadalupe con un temblor de voz que me hizo sentir incómodo. Eran mis padres. Y al pulsar otra vez el botón, bajaron de nuevo a la pista para iniciar el baile.

El set del cabaret en Perdón y olvido era el mismo de otras películas que Guadalupe y yo habíamos visto en nuestras sesiones de cada noche, construido en la nave tercera de los estudios Churubusco en 1945 (según aparece en el libro Churubusco, máquina de varia invención, de Sealtiel Alatriste). Al fondo de la pista de baile estaba el estrado de la orquesta, circundado por cortinas drapeadas, y a los lados dos mezanines con barandas artesonadas en crucetas, donde se agrupaban las mesas; y realzados en las paredes, simulacros de columnas dóricas.

Yo nací poco después del regreso de mis padres a Nicaragua, amparados en la amnistía decretada a raíz del pacto entre liberales y conservadores que Somoza firmó con Emiliano Chamorro en 1950. Los avatares de ese exilio se los oí contar muchas veces a mi padre en la tertulia vespertina que se celebraba en la acera de nuestra casa en el barrio San Sebastián, oficinistas, maestros de secundaria y agentes viajeros que traían de las casas vecinas sus propias mecedoras y silletas y desaparecían cuando llegaba la hora de la cena. En México habían hecho de todo, contaba; ella de camarera en el Hotel del Prado, dependienta en El Palacio de Hierro; él visitador médico, empleado en la sección de estadística de la Secretaría de Educación; y al final, la temporada en que trabajaron como extras de cine.

Los dos habían muerto hacía años, mi madre de cáncer en los pulmones porque fumaba como loca. Yo recordaba a mi padre, viudo, gastando su magra pensión del Seguro Social en esquelas que mandaba a publicar en La Prensa con la foto de ella vestida de novia, una cada día durante el mes que siguió a su muerte, y después una cada mes. En las esquelas él le daba cuenta de todo lo que había hecho, empezando por sus visitas al cementerio para enflorar su tumba; le daba noticias de los achaques de sus amigas y de los disgustos entre ellas; bodas de parientes, otras muertes de conocidos: ya deben ustedes haberse encontrado en el cielo, le escribía. Y las noticias políticas del país, enemigo siempre de la dictadura: dichosa de tu parte que no estás aquí para no seguir contemplando tanta iniquidad. Un día fui a verlo y le dije que ya terminara con aquella correspondencia pública, a quién le interesaba, era ridículo. Me miró, primero sorprendido, y después se sentó en la cama y se echó a llorar.

Al verlos ahora en la película, sentía la fascinación de asomarme al pasado en movimiento. No eran simplemente fotos viejas pegadas a un álbum, sino el retorno a la vida cada vez que el botón dejaba correr la cinta. Y más fascinación verlos hablar sin poder escuchar lo que decían. Los extras aparecen en la escena llenando un vacío, fingiéndose parte de la realidad que rodea a los actores principales, aunque sólo sean parte de la decoración. Por eso no están en la película para ser recordados.

Pero en esas películas mexicanas de cabaret, filmadas con un argumento ramplón que era sólo pretexto para la revista musical que tomaba gran parte del metraje, la cámara se mueve poco y apunta a la pareja de personajes principales, mientras permanecen sentados o mientras bailan, la banda de sonido recogiendo siempre su diálogo. Los extras, a quienes toca quedar al fondo, permanecen en muda conversación; y en Perdón y olvido, por un azar, mis padres aparecían hasta ahora en dos ocasiones en foco de segundo plano, muy cercanos a la cámara.

Sonó el teléfono y volví a congelar la imagen. Había hecho un pedido urgente de película de 35 milímetros a Miami para un comercial de los cigarrillos Belmont y me anunciaban que llegaba en el avión de American del día siguiente. Y ahora que regresaba de responder la llamada y traía otra lata de cerveza en la mano, oí a Guadalupe que me preguntaba si todo aquello no me parecía divertido. Reflexioné antes de sentarme en el sofá. Estaba lejos de sentirme perturbado como antes, tras la primera impresión, le dije. Pero algo no dejaba de intrigarme. ¿Qué conversaban mis padres con sus parejas, con aquellas voces que en la película quedaban sólo en movimientos de labios?

