29 de mayo de 2012

La piragua del cónsul


Alejandro Bravo
A Miguel Ángel Herrera

 Mariano Marín salió a pescar.  Empujó el bote en la caleta de San Diego después de haber cargado los casorios.  Navegó hacia las costas de Chontales. Buscaba un lugar donde colocar las redes, un punto donde los gaspares aprovechan la corriente para viajar desde las islas del Nancital hasta las calmuras del archipiélago de Solentiname.  Pensaba regresar temprano ese día, antes del almuerzo pues el viento estaba bueno.  Comería en su casa y arreglaría el chagüital luego.

Izó la vela y navegó lago adentro buscando el lugar apropiado.  Detrás suyo la mole del volcán Concepción empezaba a tomar por la distancia un tono azulado, distinto del verde-plomizo que pintaba visto desde el patio de su casa.  Ubicó el lugar calculando su distancia con la serranía chontaleña que tenía frente a sus ojos y el tamaño que presentaba el volcán a su espalda.  Bajó la vela y arrojó el ancla.  Colocó las redes nadando a ratos, a ratos maniobrando su bote con el canalete.

Cuando terminó el trabajo tomó un buen trago de agua  y se comió un plátano cocido con un pedazo de queso seco que la Patricia le alistó.  Se colocó un pañuelo rojo en la frente para que no lo molestara el resplandor y preparó el regreso.  Izó la vela, la orientó para aprovechar el viento en el viaje de regreso a la isla, y maniobró el timón para esquivar las olas que empezaban a encrespar un viento sureste.Qué raro este tiempo, pensó Mariano.  No son días en que sopla sureste.  Ya se me complicó el regreso tempranero.

De pronto, un golpe de viento rompió la vela.  Jodida mujer ésta.  Nunca pudo remendarme bien esta vela.  Ahora voy a tener que regresar a puro canalete.  Pensó también que maldita la hora en que se la trajo de Honduras.  La hubiera dejado en Olancho donde la conocí.  Lo único bueno que me ha dado es el chavalo.  El recuerdo del hijo le dulcificó ese carácter tan inflamable que había heredado de su familia. Pensó en la belleza de la sonrisa de su mujer cuando iluminaba su rostro, en su imaginación prodigiosa, en los cuadros coloridos que sin maestro alguno pintaba. Remó con fuerza a casa.

Un sábalo grande de unas ochenta libras de peso, empezó a saltar en las cercanías del bote.  La luz reflejada en las escamas del pez provocaba efectos tornasoles.  Todo el animal parecía de oro en el aire del mediodía ventoso. El pez saltó muy cerca del bote e hizo saltar el canalete de las manos de Mariano.  El hombre trató de alcanzarlo pero el trozo de madera se alejó con rapidez llevado por quien sabe qué desconocida corriente.

Marín izó la vela rota con la esperanza que otro bote o un barco de los que viajaban entre Granada y San Carlos viera en lo alto su problema y le auxiliara. Toda su vida había estado asociada con el agua.  La mayor parte de sus años alrededor del Gran lago de Nicaragua.  Unos cuantos en Granada, estudiando en su adolescencia en una escuelita de curas donde lo enviara su padre, para que aprendiera a “ser alguien” en la vida.  Su niñez y vida de trabajo en el paraíso que es la isla de Ometepe, en la finca familiar que lleva el nombre del santo patrono del pueblo de Altagracia.  Dos años los pasó en Honduras donde tuvo que refugiarse por las ideas políticas aprendidas con los jóvenes granadinos con los que pasaba las noches en juergas o largas conversiones. En Honduras vivió como leñador en las proximidades del pequeño lago de Yojoa.  Viajando a Olancho  comerciaba con granos básicos de cuando en cuando, y allí conoció a su mujer.

Hasta ahora el agua había sido benévola con él.  Le había prodigado alimento y diversión.  Llegó a sentirse un ser anfibio.  A pensar que lejos del agua podía morirse. Todas esas ideas cruzaron por la mente del pescador mientras la corriente arrastraba el bote con dirección sureste y la tarde avanzaba con lentitud. El viento cesó de soplar y el lago se volvió tranquilo, como un tazón de leche. Una bruma empezó a levantarse en los últimos minutos de la tarde.

El hombre ya se había resignado a pasar la noche en el lago.  Pensó arriar los trozos de vela para cobijarse con ellos cuando divisó entre la bruma una piragua que avanzaba impulsada por remeros con dirección a Granada. Se quitó de la frente el pañuelo y lo agitó, gritando con fuerza que le dieran auxilio.

            La piragua se dirigió hacia el lugar donde Mariano se encontraba y le tiraron un cabo.  Marín lo ató diestramente a la proa de su bote para que lo remolcaran, acercó su embarcación a la otra y la abordó.  Dio gracias al jefe de los remeros.  Este le contestó secamente que a quien correspondía agradecer era al señor cónsul. Mariano avanzó entre los hombres hacia el asiento con respaldo, como poltrona que ocupaban los viajeros.

Un hombre pálido con gafas redondas de montura de oro era el único pasajero de la piragua.  En la proa se estibaban, fuertemente amarrados unos baúles con sus pertenencias. Marín agradeció su salvamento al señor cónsul.  El hombre le respondió en un español cargado de acento nasal y pleno de erres arrastradas que era un deber prestar auxilio a quien lo necesitara en alta mar. El pescador recordó que uno de sus contertulios granadinos con pretensiones de poeta, le llamaba Mar Dulce al Gran Lago.

Preguntó al hombre pálido hacia dónde se dirigía. El cónsul hizo un ademán, indicándole que se sentara delante de sí. Dijo que su destino era Granada. Su nombre era Horatio Rose, cónsul de Francia en Nicaragua. Venía con instrucciones del Emperador Napoleón III a presentar cuanto antes sus cartas credenciales al ilustrado gobierno. El Emperador había sido visitado años atrás cundo fuera hecho prisionero político por un nicaragüense que, visionario, dijo al sobrino del gran Emperador Bonaparte, que su estrella iba a ascender y que su destino estaba no sólo en la restauración del imperio de Napoleónico, sino la construcción de un canal que, pasando por Nicaragua, uniera Atlántico y Pacífico.

El cónsul era nacido en Languedoc. Tenía antepasados con castillos y algún título de nobleza rural. Su abuelo había abrazado con fuerza la causa de la Revolución y padecido prisión con Donatien Alphonse, el Marqués de Sade. Su padre había pertenecido a los Inmortales que resguardaban a Napoleón el Grande en el fragor de las batallas y sobrevivió a la retirada de Moscú y al desastre de Waterloo. El cónsul era un liberal convencido. No aspiraba a título alguno, más que al de Doctor en Economía Política de L’ecole des Hautes  que había fundado Napoleón en Paris y desde cuyas cátedras, la mayoría de los socialistas utópicos habían profetizado una nueva sociedad.

Marín oyó de la boca del cónsul un discurso de modernización del estado, de grandes empréstitos franceses para desarrollar Nicaragua, de un canal por todos soñado, ferrocarriles surcando la nación.  De libertad, igualdad, fraternidad. Mariano se atrevió a preguntar por qué se transportaba en piragua y no usaba la comodidad y velocidad de los nuevos vapores que surcaban el lago.

El cónsul Rose encendió la palidez de sus mejillas cuando respondió que nadie se atrevió en San Carlos a transportarlo a Granada en Viernes Santo.  Sólo este grupo de marinos codiciosos que le estaban cobrando una fortuna.  El hombre había viajado de Le Havre a Filadelfia en barco.  Por tren se dirigió a New York donde tomó un vapor de la Transit Accesory Company.  Remontó el río San Juan hasta San Carlos donde hubo de viajar como hombre primitivo, gracias a la superstición de los nicaragüenses.

A librar a Nicaragua de esas dos plagas había venido.  De la penetración del capital anglosajón y de la superstición.   De paso, la presencia francesa espantaría de territorio nicaragüense las ambiciones británicas sobre su Costa Atlántica.  Por eso tenía prisa y se había embarcado en esta piragua.

La embarcación avanzaba a gran velocidad en el lago tranquilo.  A Mariano le extrañó que los marineros no buscaran abrigo en cualquier islote cercano a la costa chontaleña, preparan sus alimentos y comieran en común, como es su costumbre. Tampoco rezaron el Angelus.

El cónsul, trajeado con un levitón negro, pantalones y botas de montar hablaba de sus planes futuros.  De instalarse en Granada y comprar una hacienda de cacao en el volcán Mombacho.  Había leído mucho sobre Nicaragua.  Tan pronto se instalara, enviaría por su esposa Angelique y sus tres hijos.  Dijo a Marín que le corría prisa.  Tenía que ganarle la mano a los yanquis en la concesión para la construcción del canal.  El nombre de su amigo Fernando de Lesseps se haría grande con el canal por Nicaragua.  Le prometió a Marín que una vez que llegaran a Granada, pagaría a los marineros para que le dejaran en su isla de Ometepe.

