17 de mayo de 2012

La cerca


Fernando Centeno Zapata

A las diez en punto de la mañana el Alcaide de la cárcel suspendía la audiencia para el público, y comenzaba a leer la sentencia a los prisioneros recogidos el día anterior por faltas leves de policía.

Entre los sentenciados aquella mañana estaba Henry, muchacho de unos 30 años, alto y delgado cuerpo, pelo castaño, ojos café, de color más blanco que moreno, vestía un pantalón oscuro de casimir tropical y camisa guayabana; en sus delgados labios mantenía constantemente una sonrisa burlona, los ojos no los mantenía fijos en ninguna parte, tampoco se mantenía quieto en la fila de reos que esperaban su sentencia.

Todos fueron sentenciados con penas leves, Henry fue el último.

-Muchacho, le dijo el Alcaide levantándose de su escritorio y tomando un aire paternal, con ésta tienes 50 fichas en la policía, ¿sabes tú lo que esto significa?

Henry le miró fijamente y le contestó al Alcaide con indiferencia:

-¿Eso es todo lo que tiene que decirme?

El Alcaide perdió su tono paternal y a la pregunta airada de Henry le repuso enérgicamente:

-Quería perdonarte por última vez, me habías caído simpático, pero si tú lo quieres, ya sabes lo que te espera.

Henry dio la vuelta sin mirar a nadie y se encaminó silencioso con su custodia.

El Alcaide continuó la audiencia pública. La mañana se tendía al sol sobre la ciudad, y sobre los campos como un trapo limpio. Allá en el interior de la prisión chirriaron los goznes de una puerta y el cabo al retirarse golpeó con violencia sobre los barrotes de hierro, el pesado candado que acababa de cerrar.
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Henry estaba solo. Miles de pensamientos galopaban por su mente. Se sentó sobre un pequeño muro que era a la vez, en la celda, asiento y lecho y se apretó fuertemente con las manos la cabeza.

La celda daba a la calle, un pequeño orificio del tamaño de un puño hacía entrar el aire viciado de la ciudad, las voces alegres de los niños saliendo del colegio, los gritos de los voceadores, el ruido de los taxis, las voces de las gentes y un pedacito de cielo.

En la calle dos vehículos frenaron y tras el ruido agudo de los frenos el impacto de un violento choque. Henry saltó, buscó el orificio para ver, pero como estaba muy alto, pegó el oído sobre el muro negro y grasiento.

Unas sirenas se abrían paso a lo largo de la calle. Henry dijo: es la policía de tránsito que viene a levantar el croquis; luego se oyó otra sirena que se aproximaba, ahora es la ambulancia la que llega, se volvió a decir; a través del muro adivinaba todo lo que estaba pasando frente a su celda: una mujer que llora, la policía da órdenes, parte primero la ambulancia, después la policía que va a rendir su informe; las voces se fueron retirando, luego un ruido extraño, como de un balde de agua que tiran sobre el pavimento.

-Están lavando el pavimento, se dijo, los hombres le tienen miedo a su propia sangre, y continuó monologando:

-Son unos cobardes; ahora han tomado una escoba para despegar el último coágulo; parece que todo se ha normalizado, continúan los taxis pidiendo vía, las voces de los niños vuelven a correr por las calles como locas; a lo mejor fue un niño la víctima, tiene que ser una víctima inocente, y una víctima que no ha cumplido los 15 años. Yo mejor me hubiera muerto antes de cumplir los 15 años.

-A los 15 años comencé mi oficio, la primera ficha en la policía me la hicieron a los 15 años. El teniente era bueno y me entregó a mis padres después de hacerme la ficha, mis padres me castigaron salvajemente, no me dieron de comer ocho días, pero tampoco devolvieron lo que había robado.

Poco tiempo después hubo hambre en la casa y me mandaron a vender lo que yo había robado, aquí me aprehendieron por segunda vez, ya tenía con ésta, dos fichas en la policía.

Esta vez mis padres no me castigaron, pero tampoco se presentaron a pagar la multa, salí de la cárcel hasta que cumplí la sentencia. Está bueno, me dijo mi padre, para que otro día aprendas a hacer las cosas.

Por eso es mejor morir antes de cumplir los 15 años.

Estoy seguro que la víctima fue un pobre niño que no había cumplido los 15 años. Yo no castigaría a los culpables.

Si yo hubiera muerto antes de llegar a los 15 años....

Ahora tengo 50 fichas en la policía. El Alcaide quería regañarme y perdonarme. Qué estúpido es el militarote ese. He conocido a más de 20 Alcaides y todos son estúpidos, éste por ejemplo, me ha querido aconsejar, tal vez es que tiene un hijo que se parece a mí; otros me han estimulado, hasta me llamaban con un nombre sonoro y me mostraban con orgullo los periódicos, cuando se ocupaban de mí, pero se quedaban con todo lo robado; para estimularme, prometían que harían desaparecer las fichas del archivo, yo sabía que no lo harían, que me estaban engañando. Allá ellos.

Nadie en este mundo se va sin pagarlas. Mis padres murieron ahogados. Yo no pude ver cuando murieron, estaba preso; cuando salí me contó el teniente y me dio el pésame muy compungido.

Nunca me he podido explicar qué hacían junto al río; a los ocho días los encontraron soplados entre las ramas de los árboles; lo conocieron a él porque le faltaba una mano y a ella porque tenía una cicatriz en la espalda, mi padre se la había dado cuando una vez, borrachos, se pusieron a disputarse el botín del robo.

