7 de mayo de 2010

Una cita: El paso de Vicente Vita

Adolfo Calero Orozco

Abril 20. Se acerca la hora crepuscular. En la sierra de Managua, los cafetos, los espadillos, la grama y el musgo sienten ya el alivio de la brisa, tras la jornada canicular del sol recio y ambiente inmovilizado. Despierta el bosque de la siesta tropical.

En nuestra montaña hay alegría de amanecer y regocijo de anochecer. La aurora y el crepúsculo son tan decidores la una como el otro, solo que las palabras irisadas de la primera tienen el tinte halagador de las promesas y el privilegio de los tonos vespertinos es un mensaje de sabiduría; las altas noches y las horas meridianas guardan también estrecha semejanza; el apaciguamiento de los ritmos monteros, la suavidad de los susurros de la arboleda y sensación de quietud que lo invade todo –silencios que imponen silencio.

Y en una modesta vivienda de las sierras, como un pájaro que sintiéndose herido valora al solitario refugio de su nido, está –recién llegado- un hombre que al escuchar las primeras pisadas de la muerte, voló igualmente a su refugio de soledad y silencio, como el caballero que elige un paraje discreto para la escena de una cita.

No se le ven en su semblante señales de prisa, impaciencia, desdén ni miedo. Sí, muestra la huella de un cansancio tan grande que ha llegado a inundarle hasta la luz de sus ojos que ahora parecen más serenos. Un cansancio que no perdona ni el gesto reposado de sus manos ni siquiera la curva de sus pálidos labios; que se escucha en el eco de su voz y que se adivina anidado tras la amplia frente. Fatiga de peregrino, fatiga que a lo largo de los caminos se cansó ella misma y se le subió al caminante sobre sus hombros y se los agobió. Si auscultáramos al hombre, oiríamos que le compás de sus palpitaciones también padece, como sus pies, de andar cansino.

Afuera, como si el campo hubiera despedido con un bostezo el sopor del mediodía, el regocijo del atardecer se ha vuelto canto en las ramas, vuelos bajo el diáfano azul. El salto de una ardilla sorprende a la paloma que parece huir de la fronda, pero solo traza en el espacio raya circular y vuelve a su misma rama. El curré bullicioso, son su pecho condecorado de amarillo –chichitote y azul- caimito pasa y al pasar parece que va en persecución de su mismo pico, y que ya lo alcanzó.

Adentro, el herido vuelve sus ojos hacia la puerta, aguza el oído en espera de una llamada.

Será una entrevista interesante.

Se trata de un sujeto filósofo y artista, dispuesto a exprimir hasta la última gota de novedad de esta su postrera emoción. Sabe de cierto que ella vendría y la espera sin prisa ni temor, pero no se puede librar de un vivo deseo por adentrarse todo lo más posible en el misterio de la ocasión: como es ella, cuál será su primer saludo, que deja el contacto de sus manos…

Mientras divaga, un miraje retrospectivo se presenta ante su espíritu. Es el mundo que se queda. ¿El mundo? Casi llega a sorprenderlo el mundo, como una parición que por primera vez se presentara. Pero sí, efectivamente es el mundo; hay, pues, un mundo: para dejarlo. Una rara sensación de desprendimiento es su reacción ante el miraje. Casi se le dificultó al herido discernir con claridad si aquel mundo que se presentaba era un recuerdo borroso de ignorada procedencia o la reproducción de una realidad familiar. Pero no. No eran vagas memorias. Era, positivamente, cosa concreta la que de él se estaba alejando a una velocidad vertiginosa. A medida que aquello se perdía sobre los carriles de una distancia infinita, no solamente se empequeñecía mas y mas, sino que también se reducía en su entendimiento la noción de lo que se alejaba… Era que todas las ligaduras se aflojaban hasta la desimportancia mas absoluta? Era ello obra de la vecindad cada vez más próxima de la Esperada? Que sería… Que sería…? En vez de respuesta alguna, se dio cuenta de que todo se oscurecía. El mundo, la presencia del mundo, el recuerdo del mundo, se tornaban por grados más y más abstractos. Todavía le asaltó como un amago de idea, la nebulosa duda de si la abstracción absoluta no sería Nada… Pero el esfuerzo de la especulación lo cansó más.

Una ráfaga golpeó las ventanas del reducido cuarto y el eco del golpe lo estremeció. Por los pies sintió que se le subía una oleada de miedo. La llama de un sirio parpadeó y al enderezarse otra vez, iluminó mejor la angustiosa fisonomía de un Crucificado; el herido puso vista sobre él, y sin que ello le pareciera extraordinario ni milagroso vio como el Cristo de la Cruz lo miraba y desprendía sus brazos del madero en un gesto acogedor de bienvenida. ¿Miedo? Tenía realmente miedo: El ánimo volvió a él convertido en una ligera sonrisa, y como si la sonrisa hubiera sido la señal convenida. Llamaron.

Pensó que ya era la muerte. Y se imaginó que se levantaba para franquearle el paso; y que a pesar de sus meditados proyectos para recibirla, al abrir apenas la puerta el cansancio se le convirtió al instante de un sueño tan invenciblemente dominador que no pudo más, ni supo más. Y cayó en brazos de Ella, dormido como para no despertarse otra vez.

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