Alejandro Bravo
A María Cecilia Bravo
Quien sabe la verdad
de este cuento.
Mi tía no quiso tocar ese dinero. Se lo confió
a una cuñada para que fuera a dejar los reales en la alcancía de Jesús
Sacramentado, en la iglesia Catedral. El paquete le quemaba el alma. Era un
gran tapa boca. Todo un año de murmuraciones por lo bajo, de refunfuñar a
solas, de pequeñez espiritual, le era revelado en unos minutos. Nadie más que
ella, mi otra tía, la viuda, y don Marcos se dieron cuenta del asunto. Después
mi padre lo supo por boca de las dos: de mi tía Chepita y de mi otra tía, la
viuda.
No es que mi tía Chepita fuera mala, ni que
malquisiera a Don Marcos, todo lo contrario. Era buena, pero lunática. Le cogía
tema a la gente por puro gusto o se enamoraba de alguien también sin
motivos. Servicial, trabajadora. Se quedó soltera y como todas las mujeres
mayores, guardaba alguna amargura y en los sobrinos depositaba el amor de madre
que llevaba dentro.
Fue la cuarta hija de mis abuelos. Doce hijos poblaban de chillidos y alegría la
casa de la familia en el puertecito lacustre de San Carlos. Mi tía Chepita era la cuarta hija. La mayor era mi otra tía, la viuda, luego los
hombres, mi tía Chepita y más hombres.
Ella aprendió juegos de muchachos y comandaba el grupo que recorría la
ribera del lago y el punto donde el lago se hace río, jugando trompo, elevando
cometas con los vientos de noviembre, pescando o jugando a imitar a los
soldados descalzos que constituían la tropa del pueblecito, que desde una loma
dominaba todo el paisaje. Luego devino mujer y cuenta que fue guapa. No una
belleza, pero sí guapa, con eso que las revistas de belleza llaman charme. La
familia se había trasladado a Granada, que para principios de siglo era la
ciudad europeizada del paisito que era Nicaragua. Un joven se enamoró de mi tía
Chepita y a ella le cayó mal. No era borracho el hombre, ni tenía querida con
hijo o vicios atroces como la baraja o los gallos. Simplemente le cayó mal a la
muchacha voluntariosa y a toda declaración sentimental contesto con un NO. Una
tarde el joven le pidió que hablaran, se le declaró por enésima vez y al
recibir el consabido NO, sacó del bolsillo una pistola y frente a mi tía se
voló la tapa de los sesos. Horrorizada desde entonces, mi tía Chepita optó por
la soltería.
Trabajo
toda su vida con la cuchara. Primero haciendo cajetas en la naciente Ciudad
Rama, para que la vendieran sus hermanos menores en las calles y en los barcos
fluviales de grandes paletas, como de cuento de Mark Twain. Luego cocinando en
ocasiones especiales para casas distinguidas o haciendo de ama de llaves en una
casa cural. De allí devino beata.
Se
casó la hermana mayor. Tuvo hijos, dos de ellos murieron ahogados, otros
emigraron. Se quedó sola con su esposo y luego murió el señor. Ella, mi tía
Chepita, se trasladó a vivir con su hermana viuda.
Al
cumplir un año de la muerte del esposo de mi otra tía, se trasladaron a la
iglesia para la misa, menos una prima recién llegada de San Carlos a Granada,
que no conocía la ciudad y casi no
conocía a los demás familiares.
La
muchacha se quedó cuidando la casa familiar mientras los demás asistían a la
misa, para luego tener una comida funeraria, según la costumbre.
Cuando regresaron todos, la muchacha se
dirigió a mi tía, la viuda, y le dijo:
—La vino a buscar un señor.
— ¿Cómo se llamaba?
—No dijo. Sólo preguntó por usted. Cuando le
expliqué que no estaba, que andaba en la misa de año de su marido, entonces me
dijo: “Decile a la Leonorcita que en el fondo del baúl están los reales que le
debo ala Chepita”.
Cuando
mi tía, la viuda, oyó que el visitante la había llamado Leonorcita, cambió de
colores y le preguntó a la muchacha sin que dejara de entreverse la emoción que
de golpe subía y bajaba por todo su cuerpo de la cabeza a los pies:
—
¿Cómo era el señor? ¿Qué aspecto tenía?
— Era bajito, así como de su tamaño, blanco y
con un lunar en la mejilla derecha.
—
¿Cómo andaba vestido ese señor?
— Camisa blanca, pantalón café, zapatos café,
y con un sombrerito en la mano.
Mi
tía corrió al baúl, saco las chalinas, las telas de medio luto que esperaban la
mano de la costurera, la ropa de grandes ocasiones, reconociendo en la
descripción física, en la forma especial de llamarla el marido que cumplía un
año de muerto. Le pareció oírlo decir “Leonorcita” lleno de ternura. Entonces
encontró en el fondo del baúl, enrollados y envueltos en papel de estraza, los
trescientos pesos que Don Marcos, su difunto marido, le había pedido prestado a
mi tía Chepita y por los que ésta había llegado a pensar en un arrebato: — se
murió para no pagarme.
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