Tania
María Almendárez
A
Gaby Cordero
Una
tarde Gabriela volvía de casa de su amiga Isabel donde había estado jugando por
largo rato. Llevaba su muñeca en brazos e iba a paso rápido pues empezaba a
oscurecer y en casa la esperaban su mamá, su abuela y su hermano para cenar.
Entre la maleza, a un lado del camino, Gabriela vio una luz brillante. Un poco
asustada se acercó.
Llena
de asombro descubrió a nada menos que la Luna en cuarto creciente tirada en el
suelo. Fascinada por su hallazgo, Gabriela la recogió, le sacudió el polvo y la
observó por unos minutos entre sus manos. Mientras tanto, trataba de imaginar
qué había pasado. ¿Acaso la Luna se había aburrido de vivir tan sola en el
cielo y se dejó caer? O tal vez alguien la había robado y luego la perdió en
aquel lugar. Todavía intrigada, pero muy contenta Gabriela puso la Luna en su
bolso, que luego escondió bajo su ropa.
Se
acercaba la navidad y en aquellos días empezaba a soplar un aire fresco por las
tardes. Gabriela abrazó fuertemente a su muñeca para que no sintiera frío.
Sonreía y pensaba: ¡Qué hermoso regalo de navidad he recibido! Al llegar a casa
y durante la cena, sintió muchas ganas de contar a su familia lo que había
pasado. Pero temerosa de recibir un regaño o de ser obligada a devolver la Luna
a la noche, prefirió guardar el secreto sólo para ella.
Así
pasaron varios días. El mundo entero se preguntaba dónde estaba la Luna. Las
personas de todas partes de la Tierra salían a observar el cielo noche tras
noche con muchos deseos de verla de nuevo. Aún aquellos a los que nunca les
había importado, estaban muy tristes y la echaban de menos. No podían
imaginarse una Noche Buena sin los delicados rayos de la Luna iluminando
nacimientos y pesebres.
¿Será
que la Luna está molesta con nosotros? –preguntaban todos. Mientras tanto, Gabriela
prefería quedarse en su cuarto. Abría la gaveta donde había ocultado la Luna
para ver como se iba poniendo llena y hermosa. La observaba detenidamente
hechizada por su luz y encanto. La acariciaba. ¡Qué linda es mi lunita! –decía–
y la volvía a acariciar.
Gabriela
se sentía contenta y orgullosa de su posesión maravillosa, pero también estaba
triste porque sabía que las demás personas extrañaban el brillo de la Luna en
el cielo y la buscaban desesperadamente, cada vez con menos esperanzas de
encontrarla. Y así fue como en la noche de vísperas de Navidad, Gabriela
envolvió cuidadosamente la Luna en su pañuelo bordado y salió de casa decidida
a devolverla a su lugar. Caminó por un rato hasta llegar a la cima de una
colina, subió a la rama más alta de un árbol,
tomó
la Luna con su mano derecha y extendiendo su
brazo hacia el cielo, la colocó en aquel espacio que las estrellas
siempre le han reservado en el firmamento.
La
Luna agradecida empezó a brillar más que nunca y todos salieron de sus casas a
contemplarla llenos de gozo hasta el amanecer. Esa noche se escribieron las más
bellas canciones y poemas en honor a la Luna. Desde entonces la Luna siempre
está en el cielo para todo aquel que quiera apreciarla. Y Gabriela sigue
guardando hasta ahora el secreto que sólo conocen ella y su amiga la Luna que
alumbra su almohada a través de la ventana.