Mariano divisó en la lejanía las luces del puerto de Granada.  Distinguió la intermitencia del faro del muelle.  Los silenciosos marinos remaban con fuerza y la piragua parecía volar sobre el lago en calma.

El capitán tocó la campana para avisar que la piragua avanzaba en la penumbra.  Se veían con nitidez las siluetas de las torres de las iglesias.  Marín recordó sus noches de tertulia con los jóvenes de la ciudad.  Pudo percibir el ajetreo en el muelle de los que se preparaban para el arribo de la embarcación.

De repente, todo desapareció de golpe y se encontró de nuevo en medio lago rodeado de la más completa oscuridad.  Ni el cónsul, ni los marineros le dirigieron palabra alguna.
Mariano no comprendía nada.  Aquello le parecía una pesadilla.  Empezó luego a hilvanar los hechos.  La aparición de la piragua que ya había cedido su lugar de primacía a los barcos de vapor.  La mención del cónsul francés que había salido en viernes santo del puerto de San Carlos, estando ahora cerca la navidad.  Se fijó en los marineros.  Su color parecía de cera.  La palidez misma del rostro del cónsul no era normal.  Los baúles tenían un tinte antiguo, intemporal.  El temor empezó a apoderarse de Marín.

La calma del lago desapareció.  El oleaje se volvió duro y continuo.  El capitán esquivaba sabiamente el choque frontal con las olas, cortándolas de costado.  Volvió a divisar luces de puerto.  Desechó sus temores.  Creyó que las emociones fuertes que había sufrido durante el día le jugaron una mala pasada.

El puerto que ahora aparecía ante sus ojos era el de La Virgen.  Vio con claridad del amanecer que un vapor de la Compañía del Tránsito estaba anclado junto al muelle.  De nuevo escuchó el tañido de las campanas y vio el ajetreo de los estibadores, la piragua realizó maniobras para atracar y de pronto, todo desapareció como por arte de magia y se encontró en pleno lago.
           
Mariano se desmayó de la impresión. Cuando recuperó el conocimiento, ya la tarde estaba cayendo y se encontraba frente a San Carlos. Percibió la esquina del puerto donde el lago se hacía río para ir a caer al Mar Caribe. De nuevo, vio repetir a la tripulación la maniobra de  nunca atracar, el toque de la campana, los marineros remando con lentitud bajo las órdenes del capitán, y el ajetreo de los estibadores en el muelle del puertecito.

Antes que todo volviera a desvanecerse Marín exclamó: ¡Cristo sálvame! Se vio de pronto en el lago.  El frío del agua le avivó los sentidos. Nadó hacia el puerto. Cuando llegó a tierra la gente se agolpó a su alrededor haciéndole un montón de preguntas.  El sólo atinaba a hablar del cónsul y de la piragua. Cuando las gentes se hubieron calmado contó su historia y vio que los presentes se persignaron con horror.

¡La piragua penadora! Musitó uno de los curiosos.

¿Qué es eso? Preguntó Marín y alguien narró atropelladamente la historia de un arrogante francés que zarpó un Viernes Santo de San Carlos hace muchos años, desafiando la maldición de un sacerdote anciano y nunca llegó a puerto.  Seguirá navegando hasta la consumación de los siglos, sentenció el narrador.

Marín se salió del grupo para buscar a un pariente suyo en San Carlos.  Un tal Bladimir Espinoza que era tenedor de libros de un comerciante de hule. Pensaba estarse un par de días en casa del primo, reponiéndose del susto para buscar luego el medio de viajar a Ometepe donde su esposa lo creería ya muerto.

Al preguntar por Espinoza le dijeron que ese señor hacía ya años había dejado San Carlos.  Marín alegaba que no hacía mucho que lo había visitado en Ometepe.  Creyó que la gente le mentía. Cuando pasó frente a una barbería, se contempló en un espejo y vio su pelo completamente blanco.  Se sacudió, creyendo que lo traía cubierto de polvo, pero la blancura no cedió. Se fijó en el calendario que colgaba de una pared de la barbería.  Marcaba el tiempo veinte años después del momento en que empujara su bote en la caleta de San Diego para ir a colocar sus redes.

28 de mayo de 2012

La fuerza de los esclavos


Alejandro Bravo.
(del libro Baile con el Diablo y otros cuentos)

La mujer revisó las vasijas de barro donde guardaba el maíz y los frijoles. Cuando mucho tenía solo para tres días. Unas cuantas monedas de cobre eran todo su capital. Su hombre había llegado descorazonado el fin de semana. No les habían pagado en la hacienda, el mandador les había dicho que en Granada había guerra y que el patrón no había podido mandar la plata de la planilla. Las cosas eran mucho más sencillas antes.

La mujer había fiado frijoles cocidos, queso y plátanos días atrás  en la pulpería del vecindario. Con la noticia que le diera el hombre no se animó a darle la cara a la pulpera para solicitar más crédito. Eso de deber era cosa nueva, como casi todo en su vida. Si fuera solo por ella aguantaría hambre, pero los hijos demandaban alimento y ella pensó que no los trajo al mundo a sufrir.

Salió al patio. Un gallo, tres gallinas y un chanchito eran toda su hacienda. Varias matas de plátano crecían promisorias, un limonero, un palito de mango dentro de algunos años sería sombra segura y fruto abundante. De las gallinas no podía deshacerse, representaban el huevo mañanero para sus dos hijos. Agarró al chanchito, dejó a sus hijos al cuidado de una vecina y se fue a buscarle venta.

De precios no sabía nada. La pulpera le dijo que podía pedir dos chelines por el animalito. Ella se lo hubiera comprado, se veía bonito, pero las ventas no habían estado buenas con la noticia esa de la guerra en Granada. Tal vez alguien en el mercado se animaba, bien criado ese chanchito podía llegar a ser un animalón al que  se le podían sacar dos latas de manteca.

La mujer se internó en el pueblo. Era la primera vez que paseaba su negritud en el centro de Nandaime. Había un mundo de diferencia entre las casa de adobe con techos de tejas y el rancho de cañas de techo pajizo donde ella vivía. Conforme se acercaba al centro  notaba que la actividad aumentaba. Pasaban a su lado carretas cargadas con panela, burros que llevaban pichingas con crema de las haciendas cercanas. La mujer llegó al centro del pueblo y la deslumbró el edificio fuerte y grande la de la iglesia, el cuadro perfecto de la plaza, las casonas con corredor afuera, que imitaban la plaza de Granada, según oyó decir alguna vez en la hacienda donde viviera antes.

En un costado de la plaza funcionaba el mercado. Tenderetes improvisados donde se vendía de todo para la vida del pueblo. No sabía cómo hacer para ofrecer su chanchito. Miraba las chalinas y telas que ofrecían las marchantes, las frutas de vivos colores, los manojos de cebollas, las chiltomas verdes y rojas que le dan vida al arroz en la cazuela, los sacos de frijoles y maíz, sartenes de hierro, cuchillos, platos de porcelana enlozada, cazuelas de barro. Se puso en cuclillas a la par de una mujer que vendía pipianes. La otra le dijo de mala manera “negra me vas a espantar la clientela, andáte con tu chancho para otra parte”. La plaza es pública le dijo ella, yo tengo tanto derecho a vender aquí  como vos. La otra se calló, le retorció los ojos y se puso a pregonar “pipianes, pipiancitos tiernos para guiso, para pescozones, para echarlos en sopa, me va a querer marchante”. Una mujer se detuvo, pero no para comprar pipianes sino para preguntarle a ella, morena, en cuanto das el chanchito?   Fíjese que por necesidad lo estoy vendiendo, lo criaba para matarlo en navidad, para mi familia, pero no me le pagaron al hombre esta semana en el valle Menier y tengo que venderlo para darle de comer a mis hijos, por ser Usted se lo doy en dos chelines.

La otra quedó viendo al chanchito, con la vista lo midió y lo pesó. Cuatro reales si querés le dijo. La vende-pipianes se metió en la conversación, agarralos negra no seas dunda, le dijo. La mujer pensó, debo quince centavos en la pulpería, me queda algo para comprarle de comer a mis hijos. Dele pues le dijo a la compradora y con dolor de su alma se deshizo del chanchito.

Compró cinco centavos de carne de cerdo para darle un festín a sus hijos. Preguntó a la vendedora si tenía piel de cerdo, pensó en chicharrones que tenía rato de no comer y la otra le dijo que eso no era comida para cristianos, que eso se lo tiraban a los perros. Si se lo compro en cuanto me lo vende, preguntó. Por un centavo te daría toda la piel de un cerdo. La negra le preguntó por la dirección de la casa a la chanchera y los días en que mataba y se regresó a su casa con el corazón contento y una idea que le alumbraba el futuro.