Una vez le pregunté a mi padre por qué me había pegado cuando cometí mi primer robo y él me dijo, que no quería que yo siguiera su ejemplo. Sus almas andan errantes, como la de todos los condenados. Pronto así andará la mía.

50 fichas en la policía es un récord a mi edad. El Alcaide quería darme consejos, o a lo mejor, quería hacerme una buena propuesta. Qué estúpido fui. El Alcaide me dijo:

-“Quería perdonarte por última vez, pero si tú lo quieres, ya sabes lo que te espera”. El Alcaide tiene mucho parecido con mi padre, a lo mejor es mi tío. Si es mi tío él no dirá que yo soy su sobrino. Él tiene cara de hombre honrado, se parece mucho a mi padre. A mi madre no la culpo, ella, me decía, que era de buena familia. Aunque sea mi tío no quiero más perdón, Dios todo lo tiene dispuesto para esta noche.
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-A las siete se oirá el chirriar de la puerta, el cabo, gordo y pesado, con una batería en la mano, alumbrará por todos los rincones de la celda hasta encontrarme, al descubrirme me gritará:

-Eh vos, salí de allí.

-Si pudiera jugar con el cabo al “cero escondido”, pero aquí no hay donde esconderse: cuatro paredes altas, un piso húmedo y sucio, una pesada puerta que da al patio del presidio y hacia el oriente, donde sale el sol, el pequeño orificio por donde entra el aire apretado y las noticias de última hora.

-Eh vos, salí de allí, volverá a gritarme el cabo, ya lleno de impaciencia.

-Yo me haré pasar por hombre de importancia. Le diré:

-Tengo mi nombre, por favor, llamame por mi nombre, me llamo, si no lo sabe: Henry, Henry Solórzano –soy de buena familia, sabe?

-El cabo volverá sobre su carga:

-Con vos hablo hijo de pe....

-Yo sigo de buen humor y le protesto: Le suplico caballero, hijo de santa, que no me ofenda.
Recuerde que un reo es sagrado.

-El cabo, que no entiende de bromas se vendrá sobre mi pobre humanidad a descargarme un culatazo, estaré presto a detenerlo y le diré: no es para tanto hombre, era una broma.

-Cuando salga al patio del presidio saludaré a todo el mundo, sé que nadie me contestará que todos se harán los desentendidos, como si no fuera para ellos mis saludos. Qué estúpida es la humanidad:

Ya saben para donde voy o para donde me llevan y se portan así. ¿Qué les cuesta ser un poco amable con su víctima? Me bebería un vaso de leche, si alguien me lo ofreciera.

-El cabo me registrará por última vez y como no me encontrará nada, me dará un empellón. Yo me pondré a reír.

Todo lo que andaba se lo he heredado al Alcaide. Los cabos son hombres crueles. El Alcaide puede ser mi tío. Mi padre una vez me dijo que tenía un hermano que era militar, siento más gusto que le quede a mi tío mi reloj y los mil pesos del último atraco. Cuando se lo entregué en su oficina me dijo que me guardaría aquello; el reloj lo examinó detenidamente y me dijo: igual al que hace algún tiempo se me perdió a mí.

En el patio del presidio se aparecerá el Alcaide, me pondrá la mano en el hombro y me dirá:
-Muchacho, vos siempre has sido valiente, pórtate como todo un hombre, tenés que llegar a la cerca. No me hablará del dinero, ni del reloj. Él ya sabe que es mi heredero, se parece mucho a mi padre, mi madre, me decía ella, que era de buena familia, yo nunca conocí a mi buena familia.

Habrá luna en el patio, la luna estará a medio cielo a eso de las siete de la noche. Eso será un inconveniente. Los hombres le tienen miedo a su propia sombra, prefieren la oscuridad a la semi oscuridad.

Volverá el Alcaide y volverá a decirme:

-Pórtate como todo un hombre.

-Me obsequiará un cigarrillo, le temblará la mano al darme fuego, yo le diré:

-Valor, señor Alcaide.

Por fin la luna se encuevará en una nube. El patio quedará oscuro.

-Salgamos ahora, me dirá el cabo, a prisa, a prisa.

La calle estará limpia, despejada, después de las seis no pasan carros ni gente, es Zona Militar. Me sacan por la puerta trasera, esta puerta da a un campo árido, el campo es como una plaza, estará oscuro, el cabo esperará que la luna medio alumbre para decirme: corre, corre, serás libre si llegas a la cerca.

Correré, sí, correré para darle gusto al cabo, se debe sentir una sensación extraña correr en estas circunstancias, la luna lo sigue a uno y a medida que se corre la plaza se va iluminando toda. Pocas veces me corrí de la policía cuando me atrapaban. Las balas siempre son más rápidas que uno. Tenía miedo quedar valdado para toda la vida. La cerca está a lo más a unos 50 metros, si se llega a la cerca se es libre. Que yo sepa nadie ha podido llegar a la cerca. Muchos han llegado jadeantes, jadeantes, arrastrándose han podido llegar a tocar la cerca, a tocar la libertad.

El cabo me volverá a repetir:

-Corre, corre, y yo por darle gusto al cabo, correré y correré. Luego vendrá una descarga y otra y otra y la cerca que se aleja, que se aleja.

Henry se ve sobresaltado, como un sonámbulo va hacia la puerta de hierro de su celda, ha oído el reloj de la torre vecina, cuenta, cuenta: tan, tan, tan, tan, tan, tan, taaaaan. Las siete.

Se oye el chirriar de la pesada puerta que se abre y la voz del cabo:

-Eh voz, salí de allí.

La luna se ha encuevado en una nube.

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