28 de mayo de 2012

Un deudor honorable


Alejandro Bravo

A María Cecilia Bravo

Quien sabe la verdad

de este cuento.

 Mi tía no quiso tocar ese dinero. Se lo confió a una cuñada para que fuera a dejar los reales en la alcancía de Jesús Sacramentado, en la iglesia Catedral. El paquete le quemaba el alma. Era un gran tapa boca. Todo un año de murmuraciones por lo bajo, de refunfuñar a solas, de pequeñez espiritual, le era revelado en unos minutos. Nadie más que ella, mi otra tía, la viuda, y don Marcos se dieron cuenta del asunto. Después mi padre lo supo por boca de las dos: de mi tía Chepita y de mi otra tía, la viuda.

 No es que mi tía Chepita fuera mala, ni que malquisiera a Don Marcos, todo lo contrario. Era buena, pero lunática. Le cogía tema a la gente por puro gusto o se enamoraba de alguien también sin motivos.  Servicial, trabajadora.  Se quedó soltera y como todas las mujeres mayores, guardaba alguna amargura y en los sobrinos depositaba el amor de madre que llevaba dentro.

 Fue la cuarta hija de mis abuelos.  Doce hijos poblaban de chillidos y alegría la casa de la familia en el puertecito lacustre de San Carlos.  Mi tía Chepita era la cuarta hija.  La mayor era mi otra tía, la viuda, luego los hombres, mi tía Chepita y más hombres.  Ella aprendió juegos de muchachos y comandaba el grupo que recorría la ribera del lago y el punto donde el lago se hace río, jugando trompo, elevando cometas con los vientos de noviembre, pescando o jugando a imitar a los soldados descalzos que constituían la tropa del pueblecito, que desde una loma dominaba todo el paisaje. Luego devino mujer y cuenta que fue guapa. No una belleza, pero sí guapa, con eso que las revistas de belleza llaman charme. La familia se había trasladado a Granada, que para principios de siglo era la ciudad europeizada del paisito que era Nicaragua. Un joven se enamoró de mi tía Chepita y a ella le cayó mal. No era borracho el hombre, ni tenía querida con hijo o vicios atroces como la baraja o los gallos. Simplemente le cayó mal a la muchacha voluntariosa y a toda declaración sentimental contesto con un NO. Una tarde el joven le pidió que hablaran, se le declaró por enésima vez y al recibir el consabido NO, sacó del bolsillo una pistola y frente a mi tía se voló la tapa de los sesos. Horrorizada desde entonces, mi tía Chepita optó por la soltería.

Trabajo toda su vida con la cuchara. Primero haciendo cajetas en la naciente Ciudad Rama, para que la vendieran sus hermanos menores en las calles y en los barcos fluviales de grandes paletas, como de cuento de Mark Twain. Luego cocinando en ocasiones especiales para casas distinguidas o haciendo de ama de llaves en una casa cural.  De allí devino beata.

Se casó la hermana mayor. Tuvo hijos, dos de ellos murieron ahogados, otros emigraron. Se quedó sola con su esposo y luego murió el señor. Ella, mi tía Chepita, se trasladó a vivir con su hermana viuda.

Al cumplir un año de la muerte del esposo de mi otra tía, se trasladaron a la iglesia para la misa, menos una prima recién llegada de San Carlos a Granada, que no conocía la ciudad y casi  no conocía a los demás familiares.

La muchacha se quedó cuidando la casa familiar mientras los demás asistían a la misa, para luego tener una comida funeraria, según la costumbre.

 Cuando regresaron todos, la muchacha se dirigió a mi tía, la viuda, y le dijo:

 —La vino a buscar un señor.

 — ¿Cómo se llamaba?

 —No dijo. Sólo preguntó por usted. Cuando le expliqué que no estaba, que andaba en la misa de año de su marido, entonces me dijo: “Decile a la Leonorcita que en el fondo del baúl están los reales que le debo ala Chepita”.

Cuando mi tía, la viuda, oyó que el visitante la había llamado Leonorcita, cambió de colores y le preguntó a la muchacha sin que dejara de entreverse la emoción que de golpe subía y bajaba por todo su cuerpo de la cabeza a los pies:

— ¿Cómo era el señor? ¿Qué aspecto tenía?

 — Era bajito, así como de su tamaño, blanco y con un lunar en la mejilla derecha.

— ¿Cómo andaba vestido ese señor?

 — Camisa blanca, pantalón café, zapatos café, y con un sombrerito en la mano.

Mi tía corrió al baúl, saco las chalinas, las telas de medio luto que esperaban la mano de la costurera, la ropa de grandes ocasiones, reconociendo en la descripción física, en la forma especial de llamarla el marido que cumplía un año de muerto. Le pareció oírlo decir “Leonorcita” lleno de ternura. Entonces encontró en el fondo del baúl, enrollados y envueltos en papel de estraza, los trescientos pesos que Don Marcos, su difunto marido, le había pedido prestado a mi tía Chepita y por los que ésta había llegado a pensar en un arrebato: — se murió para no pagarme.

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