La mujer preparó el almuerzo y convidó a la Alejandra Cordero, la vecina que le había hecho el favor de cuidar a sus hijos mientras anduvo en el mercado vendiendo el chanchito. Mientras almorzaban le expuso su idea. La otra le dijo que la cosa no se veía mal, pero que tuviera mucho cuidado. No era común que los negros se aventuraran al centro de Nandaime y menos que se dedicaran a comerciar. Entonces para qué nos dieron la libertad, le replicó la mujer, quién quiere libertad con hambre, eso no es libertad, mejor nos hubieran dejado de esclavos en el valle Menier. Allí por lo menos trabajábamos y comíamos. Qué nos ha traído la mentada independencia, guerra tras guerra. Ahora dicen que hay guerra otra vez en Granada y todas las cosas van mal. La otra no le contradijo y cambió la plática diciéndole que la política era cosa de hombres, pero ella insistió. Somos libres dicen, pero estamos bajo el yugo del marido, si tenés la mala suerte que te toque un borracho o mujeriego lo tenés que aguantar, te dejan por otra con la charpa de hijos, no te dan para los frijoles y si te volvés a enamorar y te echás un querido todo el pueblo dice que sos puta.

La mujer se alistó bien temprano al siguiente día y tomó el camino para el valle Menier. Eran cuatro leguas de buen camino, sombreado y con enormes charcos que dejaban los aguaceros de los primeros días de noviembre. Los hijos se habían quedado al cuidado de la vecina, quien le obsequió un tamal pisque y un trozo de queso duro para que comiera algo. Recordó el viaje que hiciera desde la hacienda hasta las afueras de Nandaime, donde la municipalidad  les regaló los terrenos para que pararan sus ranchos. Un solar de treinta varas de frente por cincuenta de fondo a cada familia de esclavos libertos. Fue el segundo acto oficial en que le tocó participar y recordó cómo se llenó de orgullo cuando el Alcalde llamó a su hombre para que recibiera el título de propiedad y su negro la tomó de la mano y le dijo “vamos” y fueron juntos entre los aplausos de los demás y de los señorones que acompañaban al Alcalde y éste les estrechó la mano a ambos y les deseó una feliz y próspera vida en libertad.

Llegó a la hacienda como a las dos de la tarde. Había caminado unas seis horas. Estaba cansada y con hambre. Vio los edificios del trapiche, el galpón donde vivieron los esclavos, donde ella había nacido, se había criado, se había enamorado y habían nacido sus dos hijos. Se extrañaron de verla las mujeres que se habían quedado trabajando como cocineras de los mozos. Ideay niñá, en qué negocio turbio te andás que preguntás por el mandador y no por tu hombre, le dijeron en tono de sorna las otras. Pues ya ven, en este negocio en que me ando es el mandador el que me puede ayudar y no mi hombre. Le dieron de comer, le preguntaron por sus hijos, por el barrio nuevo de Nandaime donde se asentaban los esclavos libertos, que si sabía algo de la nueva guerra que asolaba Granada.

Cuando llegó el mandador se saludaron con afecto. El hombre la había visto nacer y crecer. Le pidió hablar en privado y le expuso su plan. Le pidió prestado por un par de meses un perol de hierro donde pudiera freir chicharrones. Con menos gente en la hacienda se cocinaba menos y el traste no era imprescindible. Cuando ya pudiera comprar el suyo propio lo devolvería, él la conocía bien y sabía que no era mañosa, además con su hombre trabajando allí, era garantía que devolvería el perol. El otro asintió, le dijo que hablara con Doña Pilar Ruiz que era la jefa de cocina y con ella se pusiera de acuerdo cual de los peroles sería el que le prestarían. Que se quedara a dormir esta noche en la hacienda para que viera a su negro, ya era muy tarde y los caminos de noche nunca son seguros, le podía salir una cegua o el cadejo. Además el perol pesaba mucho para llevárselo a pie hasta Nandaime. La mandaría montada en una de las carretas que iban a dejar panela al pueblo.

Les arreglaron un apartado lugar en el galpón donde hoy duermen los mozos. Son los mismos negros que ayer eran esclavos, sólo que hoy libres trabajaban  en la misma hacienda, para el mismo amo, hoy por un salario y atados por un contrato. Le contó su plan al hombre, el otro no estaba muy convencido. Le preocupaba que la gente blanca de Nandaime la quisiera agredir por negra altanera. Ella le dijo que ya había estado en el mercado vendiendo el chanchito, le recordó las palabras que dijeron los oficiales del gobierno  cuando llegaron a la hacienda un 19 de septiembre de 1823 a leer el decreto que un mes antes había promulgado la Asamblea Constituyente de la República Federal de Centro América aboliendo la esclavitud. “Ustedes son iguales a todos los demás habitantes de esta patria libre”. Si los demás podían comerciar por qué ellos no, además la necesidad tiene cara de perro, le dijo, a vos no te pagan aquí por la mentada guerra de Granada, los niños tienen que comer y la plata no cae del aire. De aquí hasta que te paguen prometió la mujer que trabajaría, además no sabemos si a la gente le va a gustar la comida que voy a vender.

Se regresó en la carreta, bien desayunada, las mujeres de la cocina le aliñaron un medio cuartillo de frijoles y otro de maíz para que se ayudara mientras despegaba su negocio, el mandador ordenó que le regalaran otro chanchito para que repusiera el que tuvo que vender y dos cabezas de guineos. Salió como mendiga y regresaba como princesa.

El lunes siguiente salió de madrugada a buscar la casa de la matachancho que había conocido en el mercado. Dejó en el fogón cociéndose una yuca que había comprado muy barata a un carretero que iba al mercado a vender hortalizas, pensó que era suerte que su casa estuviera en la entrada de Nandaime. La matachancho la reconoció y para ayudarle le iba a reglar por esta vez, la piel del chancho. Pesaba la condenada.
Cuando llegó a su casa, sacó la yuca, ya cocida del agua hirviente, lavó la piel  y con un cuchillo filoso le quitó los pelos, la hizo tiras y la tiró al perol de hierro que estaba calientísimo. Empezaron a soltar manteca, luego chirriaban las grandes tiras de piel de cerdo nadando en la manteca hirviendo, girando sobre sí mismas, encogiéndose, dorándose, exhalando aromas, convirtiéndose en chicharrones, mientras la manteca chisporroteaba como lava de volcán en erupción.

Tomó la batea  que tenía, la había lavado bien con hoja-chigue, en un traste de barro colocó la yuca, en otro los chicharrones, preparó una ensalada de repollo con cebolla, con un par de tomates en trozos pequeños para alegrar la vista con su color, más que para dar sabor, le agregó el sabor ácido de mimbros finamente rodajeados, vinagre que había preparado con los guineos, en el que había majado un buen puño de chiles-congo que crecen generosamente a la orilla de los caminos. Lo tapó todo con un trapo a cuadros, que les hacía las veces de mantel cuando comía con su negro, se colocó la batea en la cabeza, se encomendó a Dios y a Santa Ana, patrona de Nandaime y salió con su venta a buscarse la vida.

El alcalde de Nandaime llegó malhumorado a la oficina ese día. No había desayunado por un pleito con Manuela, su esposa la noche anterior. Algo insólito, la mujer se había atrevido a rebelarse a sus órdenes. Había llegado tarde de la finca, se encontró en el camino con otros amigos y se metieron a la cantina de Checho Lugo, afamado ingeniero estudiado en Francia que cuando regresó a Nicaragua se encontró con el relajo de la independencia, la anexión a México, la guerra civil y se dio cuenta que por muchos años nadie iba a construir los caminos que él había aprendido a hacer, colgó el título de una pared de la casa-hacienda familiar y vendía aguardiente filtrado especialmente para su negocio, en el valle Menier, según especificaciones que él mismo diera. Allí montó una cantina donde no se atendía a liberales, ni a curas. 

Media botella de guaro iba acompañada de un tasajo de carne asada con tortillas de primera boca, y de dos mojarras fritas envueltas en pinol de segunda, si al cliente no le gustaba el pescado lo podía sustituir por frijoles recién cocidos, frijoles parados como los llama el vulgo, bañados de crema, con media cuajada y dos tortillonas. Normalmente Said Zavala empezaba la traguiadera donde Checho y luego llegaba a su casa con los amigotes, gritando desde el zaguán a su esposa, Manuela, ponéte a freir unas costillitas de chancho y hacéte unas tajadas de plátano para los amigos que me visitan.

Esa tarde la Manuela, después de veinte años de casado le dijo con vos agria, mirá Said, vos y tus amigos se pueden ir a comer mil veces mierda. Yo no sé si creístes que al casarnos te estabas comprando una esclava, si hasta las negras del valle Menier las libertaron ya. Lo que soy yo no te vuelvo a servir nada en esas borracheras con tus amigotes. Si solo a joder vas a venir aquí, mejor que te cuelguen una hamaca donde Checho y volvé aquí hasta que se halla pasado el guaro. Entonces Said le dijo en alta voz y con calmado acento a su esposa “qué te falta Manuela qué te falta, tenés chancha parida Manuela, tenés vaca que ordeñar, tenés guineos Manuela, qué te falta” y se fue con sus amigos el Doctor Urtecho, el pueta Bravo, el abogado Carrión a buscar una cantina abierta donde seguirla. La mañana siguiente, la Manuela no le sirvió el desayuno.