Los extras no son parte del guión. Acomodados en las mesas o bailando en la pista, tienen libertad de conversar en voz baja, o fingir que conversan, lejos del alcance del micrófono que se mueve en el asta sobre la cabeza de los protagonistas. Pero aunque sus voces nunca se escuchen, el director les recuerda, antes de comenzar la toma, que deben comportarse con naturalidad, como gente que se está divirtiendo en un cabaret, y no pueden permanecer mudos. Van vestidos de forma mundana, aunque después deben entregar en la guardarropía los trajes; mi madre, al salir de Churubusco, debió verse extraña en la calle, bajo el contraste de sus ropas modestas de malos tiempos de exiliados y aquel peinado de bucles que le habrían hecho en la peluquería de los estudios, todavía maquillada.

Precisamente por eso, porque no son gente mundana, que jamás entraría por sus propios pasos a un cabaret de lujo en la vida real, es que el director les advierte tanto sobre la manera de comportarse. Hagan como si la vida les sonríe, les diría Tito Gout con el embudo de lata en la boca. Tienen harta lana que gastar, se la robaron, se la ganaron en puras movidas chuecas, se sacaron la lotería, muchos de ustedes andan aquí a escondidas de sus esposas, matrimonios como quien dice decentes, no se asoman a estos cabarets. Así que olvídense de sus problemas, que yo sé que los tienen, si no, no hubieran venido detrás de esta chamba mugre; pero las caras compungidas y los lagrimones déjenselos a mis estrellas. Ustedes, a hacer como que se divierten. Y el que no sepa bailar, fuera de aquí.

Y ahora recordaba mejor a mi padre a la hora de la tertulia en la acera, en el calor que aún quedaba en el atardecer como el rescoldo de un horno que se apaga, contando cómo fueron a dar de extras de cine. La condición de asilados políticos era insuficiente para que pudieran seguir trabajando, y sus superiores les exigían el carnet de inmigrantes, que nunca lograron. En la Secretaría de Gobernación, en Bucareli, les cerraban la ventanilla en las narices al dar la hora de la comida, los últimos en la cola, a pesar de que llegaban de madrugada a formarse; y entonces, como ya les habían advertido, por muy buena voluntad que les tuvieran, los borraron de la planilla.

Para actuar de extra no exigían permiso de residencia. Pagaban a la salida cada día, a nombre cantado, y había que presentarse todas las mañanas al estudio a esperar llamada, un viaje largo desde General Zuazua donde vivían, cerca del bosque de Chapultepec, hasta Río Churubusco. Bastaba conocer a alguien en el sindicato para colarse, y aceptar sin malas caras la merma en el pago que representaba la mordida. Había quienes atravesaban abrazados una calle nocturna para perderse en la oscuridad bajo tarifa de cuarenta pesos por cabeza; pareja que huía de la lluvia bajo los relámpagos, también cuarenta pesos cada uno; organillero ciego veinte; vendedor ambulante en overoles arrastrando un carretón de frutas, los mismos veinte pesos. Tropa de a pie en la revolución, soldados federales, campesino con el arado, mujer con tinaja a la cabeza, diez pesos. Parroquianos en trifulca a silletazos en una cantina, quince pesos. Los de la concurrencia a un cabaret, cincuenta pesos, porque era requisito saber bailar.

Mi padre había hablado de más de una película en que les tocó actuar durante esa temporada de estrecheces; pero Perdón y olvido debió ser la última, porque según la ficha técnica que aparece en el libro Historia documental del cine mexicano (volumen 5) de Emilio García Riera, terminó de filmarse en agosto de 1950, el mismo año de su regreso a Nicaragua.

Siguió adelante la película y hubo ahora una prolongada percusión de timbales en anuncio de la danza Babalú. Los focos alumbraron a Rosa Carmina vestida en vuelos de rumbera, un pañuelo con nudo frontal atado a la cabeza, de hinojos al centro del escenario con escenografía de selva virgen, y atrás, agazapada en la oscuridad, una comparsa de bailarines pintarrajeados de negro que, al erguirse ella alzando los brazos, entraron en tropel. Mientras tanto, yo esperaba a que la cámara volviera a hacer un panel sobre los mezanines; pero habían sido puestos en penumbra mientras el número proseguía, y en los breves cortes intercalados apenas brillaba en alguna mesa el destello de un cigarrillo. Los focos continuaban derramándose sobre Rosa Carmina, y ahora realzaba en primer plano un ídolo africano que la comparsa de bailarines conducía en andas hasta depositarlo a los pies de la rumbera, entre el humo de los pebeteros.

