7 de febrero de 2012

Rojo

Rubén Darío. 

¿Pero es que excusáis a Palanteau, después de una crueldad semejante? exclamaron casi todos los que se hallaban en la redacción, dirigiéndose asombrados al director Lemonnier, que paseaba victoriosamente su cuerpo flaubertiano y hacía tronar su voz de bronce.

¡Sí, señores! -respondió. Y cruzándose de brazos con majestad-: Palanteau no merece la guillotina. Quizá la casa de salud... Es cierto que ha avanzado hasta el crimen; que ha dado motivo a largas crónicas y reportazgos de sensación; que el asesinato que ha cometido es el más sangriento y terrible de este año; que entre los crímenes pasionales... Pero escuchadme. ¡Vosotros no estáis al tanto de cómo ha ido hasta allí ese desgraciado!

Se sentó en un sillón; puso los codos sobre las rodillas y continuó:

Yo le conocí mucho, casi desde niño. Ese pintor de talento, hoy perdido para el arte y cuyo nombre está deshonrado, nació en la tierra de Provenza, con lo cual veis si tendrá mucho sol en la cabeza. Desde muy temprana edad quedó huérfano, y comenzó una vida errante y a la ventura. Pero tenía buenos instintos y pensó en no ser inútil. Sentía allá dentro el hormigueo del arte. En los paisajes de la Crau, en la extensión de la Camargue, bajo el soplo sonoro del mistral, el muchacho fue alimentando su sueño... ¡Sí!, él sería "alguien"; quería que su nombre sonara, como el del buen señor Roumanille, el de los versos...

Estuvo en Arles, de aprendiz de músico; estuvo en Avignon sirviendo en casa de un cura; estuvo en Marsella, a la orilla del mar, en tarde cálida y dorada, donde él sintió por primera vez el impulso de su vocación; la luz se le reveló, y desde ese día quiso ¡ya veis si lo consiguió! ser uno de nuestros grandes pintores: él mismo me lo ha contado después. Privaciones, sufrimientos, luchas. Por fin, vino a París: hizo la gran batalla. Casi llegó a desesperar; pero un día cayóle en gracia al viejo Meissonier. Éste le ayudo, le hizo célebre. Y desde entonces comenzó la boga de esas telitas finas, originales, brillantes; de esos paisajitos preciosos que llevan su firma. Palanteau había hecho carrera. Pero no era rico, ni podía serlo, porque en pleno París, le gustaba mucho viajar por el país de Bohemia... ¡Pobre muchacho! ¿Amó? No lo sé. Creo que tuvo su pasioncilla desgraciada. Poco a poco fue volviéndose taciturno. París le hizo palidecer, le hizo olvidar su hermosa risa meridional, le enflaqueció. A veces me parecía que Palanteau no tenía todos los tornillos del cerebro en su lugar, y me preguntaba ¿será un détraqué? Él sufría y su sufrimiento se le revelaba en el rostro. Entonces procuraba aliviarse con la musa verde y con seguir las huellas de los pies pequeños que taconean por el asfalto. Yo le decía cuando le encontraba:Cásate, Palanteau, y serás dichoso! Y era en ese solo instante cuando él reía como buen provenzal... ¡Pobre muchacho! Entre tanto, supe que cometía ciertas extravagancias. Desafió a un periodista que criticaba a Wagner; dejó de pintar por largo tiempo; insultó en público a Bouguereau; se hizo boulangista; ¡el demonio! Y un buen mediodía se me aparece en mi casa y me saluda con esta frase:

¡Me caso!

¡Loado sea Dios, Palanteau! Ya serás hombre formal. ¿Y con quién te casas?

Me contó la cosa. Era una joven de buena familia, honrada, pobre, excelente para el menaje, o como él decía: "muy mujercita de la casa".

El quería tener quien lo mimara, le sufriera sus caprichos, le zurciese los calcetines, le amarrase el pañuelo al cuello sobre el gabán en las noches de frío; en fin, quien le comprendiese y le amara.

Quiero algo como la buena Lorraine de su amigo Banville decía.

¡Bravo, Palanteau! Piensa usted con juicio, con talento. Déme usted esa mano.

Se fue. En esos días tuvo el pobre ataques epilépticos. A poco, se casó, y partió a Bélgica. Ahora vais a conocer el proceso de esa vida triste que hoy ha concluido en la más espantosa tragedia.

En la familia de Palanteau ha habido locos, hombres de gran ingenio, suicidas e histéricas. ¡Eso, eso! ¿Comprendéis? Las admirables acuarelas, los retratos que emulaban a Carolus Durand, las telas admiradas que han hecho tanto ruido en el Salón, todo eso era, amigos míos, producto de un talento que tenía por compañero el más tremendo estado morboso. ¿Conocéis los estudios de medicina penal que se han hecho en Italia? Yo estoy con Lombroso, con Garofalo y con nuestro Richet. Y además, es un hecho que el talento y la locura están íntimamente ligados; pues aunque, a propósito de la pérdida intelectual de nuestro querido Maupassant, ha habido quienes nieguen la exactitud de esta afirmación, la experiencia manifiesta lo contrario. Nacen los infelices mártires, según la frase medical, progenerados. Luego el medio, las circunstancias, las contrariedades, los abusos genésicos o alcohólicos; las fuertes impresiones... ¡Llega un momento en que el arpa de los nervios siente en sus cuerdas una mano infernal que comienza una sinfonía macabral!

Se ponen ejemplos de hombres ilustres que no han tenido encima la garra de la neurosis: Galileo, Goethe, Voltaire, Descartes, Chateaubriand, Lamartine, Lesseps, Chevreul, Víctor Hugo. Pero ¡ah!, delante de ellos pasa el desfile de los precitos: Ezequiel, Nerón caso de patología histórica-, Dante, Colón, Rousseau, Pascal, Hégésippe Moreau, Baudelaire, Comte, Villemain, Nerval, Prévost-Parado, Luis de Baviera, el rey ideal; Montanus, Schumann, Harrington, Ampére, Hoffmann, Swiff, Schopenhauer, Newtom, el Tasso, Melebranche, Byron, Donizetti, Paul Verlaine, Rollinat...¡Dios mío! Es una lista inacabable. Pues bien Palanteau pertenece a esa familia maldita, es miembro atávico de una generación de condenados...

Se puso de pie; alzó el brazo derecho; prosiguió:

Esas puñaladas no ha sido él quien las ha dado: ha sido el horrible ananke de su existencia. ¿Sabéis cuál fue la causa de todo? El choque de dos caracteres. Madame Palanteau era honrada, pura, pero fría y dura como el hierro. El triste pintor necesitaba una hermana de caridad. Era un grand enfant enfermo, a propósito para una clínica; y ya conocéis cómo hay que tratar a esa clase de desequilibrados.

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