Firmó los papeles que su secretario le tenía listos. El hambre y la goma lo estaban matando. Salió a la puerta de la alcaldía a ver si alguna mujer pasaba vendiendo frutas con las que engañar el estómago. No sabía si ponerse duro con la Manuela o llegar a contentarla con algún regalito para que se le pasara la braveza. Si el cuento se llegaba a saber iba a ser el hazmerreír de todo el pueblo y como primera autoridad civil no le convenía para nada.

En esos pensamientos ocupado estaba cuando vio venir a la negra contoneándose con una batea en la cabeza, pregonando llevo chancho con yuca, chicharroncito frito para dar fuerza y vigor, me vas a querer marchante? El alcalde llamó a la mujer, nadie más le había hecho caso,  enseñá niñá, que es lo que vendés? Chicharrón con yuca señor, lo que nos daban de comer a los negros en el valle Menier para mantenernos fuertes y poder trabajar con vigor en los cañaverales, en el trapiche, en los cacaotales. Al hombre hambriento le entró el olor de los chicharrones fritos y sintió una punzada en el estómago, el ácido olor de los mimbros y el vinagre hizo que sus glándulas invadieran su boca con un océano de saliva. Pensó: Si no como no pienso, si no pienso no existo,  entonces, como luego existo. A cómo lo vendés niñá? Dijo a la mujer.  A dos centavos señor. Dame pues, se buscó las dos monedas de cobre en el pantalón mientras veía cómo la negra acomodaba primero la yuca en dos hojas de plátano, con mano experta cortaba cuatro hermosos trozos de chicharrón, los acomodaba en la yuca, ponía la ensalada de repollo encima y lo regaba todo con el vinagre de guineo. Le dijo a la mujer ¿y el vendaje, amor? La negra sonrió y le puso otro pedazo de chicharrón. El hambre se le duplicó a Zavala mientras recibía su ración, pagó y entró a su oficina a comer. Los dos empleados extrañados que su jefe a media mañana entrara con un morral de comida, le preguntaron y eso que es alcalde? Algo que da vigor, un vigorón decía con la boca llena mientras sentía la invasión de sabores en su paladar, cómo el chicharrón tostado se deshacía en su boca, la yuca bien reventada sazonada con el mimbro de la ensalada y el picante del vinagre se convertía en un manjar de dioses.

Los dos empleados salieron en carrera a la puerta del edificio para llamar a grandes voces a la negra, vos mujer, la del vigorón, negrita linda vení para acá. Mientras compraban otra gente se arremolinó preguntando y eso que es? Uno de los empleados de la alcaldía dijo en tono sapiente, el vigorón, y solo vale dos centavos.

La noche del curvasá


Alejandro Bravo

a Edgard Miranda, in memoriam

Esa Semana Santa de 1973 la costa de Granada estuvo especialmente atestada de gente. Un violento terremoto había destruido Managua, la capital de Nicaragua en diciembre del año anterior, diez mil muertos y muchas decenas de miles sin hogar fue el saldo. Aquellos que vieron destruidas sus casas buscaron albergue donde parientes a lo largo de toda la geografía del país. Granada vio duplicada su población por los “terremoteados” y en esa Semana Santa la gente buscaba en las aguas del Gran Lago cómo olvidar todas sus penas.

Era imposible encontrar un lugar tranquilo donde tomar el sol o bañarse. Desde el Sábado de Ramos treinta mil personas invadían el pedazo de costa que va desde el muelle hasta el atracadero de las isletas conocido como “Las piedras cagadas”. Nosotros, los Cinco de la Fama, en el esplendor de la juventud  optamos por  emigrar a la quinta de la familia de los Gemelos, en la misma costa del Cocibolca, como llamaban los indios al Gran Lago, pero a seis kilómetros de distancia de la muchedumbre, en el camino macadamizado que lleva a Malacatoya.

El lunes santo ya estábamos instalados en la quinta. Como veinte personas más componían la población de Nequecheri, nombre de la casa en homenaje a un cacique que dicen que gobernó esas tierras. Matábamos el tiempo jugando béisbol, metidos en el lago retozando con los tumbos [1], tomando ron y exhibiendo las habilidades de cada quien con el mazo de cartas. Hicimos largas caminatas por la costa explorando si en las otras quintas que pueblan la ribera, había muchachas de las que valiera la pena enamorarse locamente por lo que quedaba de la Semana Santa.

Hicimos nuevas amistades, comimos los platos que sólo la cuaresma pone en la mesa nicaragüense: tamal con queso; arroz con sardinas; gaspar, que es un pez con trompa de pato del pleistoceno y sólo en el lago aun vive, salado y seco, lavado con limón y puesto un rato a las brasas. No había postre. De una quinta situada como a cuatro kilómetros de donde estábamos, nos habían convidado el jueves santo a participar en la preparación y degustación de un curbasá. Quienes iban a cocinarlo eran unas muchachas de Masatepe, de apellido Moncada con otras amigas que allí estaban veraneando, las dos Moncada eran pelirroja la una, pelo negro la otra y  más de alguno de nosotros estaba loco por las Moncaditas, así que la noche daba para todo, el enamorado pensaba que esa noche se declararía y le daría el sí la masatepina de sus sueños, el goloso se vería en el Olimpo del dulce con mangos, jocotes, papaya y grosellas nadando en miel.

Cayendo las tardes caminábamos por la costa hasta la quinta donde estaban las muchachas. Allí los romeos podían contemplar a sus julietas sin atreverse a tomar sus manos y declarar: “si con mi mano por demás indigna oso profanar este sagrado relicario, sea ésta la expiación, cual ruborosos peregrinos prontos están mis labios a suavizar este rudo contacto con un tierno beso”. Recogíamos ramas secas y encendíamos una fogata, tanto para que el humo espantara los mosquitos como para contemplar los rostros de las jóvenes, primero a la luz de las llamas y luego con la luna saliente.

Allí hablábamos de canciones de moda, de películas, de novios y novias hasta que caíamos en los cuentos de terror. Desfilaban los fantasmas tradicionales de los pueblos de Nicaragua, los espantos como llama el vulgo a leyendas de seres ultraterrenos que caminan en las noches de luna por las calles polvorientas al lado de una carreta llena de muertos, jalada por los esqueletos de dos bueyes que se lleva en cuerpo y alma a los incautos que se quedaban para contemplar el paso del vehículo satánico. La costa oía la campana de la piragua penadora, que salió un viernes santo del puertecito de  San Carlos, nunca llegó a lugar alguno y se oye en todos los puertos del lago, cada semana santa el tintineo de la campana de una piragua que pretende atracar sin que nadie llegue jamás al muelle y estará navegando hasta la consumación de los siglos.

Escenificábamos un teatrillo divertido. Se formaban dos grupos y se sacaba a suertes quien iniciaba. El grupo que ganaba la salida discutía entre sí y seleccionaba una película, normalmente una famosa o de moda, se llamaba a alguien del otro grupo y en voz baja se le decía el nombre de la película. La muchacha o muchacho seleccionado, con gestos debía transmitirle a su grupo la clave sobre el nombre o tema de la película. A veces las muecas que hacía quien explicaba eran tan ridículas que se llegaba a verdaderos ataques de risa. Cuando daba  la media noche nos despedíamos para volver sobre la costa iluminada por la luna, recordando los cuentos macabros que esa noche desfilaron por nuestra conversación.

Llegado el Jueves Santo, desde media tarde nos trasladamos a la quinta donde se hospedaban las muchachas. Nos esperaban con cervezas heladas y una gran cantidad de frutas. Pelamos más de dos docenas de mangos maduros, pusimos a fuego manso los jocotes para que no se arrugaran y quedaran hermosos como ciruelas, los vigilamos por hora y media, pelamos dos papayas verdes y la pulpa, una vez que quitamos las semillas la cortamos en tiras finas que también conocieron el fuego, todas las grosellas que cabían en una palangana pequeña fueron lavadas y también cocidas. No se cocían en agua las frutas sino en una miel gorda y empalagosa preparada con clavo de olor, canela, agua  y dulce de rapadura[2]. Luego de horas de calor en la cocina, refrescado con abundante cerveza, esperamos que el cocimiento se enfriara para mezclarlo todo y disfrutar así de ese postre cantado por Camilo Zapata, el Padre del Son Nica en su “Solar de Monimbó” .

Mientras hacíamos la espera del postre, jugamos un rato al “siete loco” con las cartas gritando de alegría los que quedaban sin naipes y bufando de decepción quien quedaba fuera del juego. Caímos luego en los inevitables cuentos de aparecidos después que alguien comentara la idea de nuestras abuelas que desde el jueves santo que lo sayones del Sanedrín capturaban a Jesús en el Huerto de los Olivos, el diablo andaba suelto hasta el Domingo de Pascua, fecha en que Jesús de Nazareth resucitaba de entre los muertos.