La siguiente escena fue otra vez un baile de parejas en la pista. La orquesta de Chucho Zarzosa empezó a tocar un bolero y los bailarines bajaron por las escaleras de los mezanines, mi madre en primer plano con el morocho que la traía del brazo, y atrás mi padre, con la rubia. Y todo el tiempo que la cámara enfocó a Antonio Badú y Meche Barba mientras bailaban, y oíamos su diálogo, mi padre quedó detrás de ellos por un momento, abrazado a la rubia, un tanto desenfocado. Mi madre y el morocho sólo aparecieron una vez en cámara durante la secuencia del baile, muy lejanos, entre todas las cabezas; y a la hora de volver a las mesas, la vi sentarse a la suya. Retrocedí la cinta dos veces en esa parte, intrigado. El morocho ya no estaba.

No era usual. No había situaciones sorpresivas entre los extras. Se sentaban en parejas, bailaban en parejas. Seguramente porque Tito Gout (o quien diera las órdenes en su nombre) sabía casados a mis padres, no los dejaba juntos para que no parecieran un matrimonio bien avenido. Pero un extra jamás abandonaba a su pareja por otra ni desaparecía de la escena. Aunque ningún espectador llegara a notarlo, el esquema no admitía anomalías, y en el guión no podían darse situaciones no previstas, capaces de crear confusiones.

Se lo comenté a Guadalupe, y se rio.

–Habrá ido al baño el morocho –dijo–; se habrá enfermado del estómago y nadie se percató de su ausencia, ni en el plató ni a la hora de hacer el corte final en la moviola.

Ya no ocurrió nada que me interesara. Pasada la escena del cabaret, mis padres no volvieron más a la pantalla. Y cuando acabó la película, me quedé fumando frente al televisor, en silencio.

–Si te buscas a un traductor de sordomudos puedes averiguar lo que se estaban diciendo –me dijo Guadalupe, mientras se llevaba las latas vacías.

–¿Lo que estaban diciendo quiénes? –le dije.

–Pues tus papacitos –me dijo, vino a sentarse en el brazo del sofá y luego se dejó resbalar sobre mí, abrazándome por el cuello–. La curiosidad no es ningún pecado.

Yo no le respondí.

–De verdad –me dijo–; uno de esos que salen a veces en un ovalito en los programas de televisión, haciendo señas con los dedos. Alguien que entrene niños sordomudos para leer los labios.

–No valdrá la pena, se estarían diciendo cualquier cosa –le dije yo, sin convicción ninguna.

–Tenemos que saber por qué se fue el morocho –me dijo, otra vez riéndose, y según su costumbre me jaló por los cachetes antes de besarme, como si yo fuera un niño que necesita mimos antes de irse a la cama.

Yo había hecho un documental para Los Pipitos, una asociación de padres de niños discapacitados fundada en los años de la revolución, y conocía bien a la gente allí. A la mañana siguiente, sin decirle nada a Guadalupe, metí el casete en la guantera del Lada rojo, herencia de mis años en la revolución, y fingiéndome a mí mismo que me había desviado de mi camino por distraído, fui a dar a las oficinas de la asociación en el barrio Bolonia.

Desde que traspuse la puerta me sentí pendejo, sin saber cómo iba a explicar aquel capricho tan ocioso a gente que ocupaba el día en asuntos urgentes y concretos. Pero ya no había tiempo de devolverse; podía plantearlo como algo profesional, relacionado con mi oficio de cineasta. Por una excelente casualidad, el director ejecutivo terminaba de sacar unas fotocopias en la máquina que está en el pasillo, y al verme me invitó a pasar a su oficina.

Hablamos primero de mi documental. Me contó que lo estaban traduciendo al inglés, con financiamiento canadiense, y comentó lo bueno que sería filmar otro, no propiamente sobre la institución sino sobre los niños discapacitados en sus hogares, su vida en familia con sus padres, con sus hermanos; y así caímos en el tema de los sordomudos.

