Ana Ch. de Holmann
No
era bajo una carpa de colores primarios en todos los tonos azules, amarillos,
rojos, ni una carpa parchada y ya desteñida por el tiempo y por andar de pueblo
en pueblo. No, no era bajo esa carpa que se presentaba la función, era bajo el
verde y trenzado follaje del viejo chilamate de la esquina, con más de uno y
mil años de historia escrita con su sabia con la que escribía las bitácoras de
las fragatas y veleros bergantines y que aparecía en las Cartas Marítimas
señalando la entrada al Puerto a los primeros y más antiguos “ Lobos de mar”
que se atrevían a atravesar los océanos.
De
vez en cuando, el viento hacia danzar las hojas del árbol abriendo pequeñas
hendijas por donde se filtraba el eco de las olas del mar, la luz del sol en
las mañanas y al atardecer los rojos del ocaso, dibujando el escenario de
colores y llenándolo con la armonía del ritmo de las olas.
Los
payasos eran tres: el mayor, el del dinero, el que cobraba los “riales” y
disponía de ellos sin dar cuenta a ninguno de los otros; el de en medio, el de
la mirada verde de esperanza repartiendo inocencia, y el pelirrojo, el menor;
de nueve, diez y once años cumplidos. Cada uno de ellos tenía su “trabajo”:
malabaristas, trapecistas, domadores y magos. La función iba a comenzar. Los
payasos desfilaban con sus trajes más vistosos y sus caras pintadas con
achiote, talco y albayalde, recorriendo las calles vecinas, para llamar la
atención sonando unas latas vacías de Galletas Cristal, simulando tambores para
anunciar la función. Primero soltaban las palomas de Castilla como un saludo al
público, las cuales llevaban en unas bolsas hechas de sacos de bramante, las
que habían atrapado cuando éstas se entretenían comiendo el trigo que les
regaban frente a donde estaba el palomar en alto, para que los gatos no las
alcanzaran, la que estaba situada bajo la sombra del palo de soroncontil en
medio del patio de la casa de tambo de la bisabuela. Luego hacían desfilar a
los cuatro venados que caminaban en fila tras una mazorca de maíz y un manojo
de zacate fresco.
El
segundo número era emocionante; los payasos se subían al árbol de chilamate por
los grandes nudos del enorme tronco para alcanzar las ramas en las que se
mecían cambiando de rama en rama, soltando una de las manos para agarrar la
otra rama, lo que provocaba tremendos suspiros, gritos y hasta llanto de los
pequeños espectadores que casi se arrepentían en esos instantes de haber dado
el peso por ver la función.
Y,
al final... lo más espectacular, los globos de fuego. Para este número los
payasos se preparaban untándose en la cara las cremas Elizabeth Arden que
tomaban del tocador de su mamá. Para presentar este truco, guardaban los buches
de gasolina en la boca, los que hacían pasar soplando a través de sus labios
apretados, al mismo tiempo que prendían el fósforo, lo que causaba grandes
explosiones luminosas formando globos de intensos colores ardientes que
surcaban el espacio uniéndose con el rojo del ocaso, que dibuja el Astro Rey al
despedirse cada día.
El
payaso de enmedio, con su mirada verde de esperanza, dejó sus recuerdos en
aquellos nudos y aquel follaje de ese chilamate, donde encontró sus amores con
la canción a “Adela” que fue como un obsequio del porvenir en su canto de vida
y de amor.
El
payaso de enmedio ya presentó su número final en esta tierra. Ahora presenta la
función eterna bajo una carpa de estrellas, en medio de una luz luminosa, más
brillante y más ardiente que los globos de fuego, llenando con el amor, esa
gota de agua que faltaba para llenar el océano en su pequeñez ante la grandeza
de Dios.
Cuento dedicado al payaso de enmedio, mi querido sobrino
Federico Holmann H. en su encuentro con el Señor.
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