Cuando estuvo listo el curbasá, también llamado almíbar en otras partes de Nicaragua, comimos hasta que nos dio el dolor, sintiendo el acíbar de las grosellas mezclado con el dulce intenso de los magos mechudos, con el dulce recatado de la papaya y con el dulceagrio de los jocotes. Un trago de agua para la sed intensa que tanto dulce provoca y ya se estaba listo para repetir la ración.

Nos despedimos a la media noche y en vez de tomar el camino a casa por la costa, como siempre lo hacíamos, tomamos el de la carretera macadamizada. El paisaje iluminado por la luz de la luna era fantasmal. Del lado izquierdo se veía la parte trasera de las quintas de veraneo y del lado derecho los humedales inmensos del llamado charco de Tisma, que se extiende por varios kilómetros entre los lagos Xolotlán  y Cocibolca. Las grandes hojas de bijagua reflejaban  la luz de la luna adquiriendo un color brillante, las aguas del humedal alcanzaban un color de plata, el viento del este, que entraba desde el lago silbaba fuertemente. De repente nos dimos cuenta que un hombre solitario caminaba detrás de nosotros. Al principio nos dio miedo que fuera la avanzadilla de algunos delincuentes, revisamos con la vista los alrededores y no había nadie más.

Nos tranquilizó su aspecto de viejo hippie. Sandalias de cuero con suela de llanta de automóvil, muy de moda en esos años, unos shorts de jeans muy raídos y una camiseta[3]con una imagen de Jesús con el letrero Se Busca, recompensa La Felicidad. El hombre tenía una edad imprecisa, barba rala y descuidada con unas cuantas canas, largo el pelo y sucio del polvo del camino, cetrina la piel muy curtida por el sol, parecía un sobreviviente del festival de Woodstock. Fue conversando con nosotros los cuatro kilómetros que separaban la quinta de las muchachas de Nequecheri donde nos alojábamos los Cinco de la Fama.

El hombre resultó muy culto y muy viajado. Aunque no parecía nicaragüense hablaba en perfecto nicañol[4]. Increíblemente nunca había probado el curbasá ni asistido a las procesiones de semana santa. No tengo tiempo para esas cosas, debo emplearlo en algo más importante. No era cristiano, aunque conocía al dedillo la pasión y muerte de Jesús, los nombres de los sayones del Sanedrín que lo detuvieron en el Monte de Los Olivos y del legionario romano que le dio los azotes ordenados por Pilatos, los gritos en arameo de la chusma azuzada por los fariseos cuando Poncio Pilatos les dio a escoger entre Jesús y Barrabás, el detalle de un escriba que vio pasar la procesión con Jesús cargando la cruz, seguido por los dos ladrones y la chusma que gritaba, a ese hombre Jesús le pidió agua y se la negó, Jesús lo mandó a caminar hasta la consumación de los siglos. Vaya, preguntó alguno, para no ser cristiano conoce mejor los detalles del evangelio que los curas mismos. Podría saberse cuál es la causa tan importante que le impide asistir a las procesiones. Mi propia condenación dijo el hombre con tono lúgubre.

Ya estábamos llegando  a la entrada de Nequecheri. Nos dimos la mano al despedirnos del hombre. Cómo dijo que se llamaba, preguntó uno de nosotros. Samuel, dijo el hombre, Samuel Belivet. El viento silbó fuerte y yo que he sido medio sordo desde una varicela que me dio cuando tenía ocho años de edad, no me percaté del nombre y repregunté cómo dijo que se llamaba? Samuel Belivet, gritó, me conocen como El Judío Errante y desapareció en la noche.


[1] Así llaman los pobladores de la ribera del Gran Lago a las olas pequeñas y de frecuencia muy seguida que agitan la superficie del agua. La extensión del Lago y los tumbos de su superficie llevaron a los primeros españoles que lo vieron a confundirlo con el mar.
[2] Llamada panela en otras partes de América Latina
[3] Playera o remera
[4] La forma particular con que los nicaragüenses hablan el español

La medida exacta


Alejandro Bravo

a Doña Nelly Matus

Yo era una chavalita vaga. A los seis años ya había recorrido todos los cerros que rodeaban al pueblo, las riberas de los ríos y criques no guardaban ningún secreto para mí. En una ocasión, aprovechando un descuido de los trabajadores me colé en el ascensor,  descendí al fondo de la mina y pude contemplar con deslumbramiento los túneles con cientos de bombillos de cien vatios iluminando extrañamente la escena, los  fuertes horcones que sostenían el techo de la mina, árboles que fueron y poblaron los cerros hoy pelones de los alrededores de La Libertad. Creo que nacer en un pueblo con ese nombre fue lo que me dio esas ansias que sentía de niña y que ahora a más de setenta años recuerdo. La sensación de estar en otro mundo, sin luz solar, los mineros como extraños seres con luces encendidas en sus cascos  la vagoneta sobre rieles en que transportaban el material extraído y que muchos años después viera replicado ese ambiente en el cine cuando miré con mi esposo a los enanos protectores de Cenicienta cantando al salir de la boca de una mina, me sentí transportada al instante de mi infancia que fue abruptamente cortado por un capataz que me descubrió y gritó qué hace aquí esa chavala, sáquenla inmediatamente y un hombrón me tomó de los brazos, se subió conmigo al ascensor y el deslumbrón de la luz solar terminó con mis momentos en lo profundo de la tierra.

Ese martes yo iba con el tesoro de dos centavos a deleitarme primero con la contemplación de las golosinas y luego a regatear con el señor Messanger por los caramelos que compraría. Don Carlos era hombre alto y corpulento. Nadie sabía a ciencia exacta por qué había llegado al pueblo. Algunas comadres decían que era un gambusino frustrado que no logró completar el viaje desde su lejana Alsacia hasta California en los días de la fiebre del oro. Se quedó en estos trópicos prendado del clima que entonces hacía, de los sabores de la comida y de la calma con que se vivía. Cuando el oro hizo saber a los hombres de su presencia en los montes de Chontales, Carlos Messanger se trasladó al naciente pueblo de La Libertad, no como minero, con pico y casco luminoso, ni como guirisero, agachado todo el día en los criques lavando guijarros a la orilla de la corriente para encontrar pepitas refulgentes, sino como comerciante.

El hombre tenía la mejor tienda del pueblo. Abastecía con artículos importados a la pequeña comunidad de extranjeros que manejaban las riendas de la mina: vinos finos, victrolas, sillas austriacas, keroseno, quesos holandeses, copas de cristal de bohemia, cubiertos alemanes de electroplata, comida enlatada. Lujos que de vez en cuando se permitían los nicaragüenses de mejores ingresos en el pueblo. Y lo más importante para mí, grandes cargamentos de caramelos, de todo color y sabor, bastoncitos rojiblancos con sabor de menta, caramelos de mantequilla que se hacían una melcocha cuando estaban en la boca, bolitas de chocolate, caramelos de leche, chocolatitos rellenos de licor. Contemplarlos en los enormes frascos de vidrio en que Don Carlos los colocaba era un placer, pues su visión anunciaba la orgía de sabores que con dos centavos me podría dar.

Don Carlos se quejaba constantemente que nada le quedaba bien. Las camisas que aquí se vendían le quedaban chicas. Las costureras y los sastres tanto del pueblo como de los mejores establecimientos de Granada, tenían problemas para ajustar sus medidas. Si le quedaban bien de las mangas le apretaban el tórax, los pantalones se los dejaban brincacharcos, o ajustados. Sus proveedores europeos y estadounidenses no atendían pequeños pedidos de ropa, así que él estaba condenado al martirio de no andar por la vida con la medida exacta.

El señor Messanger había viajado a Granada, unas semanas atrás para hablar con su agente aduanero de los próximos pedidos que haría y de paso visitó la funeraria de Don Heriberto Bustamante, un granadino que estudió ingeniería en el Real Instituto de Ingenieros de Monte en Madrid, pero había encontrado más lucrativo el negocio de pompas fúnebres. Don Carlos le pidió que le tomara bien las medidas, pues no quería pasar a la otra vida en un ataúd todo quisneto. Quería que el mueble fuera de caoba, estilo europeo, no un cajón como los nuestros, sino con forma de rombo truncado.

Ese martes que había llegado la mercadería nueva desde Granada, en barco hasta Puerto Díaz, de allí transportada por una recua de mulas, pasando por Acoyapa, entre las cosas nuevas y las golosinas, había llegado el ataúd del señor Messanger. Cuando entré al almacén, empuñando mis dos centavos, dos nuevas y relucientes monedas de plata, ya me encontré a un grupo de curiosos dentro del establecimiento. Pregunté qué era lo que pasaba, pero ningún adulto prestó atención a la inquietud de una niña de seis años. Me abrí paso entre la gente y contemplé a Don Carlos, acostado cuan largo era en su ataúd.  Escuché a un flaco de los Salinas decir que él estaba viendo artículos nuevos en el establecimiento cuando llevaron el ataúd, que Don Carlos lo destapó y dijo que lo iba a probar, no vaya a ser que no me lo hayan hecho a la medida exacta. Se acostó y ya no se volvió a levantar.