No se extrañó de mi solicitud, y ni siquiera alcancé a explicársela por completo. Su único hijo de siete años era sordomudo, y su esposa, psicóloga de profesión, se había especializado en el lenguaje por señales, para ayudarlo. Me invitó a cenar con ellos esa noche en su casa, advirtiéndome cordialmente que me debía esa cena por mi documental; veríamos la película y su esposa podría intentar traducirme esas escenas de sordomudos que me interesaban. Lo interrumpí para explicarle que no, no eran escenas de sordomudos, pero él no quiso seguir oyendo, nos veríamos en la noche en su casa, a las ocho. Y que no olvidara llevar a mi esposa.
Mi compañera, debería haberlo corregido, como se estilaba decir en tiempos de la revolución: fiel a esa herencia olvidada, Guadalupe nunca se siente bien bajo el apelativo de esposa, porque es, insiste, como si se viera con los grilletes puestos en pies y manos.

–¿Cómo te fue? ¿Van a ayudarte? –me preguntó desde su cubículo al verme entrar en la oficina. Ella es la gerente general, la telefonista, la cobradora y la editora en nuestra empresa de filmaciones; en estos tiempos de globalización, todavía pescamos algunos spots publicitarios de cigarrillos y cerveza, aunque cada vez más los traen ya enlatados.

No tenía caso seguirle ocultando nada, y además estaba invitada a la cena.

–Ahora sí sonamos –me dijo con sonrisa maliciosa–. Imagínate esa sesión, tener que explicarles que se trata de tus padres, y que andas averiguando qué es lo que se decían con la rubia y el morocho. Van a pensar que no quieres dejar a tus pobres papacitos descansar en paz.

Le devolví una sonrisa tardía que no me duró mucho. Aunque no lo decía en serio, tenía razón. Al querer descubrir lo que estaban diciendo mis padres en el decorado silencioso de una vieja película, y mala por añadidura, que sólo a fanáticos cinéfilos de medianoche podía interesar, yo estaba inquietándolos en sus tumbas, removiendo sus huesos de alguna manera, perturbando su sueño. Y sus secretos.

Por el momento había decidido no enterar a nuestros anfitriones que se trataba de mis padres. Y esa noche volví a poner el casete en la guantera del Lada y nos fuimos a la cena, que discurrió de manera agradable, lejos de la perspectiva que Guadalupe se había imaginado, como una plática aburrida sobre métodos de enseñanza especial. Era una pareja muy joven y el infortunio de tener un niño discapacitado lo llevaban con decoro, buscando comportarse con una naturalidad valiente, sin dramatismos.

Al comienzo de la cena, el niño vino a darnos las buenas noches, metido en una pijama de una sola pieza con el perro Pluto en la pechera, en las orejas los aparatos de sordera color carne, demasiado grandes e inútiles, por lo que yo podía entender, porque se trataba de un caso sin remedio. La madre le habló y él permaneció con la vista fija en el movimiento de sus labios; y lo que él tenía que responderle se lo dijo por señas, unas señas rápidas, eficaces, fruto de un buen entrenamiento. La madre le explicó quiénes éramos, yo había hecho la película Camino a la esperanza sobre Los Pipitos, y el niño le respondió, según ella nos tradujo, que la había visto, todos sus compañeritos la habían visto también. Me sonrió de soslayo y se fue.

Pasamos a la salita del lado que hacía de oficina, donde el televisor, que habían traído seguramente del dormitorio junto con la casetera, estaba colocado sobre un escritorio metálico, empujado contra el librero para dejar espacio a las mecedoras abuelita, arrastradas desde el corredor. Les advertí que no teníamos por qué llegar hasta el final de la película, bastaba con las escenas de cabaret, que eran las que a mí me interesaban; pero él dijo que a lo mejor le gustaba, no acostumbraba a ver mucho cine mexicano. Sus preferidas, agregó, eran las de Indiana Jones; y entonces estuve seguro de que se iba a aburrir.

Ella vino con una libreta de resorte y un lapicero que se colocó en el regazo, y con las rodillas muy juntas esperó a que el marido pusiera el casete, que primero hubo que rebobinar. Los trazos de prueba, que de manera distraída hacía en la libreta, eran de taquigrafía.

Entonces empezó a correr la película, unos arañazos primero sobre el fondo negro y después un estallido dramático de música sinfónica, mientras pasaban en cilindro los títulos dibujados con letra caligráfica.

A medida que se aproximaban las escenas del cabaret, más que ver la película yo vigilaba a la pareja, pero la vigilaba sobre todo a ella. De ella dependía que aquella sesión extraña para todos tuviera algún sentido para mí, aunque ella no llegara a saberlo nunca; si no averiguaba nada que justificara mi curiosidad, me iba a sentir ridículo. Ya me estaba poniendo colérico de sólo sospechar mi bochorno.

