28 de julio de 2014

Ilili, ilili

Por Martha Cecilia Ruíz

A Isolda Rodríguez

Lo más fácil fue culparme. ¡Eso pasa por tener a una mujer como wihta, como juez! El consejo de ancianos lo había advertido y pedía mi cabeza. No pasó a más. Horas más tarde, las noticias de Puerto indicaban que éramos de los dichosos, sin casa, sin comida, sin iglesia, pero todos con vida.

Hoy los líderes lo aclararon todo. No es mi culpa. No es por mí, sino por aquellas que con su sangre ahuyentaron a las tortugas.

¡Ilili, ilili! gritan en los cayos. Los tiburones las prefieren con la regla.

(*ilili: tiburón en lengua miskita)

En la tarde


Nadie pensó que moriría tan pronto, después de todo era el único sobreviviente. Cuando lo encontramos en la copa de un chilamate, de su pueblo sólo quedaban toneladas de lodo y el tufo a muerto.

Nunca, ni una sola vez contó sobre los rugidos del cerro o la angustia de su gente muerta bajo el aluvión.

Quizá la tragedia y la falta de familia lo hicieron un hombre precavido.

A la primera señal de lluvia dejaba el arado y buscaba refugio.

La señora señaló la banca lucia, brillante, llena de olores a tortilla y a sol. Se sentó entre dos hombres serios como muertos. Él sereno, como siempre con el perro entre las piernas. Nadie habló, sólo un rayo certero que al fin se lo llevaba.

Reclamó la lluvia lo que era suyo.

Liwa Mairen Tara

Por Martha Cecilia Ruíz

Cuando su padre le dijo que había arreglado una boda para ella, guardó silencio y recordó la historia de su nacimiento.  Durante el parto,su madre miraba la hermosa colina cubierta por un pasto verde, pequeño y uniforme,que ante la lluvia mostraba más gracia que cualquier flor y más resistencia que todos los árboles en la rivera del Wangki.

Después de abrazar y besar a la tierna,la joven madre recitó uno a uno todos los tonos de verde y que conoce el pueblo miskito, cantó todos los nombres que toma el viento sobre la tierra y sobre el agua. Recitó las palabras olvidadas para describir bosque y lluvia. Cerró los ojos y nunca más despertó.

La madre de su madre, la crió y la amamantó como al resto. Nunca faltó leche en aquellos pechos que alimentaron durante más de veinte cosechas una criatura tras otra,  para crecer, soñar y morir junto al río.

Según la costumbre, Tara estaba lista para casarse, sabía preparar wabul, encender el fuego,  atrapar y cocinar toda clase de animales, curar heridas, hacer trajes de tuno y decorarlos con colores prestados a raíces, flores y hojas de todo tipo. Además todos la conocían por la fuerza de sus pulmones tanto para cantar y nadar.

No quería casarse, temía morir como su madre, soñando ser libre, a menudo se sentía culpable y sola. Pero en el agua era libre ¿volvía acaso al vientre de su madre?

“¿Dónde estás mi madre?”, gritó a un manatí,  que tranquilo y todavía con alimento en la boca, le respondió: “no lo sé”.

No hubo sorpresa, simplemente una conversación franca sobre su deseo de alejarse de su pueblo y decidir por ella misma. El manatí contó su historia y cómo había dejado a su gente para convertirse en un ser marino.

La criatura inmensamente gorda y sensible le confió el secreto, al tiempo de advertirle que eran necesarios tres días con sus noches para la transformación. -“Imposible”, dijo Tara, “mañana me casan, tiene que ser hoy”.

Entre los dos buscaron en el agua y en la tierra todos los ingredientes. Al atardecer Tara miró la colina, las casas dispuestas en círculo alrededor de la misma, trató de guardarlo todo en su corazón. Pronto sería un manatí,  vio sus piernas, sus brazos y por un momento dudó. Pero recordó la sensación bajo el agua, el reposo al flotar viendo al sol.

Bebió de un sorbo la pócima. La transformación empezó por los pies, lenta y dolorosamente, debía hacerlo en un sitio seco y tranquilo, cualquier alteración podría significar la muerte.

Al amanecer, ya la mitad de su cuerpo  se había convertido. Cuando oyó la voz de su padre y otros hombres que la buscaban, casi inconsciente se tiró al agua, fue ahí cuando supo que seguía teniendo brazos, también pechos y que su cabello todavía era largo.

Rumbo a mar abierto, olvidó el dolor y empezó a cantar en la lengua de los manatíes.

Los hombres solo vieron la cabeza de mujer y la enorme cola de pescado.

-¡Liwa mairin!, gritaban, ¡liwa mairin se llevó a Tara!

El biombo

Llegamos apenas un día después de la destrucción de Managua. No teníamos otro sitio a donde ir, más que a esa caseta del plantel de carreteras donde estaban mi tía y su marido. Él era el capataz y ella vendía comida a los trabajadores de la obra.

El sábado a media noche, el hombre llegó borracho. Gritó, golpeó a mi tía y rompió el biombo de mi abuela. La mampara de periódicos viejos era todo lo que recuperamos de la casa terremoteada. Mi abuela guardó silencio. Apagó el candil y regresó a la tijera conmigo. A los pocos minutos, el hombre resoplaba y la casa se ahogaba en desagradables vapores.

Al amanecer los gritos del hombre me despertaron. Mi abuela a su lado, parecía un ídolo de piedra, pequeña y firme, con la pesada tranca con que aseguraban la puerta a su lado.

-Esa puntada se llama diente de perro, me dijo señalando una costura fuerte y seguida, que transformaba a la hamaca en un gusano de tela que se retorcía con el hombre en su interior.

En la mañana, mientras mi tía curaba las heridas a su marido, mi abuela cosía los restos de la hamaca al viejo marco de madera del biombo. Uno de los obreros llegó y sin vernos, se dirigió al hombre:

-Va quedando buena la mampara amigó, le dijo.

-Sí, respondió mi abuela. Cosí el bramante y le metí buen palo.

Esa noche, mi abuela y yo nos fuimos. Sin nada, salvo el biombo y toda la dignidad del mundo.

La maestra de circo

Por Martha Cecilia Ruíz

Vine al circo por una ordenanza de la Secretaría de Educación de México, para garantizar que todos los niños y las niñas de los espectáculos ambulantes ejercieran su derecho a la educación. Desde el comienzo todo me fascinó, especialmente los animales y los pectorales de uno de los trapecistas.

De día los trajes de las bailarinas pierden su glamour, una se da cuenta de la tristeza de los animales y del desvelo en el rostro de los niños que la noche anterior sonreían y se tomaban fotos con el público. El mal humor se apodera de los payasos. El calor bajo las carpas y en las casas rodantes es insoportable.

El trapecista seguía siendo fascinante. Lo seguía con la mirada todas las noches, sobre todo en las presentaciones especiales cuando hacía de mago y domador de fieras. Una noche nos hicimos amantes, no hubo palabras sólo magia y pasión. Todo iba bien hasta la mañana siguiente, cuando entré en mi jaula. Y desde entonces espero esas ocasiones especiales para -literalmente- hacer mi papel de fiera amaestrada.