A mis años, que ya pasan de los setenta, no se me ocurre  ir donde los hijos de Bustamante para que tomen las medidas. Yo no tengo los problemas de estatura de Don Carlos Messanger y la ropa me queda a mi gusto, no vaya a ser que el ataúd me midan resulte exacto.

Todo sucio y derrotado


Alejandro Bravo
(del libro Baile con el diablo y otros cuentos)

La expresión de la cara del hombre era de pura congoja. En el eco de su voz sonaban los acordes de un tango “al final se me va a morir este hijueputa” pensó el diputado. Mirá Carlitos, me hiciste quedar muy mal, yo te conseguí el puesto en atención a la amistad que tuve con tu papa, pero no fuiste a la manifestación y con justa razón te corrió el Administrador de Rentas. Vos sabés que el Partido casi no jode, te quita el cinco por ciento del sueldo para las actividades que hay que realizar, no tenemos el montón de reuniones, con el que otra gente pierde el tiempo soñando que van a echarnos del poder, pero cuando el General convoca, no hay tus-tús ni mica flaca. Todos tenemos que ir. Todos son todos. Hay que demostrarle al mundo que Nicaragua es SO-MO-CIS-TA. Que las pancartas de Somoza forever otro never, no son palabras de la boca para fuera, que lo sentimos de corazón, jodido. Y no sólo no fuiste sino que te vieron todo sucio, arrastrado entrando al pueblo al día siguiente. Y todavía tenés la caradura de venirme a decir que hable por vos para que te den el puesto otra vez. Qué cáscara!!

Mire don Tomás, las cosas no son como parecen. Yo sí fui a Managua. Estuve gritando en la manifestación como el que más, hasta ronco me quedé del VIVA SOMOZA  a cada rato. Puede preguntarle a cualquiera de los que íbamos en los dos buses que alquiló el Partido. Salimos de madrugada para juntarnos en Juigalpa con los demás liberales de Chontales, usted cree que vamos a dejar que  Don Alceo quede mal ante el Jefe. Aquello era un hervidero de gente en la carretera a las seis de la mañana, los vendedores haciendo su agosto a la orilla de los buses, vendiendo tortilla con cuajada, gaseosas y hasta pollo frito. En cada bus iban tres mantas SOMOZA=MÁS VIVIENDAS, la otra decía AQUÍ SOMOZA ES EL JEFE y la que yo llevé por una media hora decía eso mismo que Usted mentó hace ratito: SOMOZA FOREVER OTRO NEVER.

Para que vea que no le miento, en el mismo bus que yo, iba aquel Varguitas flaco alto, más chavalo que yo, Alejandro creo que se llama y Noel Rivas, un granadino que tiene fama de pueta y da clases en el Instituto. Con ellos fui chiliando y jodiendo todo el viaje hasta llegar a Managua. En el empalme de Boaco esperamos a los buses de allá y cuando nos juntamos éramos como cuarenta buses, una caravana que metía respeto, toda llena de banderas rojas, había mantas amarradas al costado de los buses, ingeniosos los boaqueños, nada de dundos como los jode la gente, mantas que decían BOACO ES LIBERAL, otras VIVA SOMOZA!!!

Cuando llegamos a Managua, los buses se quedaron cerca de la fábrica de la Pepsi, en la carretera norte. Allí nos organizamos por departamento y por pueblos, tomamos las mantas y las pancartas y a contestar a pleno pulmón las consignas que iba lanzando Oscar García, el panadero,  que era el que llevaba uno de los megáfonos. Así en orden fuimos entrando a la Plaza de la República. Yo nunca había estado en Managua, a los más que había llegado era a Juigalpa, iba viendo las casonas de dos pisos de la calle El Triunfo, el rótulo del cine Salazar que decían que competía de noche en materia de luces cambiantes con el del cine Margot, alguien dijo que por allí cerca de donde íbamos, quedaba la estación central del ferrocarril, cerca del hotel Estrella donde usted nos cuenta que se hospeda, que de paso le digo que me quedé con las ganas de conocer, vi la Catedral que me pareció majestuosa a la par de la parroquia de Juigalpa, otro señaló la marquesina ondulante del acristalado restaurante El Eskimo “el mejor  de Nicaragua” dijo con orgullo como si fuera cliente viejo de allí, no le dijo otro, no puede ser mejor que los Gauchos, que es del General.

Entramos a la plaza por el mejor de sus ángulos, entre el Palacio Nacional y la Catedral, pasamos a la orilla de la tarima donde estaba el Hombre vestido de guayabera, pañolón rojo al cuello, sombrero tejano que agitaba para saludar a toda su gente, que gritaba vivas y vivas. En esos vivas se vivaba también a su Padre, el Pacificador de las Segovias, el que trajo el progreso a Nicaragua, se vivaba a su hermano el demócrata, que supo manejar este país sin que aquí se desatara otra guerra civil desde el desgraciado momento en que asesinaron a Tacho Viejo hasta entregarle el poder al que ahora lo ejercía, Tachito, el vivo retrato de su padre, el Excelentísimo Señor Presidente de la República, Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, Gran Maestre de la Orden Rubén Darío, Gran Maestre de la Orden Miguel Larreynaga, Presidente de la Junta Directiva de LANICA, Presidente de MAMENIC LINE, Presidente de Central de Ingenios y Anexos, Presidente de Hilados y Tejidos El Porvenir, Presidente de Canal 6 y Estación X, Presidente de la Liga Mundial Anti-Comunista,  Huracán de la Paz, distribuidor de los vehículos Mercedes-Benz en el país, el que iba anunciarnos hoy que por obra y gracia suya los gringos habían accedido a abrogar el humillante Tratado Chamorro-Bryan por el que los cachurecos habían regalado a los Estados Unidos los grandes lagos, las dos Corn Island, el río San Juan, el golfo de Fonseca y el istmo de Rivas. Es cierto que el General era el mejor amigo de los Estados Unidos en la región, pero la cosa no era para tanto y cuando se firmara la derogación del Tratado, Nicaragua alcanzaría una Segunda Independencia y el General se convertiría en un prócer nacional de la talla de los que nos emanciparon de España.

Habló Don Alceo en su calidad de Presidente de la Junta Nacional y Legal del Partido, todos los chontaleños sacamos pecho, será León la cuna del liberalismo y el lugar donde nació el Jefe, pero es un chontaleño el que mangonea el Partido siguiendo por supuesto las órdenes y los más recónditos pensamientos del General. A cada rato interrumpía un locutor de Estación X para gritar con voz engolada QUE VIVA SOMOOOZA!!  VIVA EL PARTIDO LIBERAAAL!!!  Don Alceo le recordaba al pueblo el atraso que vivió con otros gobiernos y el desarrollo que se había alcanzado con los Somoza y el liberalismo. Rememoró el oscuro momento de la entrega de la patria a los intereses extranjeros y dibujó con su discurso el perfil de estadista y demócrata del General, su amistad con los Estados Unidos y su calidad de paladín en la lucha contra el comunismo internacional que hacían de Nicaragua un bastión de la libertad, los brazos abiertos para todos los hermanos cubanos, que huyendo de los horrores del castro-comunismo habían encontrado en esta Patria de Darío una tierra de promisión, un segundo hogar.

Iba yo a pegar mi grito de VIVA SOMOZA cuando Manuel Suazo, el flaco que es contador en la renta de Juigalpa, me hizo de seña con el puño derecho semi-cerrado y el pulgar  enhiesto meneando el brazo de arriba para abajo, que nos fuéramos a echar un trago. Yo levanté los hombros preguntando ¿dónde?  y el flaco indicó estirando los labios dos veces que mirara hacia la esquina sureste del parque central, allí  estaban repartiendo bolis.

Ladeando la cabeza le dije “los juimos” y abandonamos el puesto de soldados del liberalismo para hacer fila detrás de unos campesinos de Matagalpa, nos dieron a cada uno dos largos tubos de plástico transparente con un líquido coloreado de verde dentro. Lo sacaron de un barril metálico cortado a la mitad y con hielo. Eso en la vida diaria es agua dulce con saborizante y es la barata delicia de los niños en estos trópicos, pero en jornadas electorales o políticas lo que lleva es aguardiente de caña, teñida con anelina para aparentar que es un bolis, pues nuestras leyes prohíben que en esos momentos de la vida democrática se distribuya licor. Pobres Padres de la Patria, cómo se les ocurre que la política de Nicaragua se hace con el cerebro frío.