Él, librado de la cortesía en la penumbra, comenzó por limpiar los anteojos y se distrajo rápido; ella, siempre las rodillas muy juntas, esperaba con atención profesional, tras haberle pedido al marido que me entregara a mí el comando.

El cabaret apareció visto desde fuera y su imagen sórdida no correspondía en nada a la de adentro. Vendedores de lotería, un puesto de tortas, una pareja de policías; llegaba un Buick, se bajaba Antonio Badú, esperaba fumando en la puerta hasta que por la acera húmeda de lluvia se acercaba caminando Meche Barba envuelta en un abrigo de pieles y muy cargada de joyas; la tomaba del brazo y, sin decirse nada, entraban. Ella era la esposa infiel, casada con un millonario de viaje por los Estados Unidos, y él, su amante, un gánster que la chantajeaba.

Con el dedo sobre el botón de pausa yo aguardaba el momento inminente en que la cámara se abriría sobre la concurrencia del cabaret, después de que los protagonistas principales se sentaran a su mesa al lado de la baranda del mezanine. Mi anfitrión, tras recostar la cabeza contra el respaldo de la mecedora, una mano en el entrecejo, dejaba colgar la otra en que tenía los anteojos; por el contrario, ella se había adelantado en la mecedora, manteniendo los balancines en el aire, atenta igual que yo. Igual que Guadalupe.

–¡Allí! –se oyó decir a Guadalupe, en un tono exagerado que no dejó de molestarme.

Pulsé el botón, y la imagen de mi padre quedó congelada en el momento en que aplastaba la colilla en el cenicero sin dejar de mirar a la rubia. Puse de nuevo la cinta en movimiento. Ya estaba mi padre diciéndole algo a la rubia, y algo le contestaba ya la rubia. Volví a congelar el cuadro. Como ocurre siempre cuando uno ve muchas veces una misma imagen, iba descubriendo más detalles, gestos más nítidos. El cenicero tenía el emblema de Cinzano. La boca de mi padre se apretaba en una mueca triste, y no se necesitaba mucha imaginación para comprobar que estaba a punto de llorar. La rubia lánguida lucía un collar de perlas falsas de tres vueltas. Y era obvio que estaba escuchando una confesión, extrañada y a la vez compadecida de lo que oía. Quería consolarlo, pero su papel de extra no se lo permitía.

Con un gesto del lápiz ella me pidió que volviera la película al mismo punto. Mi padre aplastaba el cigarrillo, hablaba, la rubia le respondía, y ella volvía a anotar en su libreta, a grandes trazos, sin dejar de mirar a la pantalla. Entonces sentí de pronto que empezaba a desgarrarse una intimidad molesta, que yo no quería ver expuesta ni aún frente a Guadalupe; pero, a pesar de mi disgusto, la sentía penetrar junto conmigo, llena de avidez, en el trasfondo de aquella superficie borrosa que se movía como un telón viejo.

Congelé la imagen y puse los ojos en la libreta. Pero al descubrir mi mirada, ella me dijo que mejor le gustaría presentar todos los resultados hasta el final.

–Puede ser que en los diálogos siguientes encuentre claves que me ayuden a aclarar lo que ya hallé en éste –se justificó, con timidez.

–Es lo mejor –me susurró al oído Guadalupe, que se había puesto de rodillas junto a mí, y en aquel susurro, en el que había miedo a lo inevitable o ganas de darme consuelo, otra vez sentí que estaba ya de este lado, del lado que yo no quería.

–Sí, es mejor –repetí yo mecánicamente en voz alta. El anfitrión se despertó, lleno de susto por su propio ronquido, y me sonrió, azorado.

Seguimos adelante. Ahora el morocho se inclinaba para darle fuego a mi madre. Su encendedor era grande y pesado, de tapadera, y la llama se elevaba perpendicular hasta quemar el borde del cigarrillo, e iluminaba el rostro consternado de mi madre. Reconocí el lunar junto a su boca, que ella solía destacar con un toque del lápiz de cejas. En el rostro del morocho, en cambio, lo que adiviné fue cobardía. La mano que sostenía el encendedor le temblaba y sus ojos, un tanto saltones, ayudaban a realzar su cara de susto, y sobre todo porque los focos caían sobre él a contraluz.

Me fijé en los labios del morocho todas las veces que hicimos retroceder la cinta. No dijo nada. Sólo mi madre habló, una vez que tuvo el cigarrillo encendido, sosteniéndolo con garbo entre los dedos antes de darle una profunda chupada y sacar el humo por las narices. Era algo que debió haber dicho en voz muy baja; nadie que viera esa película entonces, ni tantos años después, podría oírla hablar; pero en el set sí, los vecinos de mesa para empezar.
Ella, sentada a mi lado, sí estaba oyéndola mientras apuntaba en su libreta. Durante la cena me había explicado que para leer las palabras en los labios no importan los gritos o los susurros, tan sólo basta el movimiento.

Las dos escenas del baile en la pista las vimos muchas veces, hacia delante y hacia atrás. Al empezar la última, mi madre bajaba del mezanine del brazo de su pareja y quedaban por un instante en primer plano frente a la cámara fija. Yo congelé por mi cuenta el cuadro, que la noche anterior me había pasado inadvertido, y pude examinar de cuerpo entero al morocho. Todo me repugnaba en él, la corbata de floripones, el largo saco casi hasta las rodillas, los pantalones flojos como enaguas. Y sobre todo, su aire a cobardía.

Pulsé el botón y los dejé bajar para que fueran a perderse entre las parejas. Pasaba bailando mi padre con la rubia, fuera de foco. Las parejas abandonaban la pista. De vuelta en las mesas, mi madre se sentaba a la suya y el morocho ya no estaba.

Todavía pidió ella ver corrida toda la parte del cabaret una última vez, como si quisiera hacerse una idea de conjunto más precisa, y su trabajo tuviera que ver no sólo con las bocas mudas moviéndose, sino también con el escenario que yo creía haberme aprendido ahora de memoria, el estrado de la orquesta con sus colgaduras drapeadas, la pista de baile de ladrillos de vidrio iluminada desde abajo, las barandas de los mezanines artesonadas en crucetas, las mesas con sus lamparitas de sombra que una película en colores mostraría seguramente rosadas, las falsas columnas dóricas adosadas a las paredes.

Agotada la secuencia del cabaret, la película avanzó todavía un trecho, y cuando comenté que habíamos visto lo suficiente, ella se levantó a apagar el televisor, sin darme tiempo de hacerlo yo mismo con el comando.

De vuelta en la mecedora suspiró, cansada, y me sonrió, como si se excusara de su fatiga. El marido se había levantado ya hacía rato al baño, tardaba en volver, y Guadalupe me miró con cara de sospecha juguetona, a lo mejor se había acostado. El niño lloró de pronto, como asustado en sueños, con un llanto gutural, amordazado. Ella se puso de pie, el oído atento, dispuesta a ir a socorrerlo, pero el niño se calló y el silencio que siguió sólo fue roto por el tanque del inodoro que se descargaba.

Iba a ser medianoche. La operación tardaba más de lo que yo había calculado. Guadalupe, de pie detrás del espaldar de la mecedora, puso sus manos en mis hombros y presionó, dándome masajes cariñosos.

Ella entonces, de nuevo en su sitio, pasó rápidamente las páginas llenas de signos de taquigrafía, subrayó algunas líneas, con aire distraído, y me miró, otra vez sonriente, mientras golpeaba la libreta con el lápiz; y entendí lo que quería decirme con esa sonrisa, que ahora era despreocupada, y que yo le devolví, intentando ponerme de acuerdo con ella: cualquier cosa que hubiera ocurrido entre aquellos viejos fantasmas de la película copiada de los reels originales en una cinta máster de video y vuelta a copiar no nos concernía; ni a ella que tenía a un hijo sordomudo, ni a mí que tenía una filmación del spot de los cigarrillos Belmont al día siguiente a las ocho en la playa de Montelimar.

–¿Entonces? –la urgió Guadalupe detrás de mí, con muy poca cortesía.

–Lo que yo he sacado en claro... –empezó ella.

–El hombre del traje traslapado le ha dicho en la mesa a la rubia: “Mi esposa me engaña”. Y la rubia le ha contestado: “No puede ser” –dije yo, interrumpiéndola.

Las manos de Guadalupe se quedaron quietas sobre mis hombros.