Con el par de mameyazos entre pecho y espalda oí al General que empezaba a hablar, hacía el recuento de los desvelos de su gobierno por el desarrollo de Nicaragua, la cantidad de nuevas escuelas que se habían abierto, las exportaciones en auge, miles de nuevos puestos de trabajo, zonas francas que se instalaban en el país aumentando la inversión extranjera. Todo eso lo querían arrebatar los comunistas y sus corifeos del Diario La Prensa, que  haciendo el juego al dictador de La Habana querían extender la Cortina de Hierro por estas tierras benditas de Centro América, pero para eso estábamos aquí los liberales, soldados de la democracia, para detener a esos nuevos bárbaros, por eso los Estados Unidos, reconociendo los méritos de su gobierno, estaban dispuestos a abrogar el ominoso Tratado Chamorro-Bryan que entregaba el suelo patrio a nuestros vecinos del norte. Esto sería como una segunda independencia.

Las palabras del General, le juro don Tomás, que me inflamaron la vena patriótica y me fui con Manuel Suazo a hacer fila nuevamente por otro par de bolis. Ese guaro es del bueno, no como el que venden allá en el pueblo que lo bautizan con agua destilada y se tiene uno que meter como ocho riendazos de a peso, en unos vasitos altos y flacos, para que medio le llegue a uno el trago. Con cuatro bolis ya me se aflojaban las canillas, como esa canción Llegó borracho el borracho de Lalo González “El Piporro” donde el cantinero le dice al borracho “aquél que doble las corvas le va a costar su dinero.” Así estaba yo ya. Ni sabía dónde estaba la gente de Santo Domingo en aquél gential de la plaza que se me antojaba el doble de la que había. Oía la voz del General, pero no me enteraba de lo que estaba diciendo.

Sentí entonces el olor de los nacatamales, como esos dibujos animados que ven los chavalos en la televisión donde un ratoncito es atraído por el olor del queso y se va flotando en el aire llevado por el olor, así, le juro don Tomás, que me llevó el aroma de los nacatamales. Ya no pensé en encontrar a mi gente para marchar hasta el bus que nos traería de regreso, se me olvidó firmar la planilla de asistencia a la manifestación. Me fui detrás de un buen nacatamal, pensaba en la bocanada de aroma que sólo para mí sería en el preciso momento que abriera las hojas de plátano que lo envuelven y en el momento sagrado de probar el primer bocado de la masa de maíz, plena de achiote, con un toque lejano de naranja agria, hierbabuena y chile, para escoger un trozo de cerdo en el siguiente bocado, sentir cómo invade todo el paladar para rematar luego con masa de maíz con algo de arroz y adentrase unos diez minutos en la degustación de todo el aliño y quedar satisfecho, pleno, relajado como unas cuatro horas, tiempo mínimo para hacer la digestión.

Cuando me dieron mi nacatamal con su buen bollo de pan, en un plato plástico que llevaba impresa la foto del General sonriente, Sonrisal le dicen los envidiosos de la oposición en alusión a un polvo para la mala digestión que así se llama, también me dieron dos bolis de guaro. Me senté en una acera, en una calle cercana al Parque Central de Managua, me comí mi nacatamal, me tomé los otros dos jicarazos y no supe en qué momento me quedé dormido.

Vaya pensó el diputado, tango no es la música de la desgracia de éste, es Palo de Mayo. Los caribeños cuentan un suceso triste con una música alegrísima como Judith dronwded, se ahogó Judith. Vamos a ver qué otras mentiras me quiere meter. Ajá Carlitos, así que te dormiste bien mamado en las calles de Managua. Que pasó después, ya me intrigastes.

Me despertó una patada en las costillas, voltié a ver para arriba, con un gran dolor de cabeza de la goma y la boca reseca. Era de tardecita. A la orilla mía estaba una de esas camionetas nissan de la Guardia, tienen como una jaula encima de la tina, en Juigalpa la gente le dice la zaranda a la que hay. Montáte borracho que estás ensuciando la capital, me dijo el más perrito de todos los guardias que me rodeaban. Me levanté y traté de explicar que yo no soy borrachín, que soy empleado público y correligionario liberal, pero la culata de un rifle garand aplicada con fuerza en mis riñones me impidió hablar. Pasá me dijo una voz, te lo dijimos a la buena pero ustedes solo a vergazos entienden. Y después dicen que la guardia es mala!!

Me llevaron al Hormiguero, la central de policía que está frente a la Academia Militar. Allí un sargento me hizo una ficha y me dijo que me detenían por E y E. Dentro de la oscura celda maloliente donde pasé la noche con treinta presos más, me enteré que en la jerga guardiera eso significa Ebriedad y Escándalo, cual escándalo si los únicos gritos que pegué en Managua fueron los de vivasomoza. Como no tenía para pagar los veinte pesos de la multa me condenaron a una semana de obras públicas.

En la madrugada llegó un tenientillo que nos sacó a todos los de esa celda al patio y pidió que levantáramos la mano los que habíamos estado en la manifestación del General. Toditos los treinta.  Éramos de distintas partes del país y la historia de todos y cada uno era la misma. Por el bolis y el nacatamal nos habíamos perdido y ahora todos sucios, derrotados y enchironados no teníamos plata para regresar a nuestros pueblos.

El tenientillo dijo que agradeciéramos al General que nos mandaba a poner en libertad sin pagar la multa, pero que algo bueno teníamos que hacer por la ciudad capital, nos dieron unas grandes escobas, un carretoncito de mano y nos sacaron con un guardia que nos cuidara a barrer la Avenida Roosevelt.

Cuando nos dieron la orden de salida me acordé  que usted don Tomás, siempre me dijo que si algún día llegaba a Managua y me perdía, que buscara a los bomberos.  Le pregunté al guardia del portón y éste me indicó cómo llegar. Allí les conté que era de Santo Domingo y que estaba perdido, me prestaron el teléfono para llamar a su sobrino Alvin Salinas, es al único que conozco de su familia que vive aquí en Managua. Pregúntele si es cierto todo lo que le estoy contando. Ese chavalo es serio, no me dejaría mentir. Me dijo cuales buses tomar para llegar hasta Ciudad Jardín dónde viven,  un bombero me regaló los cinco reales de los dos buses que tuve que tomar, con más miedo que otra cosa. Alvin me regaló un pan dulce y una gaseosa para que comiera algo y me dio para el pasaje hasta Santo Domingo. Por eso me vieron entrar todo sucio y derrotado al día siguiente.

Mire don Tomás, lo que soy yo no vuelvo ni a probar esos bolis, ni a comerme un nacatamal en mi vida. Ahora que sabe la verdad no me deje morir, con un telefonazo suyo me vuelven a dar el trabajo, mi pobre mama depende mí  desde que enviudó y mis hermanitos también, hágalo por la amistad que tenía con mi viejo. Usted es diputado, todo lo puede. Somos correligionarios, no sea malo don Tomás.

El hombre se sonrió. La historia estaba como para uno de esos cuentos del italiano Boccaccio. Cierta o nó se había divertido un buen rato con las peripecias de Carlitos López. Quedó viendo la cara compungida del muchacho y le dijo volvé mañana, voy a comerme un nacatamal para pensarla.

La guerra de la cerveza


Alejandro Bravo

Era otro pueblo más de la meseta de Carazo. Su Iglesia de fachada barroca,  herencia de los españoles, las casas de adobe y entejadas de los hacendados rodeando la plaza y ocupando los mejores lugares de las cinco calles que eran todo el trazo urbano. El resto, pura caña de castilla por pared y palma el techo. Lo conmovían anualmente los juegos de toros, la pólvora y las procesiones de la Fiesta de la Cruz, ocasionalmente alguna batalla de las montoneras de liberales y conservadores, un crimen pasional que quedaría pisando fuerte en la memoria colectiva, un hombre ilustre cuyo nombre lleva el parque central. La vida fue siempre así hasta que los marinos yanquis llevaron la cerveza.

El pueblo siempre había estado dividido: liberales y conservadores,  iglesieros y descreídos, pobres y ricos, ganaderos y cafetaleros, borrachos y abstemios, hombres y mujeres, gordos y flacos, blancos y de otros colores, limpios y sucios, descalzos y chancletudos, de a pie y a caballo. La llegada de los yanquis agregó una división más al pueblo: yanquistas y patriotas. Los marinos trajeron consigo ese líquido amargo, amarillento y al verlos tragárselo botella tras botella los chavalos echamos a rodar la bola de que bebían orines para darse valor al salir de patrulla. Pronto la hicieron circular en sus fiestas donde sonaba el fox-trox en victrolas y las  jóvenes encopetadas bailaban con ellos. Allí la bebieron los políticos del partido oficial, sus esposas e hijos. Los que estaban en contra de la intervención decían que los yanquistas eran tan serviles que hasta el orín de los yanquis se bebían.

Un día hubo novedad en el burdel de la Toya. Salón Flor de Café se leía en el rótulo que daba a la calle embarrancada y lodosa. La casa de ladrillo de barro era la mejor del barrio. Tejas de zinc, un gran salón con aserrín en el piso, a un lado la barra larga donde vendían el mejor aguardiente del pueblo, luego el patio y los doce cuartos alineados, seis frente a seis. Ese putal ardía todas las noches. Alegrísimo era, pasaría bailando con las muchachas los buenos valsecitos mexicanos, polcas y mazurcas que tocaban los cuatro músicos del pueblo, los mismos que de día tocaban en la iglesia.

La cosa es que un día dos marinos se aparecieron donde la Toya cayéndose de borrachos y con una caja de cerveza cada uno, buscando como cambiarlas por las caricias de sus muchachas. La vieja rufiana regateó, protestó y al fin aceptó el canje. Ese día el bajo al pueblo también tragó orín de yanqui.

Y aunque todavía se vociferó contra el amargo líquido todo el mundo se aficionó. La Toya inició la compra en gran escala y su putal fue el foco de “la democratización de la cerveza” como llamaría a ese hecho un arrogante profesor liberal que después se haría famoso como locutor en una radio de la capital. De los grandes salones a los putales fue la ruta, a la inversa del tango.

Cuando se inauguró la Cervecería Nacional el pueblo se dividió nuevamente. Los oligarcas y su gente la bebían importada. El alto grado de consumo de cerveza hacía del pueblo un cliente respetado de la Cervecería Nacional. También los importadores de licores sabían que el consumo de nuestros ricos-de-pueblo eran mayor que el de toda la high life capitalina. Empezaron las promociones, los   regalos navideños, la gente obtuvo relojes, radios, juguetes. En las fiestas patronales se tiraban puyas los bebedores de uno y otro bando.

Otra cervecería hizo su aparición en la industria nacional. Muy pronto llegaron sus vendedores al pueblo. Entre sus accionistas se contaba a ricos bebedores del lugar. Pronto desplazó de las mesas elegantes a las importadas y la nueva cerveza tomó partido.

Cada día se perfilaban con mayor nitidez los bloques en torno, a una y otra cerveza. Desde los candidatos para las elecciones locales hasta los que aspiraban a usar la banda presidencial tenían que definirse ante el pueblo si querían sus votos. Con la Nacional estábamos nosotros. Con la otra, ellos. La Nacional era más amarga, con más cuerpo, a la cuarta ya se sentía un bienestar generalizado, a la sexta llegaba la alegría y a la docena era ya la borrachera. La otra se llamaba Bavaria, era más dulzona, taimada, hipocritona. La borrachera llegaba sin avisar, altanera y buscapleito.

Había dos equipos de béisbol, uno con la franela de la Nacional y el otro se llamaba Bavaria. En los partidos eran feroces la bebedera y las puyas de un bando al otro. Volaban botellas y se armaba la tremolina. Al caer la tarde cada bando acarreaba sus heridos y la guerra continuaba con los partidos del siguiente fin de semana. Cuando terminaba la temporada beisbolera las hostilidades continuaban en bares, discotecas y fiestas quinceañeras. Hasta que un día los bavarianos planearon “la noche de los picos rotos”. Contrataron matones, formaron escuadrones y esperaron las fiestas patronales. El propio 2 de mayo a media noche sacaron de sus casas a los bebedores de Nacional, primero acribillaron a ellas y ellos ante sus familiares, luego acribillaron a los familiares para no dejar testigos. Asaltaron el cuartelito de policía y a todos los gendarmes los degollaron con botellas despicadas de Nacional. Al día siguiente sus organizaciones cívicas y patrióticas condenaron los hechos. Desde entonces sólo Bavaria se bebe en el pueblo. Los  bavarianos han pedido a su cervecería que financie la reconstrucción del lugar pues en la infausta noche se quemaron muchas casas y que tome como muestra algún pueblo bávaro para que el nuestro sea un pueblo modelo en la región. Yo me salvé porque desde algún tiempo sólo bebo ron. Esa noche andaba en el pueblo vecino buscando aprovisionarme. El amargor helado de la cerveza y ese empanzamiento que produce nunca me gustaron.

Un deudor honorable


Alejandro Bravo

A María Cecilia Bravo

Quien sabe la verdad

de este cuento.

 Mi tía no quiso tocar ese dinero. Se lo confió a una cuñada para que fuera a dejar los reales en la alcancía de Jesús Sacramentado, en la iglesia Catedral. El paquete le quemaba el alma. Era un gran tapa boca. Todo un año de murmuraciones por lo bajo, de refunfuñar a solas, de pequeñez espiritual, le era revelado en unos minutos. Nadie más que ella, mi otra tía, la viuda, y don Marcos se dieron cuenta del asunto. Después mi padre lo supo por boca de las dos: de mi tía Chepita y de mi otra tía, la viuda.

 No es que mi tía Chepita fuera mala, ni que malquisiera a Don Marcos, todo lo contrario. Era buena, pero lunática. Le cogía tema a la gente por puro gusto o se enamoraba de alguien también sin motivos.  Servicial, trabajadora.  Se quedó soltera y como todas las mujeres mayores, guardaba alguna amargura y en los sobrinos depositaba el amor de madre que llevaba dentro.

 Fue la cuarta hija de mis abuelos.  Doce hijos poblaban de chillidos y alegría la casa de la familia en el puertecito lacustre de San Carlos.  Mi tía Chepita era la cuarta hija.  La mayor era mi otra tía, la viuda, luego los hombres, mi tía Chepita y más hombres.  Ella aprendió juegos de muchachos y comandaba el grupo que recorría la ribera del lago y el punto donde el lago se hace río, jugando trompo, elevando cometas con los vientos de noviembre, pescando o jugando a imitar a los soldados descalzos que constituían la tropa del pueblecito, que desde una loma dominaba todo el paisaje. Luego devino mujer y cuenta que fue guapa. No una belleza, pero sí guapa, con eso que las revistas de belleza llaman charme. La familia se había trasladado a Granada, que para principios de siglo era la ciudad europeizada del paisito que era Nicaragua. Un joven se enamoró de mi tía Chepita y a ella le cayó mal. No era borracho el hombre, ni tenía querida con hijo o vicios atroces como la baraja o los gallos. Simplemente le cayó mal a la muchacha voluntariosa y a toda declaración sentimental contesto con un NO. Una tarde el joven le pidió que hablaran, se le declaró por enésima vez y al recibir el consabido NO, sacó del bolsillo una pistola y frente a mi tía se voló la tapa de los sesos. Horrorizada desde entonces, mi tía Chepita optó por la soltería.

Trabajo toda su vida con la cuchara. Primero haciendo cajetas en la naciente Ciudad Rama, para que la vendieran sus hermanos menores en las calles y en los barcos fluviales de grandes paletas, como de cuento de Mark Twain. Luego cocinando en ocasiones especiales para casas distinguidas o haciendo de ama de llaves en una casa cural.  De allí devino beata.

Se casó la hermana mayor. Tuvo hijos, dos de ellos murieron ahogados, otros emigraron. Se quedó sola con su esposo y luego murió el señor. Ella, mi tía Chepita, se trasladó a vivir con su hermana viuda.

Al cumplir un año de la muerte del esposo de mi otra tía, se trasladaron a la iglesia para la misa, menos una prima recién llegada de San Carlos a Granada, que no conocía la ciudad y casi  no conocía a los demás familiares.

La muchacha se quedó cuidando la casa familiar mientras los demás asistían a la misa, para luego tener una comida funeraria, según la costumbre.

 Cuando regresaron todos, la muchacha se dirigió a mi tía, la viuda, y le dijo:

 —La vino a buscar un señor.

 — ¿Cómo se llamaba?

 —No dijo. Sólo preguntó por usted. Cuando le expliqué que no estaba, que andaba en la misa de año de su marido, entonces me dijo: “Decile a la Leonorcita que en el fondo del baúl están los reales que le debo ala Chepita”.

Cuando mi tía, la viuda, oyó que el visitante la había llamado Leonorcita, cambió de colores y le preguntó a la muchacha sin que dejara de entreverse la emoción que de golpe subía y bajaba por todo su cuerpo de la cabeza a los pies:

— ¿Cómo era el señor? ¿Qué aspecto tenía?

 — Era bajito, así como de su tamaño, blanco y con un lunar en la mejilla derecha.

— ¿Cómo andaba vestido ese señor?

 — Camisa blanca, pantalón café, zapatos café, y con un sombrerito en la mano.

Mi tía corrió al baúl, saco las chalinas, las telas de medio luto que esperaban la mano de la costurera, la ropa de grandes ocasiones, reconociendo en la descripción física, en la forma especial de llamarla el marido que cumplía un año de muerto. Le pareció oírlo decir “Leonorcita” lleno de ternura. Entonces encontró en el fondo del baúl, enrollados y envueltos en papel de estraza, los trescientos pesos que Don Marcos, su difunto marido, le había pedido prestado a mi tía Chepita y por los que ésta había llegado a pensar en un arrebato: — se murió para no pagarme.