–Más o menos –dijo ella, un tanto frustrada, y leyó sus signos en la libreta–: el hombre del sombrero ha dicho: “Marina me engaña”. Y la rubia ha dicho: “No creas”.

Marina, mi madre. Las uñas de Guadalupe se clavaron en mi piel. Ella volvió a su libreta.

Cerré los ojos y tampoco ahora le di tiempo.

–La rubia dijo: “¿Qué piensas hacer?”. Y el hombre del traje traslapado respondió: “Voy a matarlo” –dije, como si hablara en el sopor del sueño.

–“¿Qué vas hacer, Ernesto?”, ha dicho la rubia. Y él ha respondido: “Voy a matarlo, ando armado” –me corrigió ella, con desánimo.

Ernesto, mi padre. Ella dio vuelta a la página.

–La mujer de los bucles, la que fuma, le dice al moreno de pelo rizado...– dijo ella.

–La mujer de los bucles, la que fuma, es Marina– dije yo.

Ella me miró sin comprender.

–Le dice: “Voy a tener un hijo”, dije yo.

–“Estoy embarazada” –leyó ella.

Yo pensé entonces. ¿Qué pensé? El morocho se había ido, mi madre sola en la mesa, reteniendo las lágrimas a las que no tenía derecho como extra. Y mi padre incapaz de matar a nadie. Era una mentira que anduviera armado, nunca aprendió a disparar una pistola; si lo exiliaron fue por escribir en el periódico que Somoza era peor que Dillinger.

Entonces regresó el anfitrión. La casetera se había trabado y no me devolvía la película; él dijo que iría por un destornillador y yo le dije que no, no valía la pena, mañana, ya se había hecho muy tarde. Sólo pedí permiso de pasar al baño, y ella corrió delante de mí a asegurarse que la toalla estuviera limpia. El baño comunicaba con el cuarto del niño, y por la puerta entreabierta lo divisé dormido.

Eran pasadas las doce cuando salimos a la vereda. Sentí los dedos de la mano de Guadalupe que buscaban entrelazarse a los míos, y yo seguía resistiéndome a su intimidad, vaya Dios a saber por qué. El pequeño Lada rojo parecía distante, como si nunca fuéramos a alcanzarlo caminando.

¿Llovía desde hacía horas y era acaso ya noche cuando entraron por el portón de la casa de vecindad de General Zuazua, empapados los dos y sin haberse dicho una sola palabra desde que salieron de Churubusco, cambiando de trole en silencio en las paradas, y sacó mi padre del bolsillo el llavero de cadena, torpe como nunca para encontrar la cerradura bajo la luz mortecina de la lámpara del corredor, un globo esmerilado sucio de cagarrutas, demasiado lejano, y apenas se vio dentro de la pieza no halló qué hacer, no quería voltearse porque sabía que ella permanecía aún en el umbral, sin querer entrar, y al fin, como quien en un arresto de suprema valentía se asoma a un abismo, le dio la cara, y vio su quijada temblar por el llanto que pugnaba por salir, el lunar de la barbilla deslavado por la lluvia, y antes de lanzarse al abismo cerró los ojos, y fue que se arrodilló y la abrazó por las piernas mientras ella lloraba ya entre sollozos convulsivos, iba a gritar seguramente, un alarido, y él entonces se incorporó, y le cubrió con la mano la boca mojada de lluvia y de lágrimas, la sosegó, y sin hallar otra cosa más que hacer le alisó el cablleo, y sintió en la mano la laca de su peinado de extra de cabaret ya deshecho?

La escena de perdón y olvido entre mis padres sólo yo podía imaginarla. Y sólo yo podía imaginarme en la barriga de mi madre en el largo viaje por tren en el vagón de tercera hasta Tapachula, y de allí en buses, una noche en una pensión en Quezaltenango, otra en Santa Ana, la última en Choluteca, para venir a nacer en el Hospital General de Managua, porque hubo necesidad de un fórceps. E imaginar a mi padre, tras el perdón y el olvido, proclamando en las casas del vecindario que me pondría su mismo nombre, Ernesto. Y el morocho aquel tan infame, ¿cómo se llamaría?

–Todo como en tus películas mexicanas –le dije a Guadalupe, cuando encendí al fin la ignición.

Ella sólo puso su mano en mi rodilla.
Managua, enero-junio-diciembre de 1999.
(De Catalina y Catalina, 2001)

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