21 de mayo de 2012

Cuento de la sonrisa de la princesa Diamantina


Este es el cuento de la sonrisa de la princesa Diamantina
ruben darío

Cerca de su padre, el viejo emperador de la barba de nieve, está Diamantina, la princesa menor, el día de la fiesta triunfal. Está junto con sus dos hermanas. La una viste de rosado, como una rosa primaveral; la otra de brocado azul, y por su espalda se amontona un crespo resplandor de oro. Diamantina viste toda de blanco; y es ella, así, blanca como un maravilloso alabastro, ornado de plata y nieve; tan solamente en su rostro de virgen, como un diminuto pájaro de carmín que tuviese las alas tendi­das, su boca, en flor, llena de miel ideal, está aguardando la divina abeja del país azul.

Delante de la regia familia que resplandece en el trono como una constelación de poder y de grandeza, en el trono purpurado sobre el cual tiende sus alas un águila y abre sus fauces un león, desfilan los altos dignatarios y guerreros, los hombres nobles de la corte, que al pasar hacen la reverencia. Poco a poco, uno por uno, pausadamente pasan. Frente al monarca se detienen cortos instantes, en tanto que un alto ujier galoneado dice los méritos y glorias en sonora y vibrante voz. El emperador y sus hijas escuchan impasibles, y de cuando en cuando turban el solemne silencio, roces de hierros, crujidos de armaduras.

Dice el ujier:

—Éste es el príncipe Rogerio, que fue grande en Trebizonda y en Bizancio. Su aspecto es el de un efebo, pues apenas ha sa­lido de la adolescencia; mas su valor es semejante al del griego Aquiles. Sus armas ostentan un roble y una paloma; porque teniendo la fuerza, adora la gracia y el amor. Un día en tierra de Oriente...

El anciano imperial acaricia su barba argentina con su mano enguantada de acero, y mira a Rogerio, que, delicado y gentil como un San Jorge, se inclina, con la diestra en el puño de la espada, y con exquisita arrogancia cortesana.

Dice el ujier:

—Éste es Aleón el marqués. La Galia le ha admirado vence­dor, rigiendo con riendas de seda su caballo negro. Es Aleón el mago, un Epífanes, un protegido de los portentosos y desconoci­dos genios. Dícese que conoce yerbas que le hacen invisible, y que posee una bocina labrada en un diente de hidra, cuyo ruido pone espanto en el alma y eriza los cabellos de los más bravos. Tiene los ojos negros y la palabra sonora. En las luchas pronun­cia el nombre de nuestro emperador, y nunca ha sido vencido ni herido. En su castillo ondea siempre una bandera negra.

Aleón, semejante a los leones de los ardientes desiertos, pasa. ¡La princesa mayor, vestida de rosado, clava en él una rápida y ardiente mirada.

Dice el ujier:

—Éste es Pentauro, vigoroso como el invencible Heracles. Con sus manos de bronce, en el furor de las batallas, ha abollado el escudo de famosos guerreros. Usa larga la cabellera, que hace temblar heroica y rudamente como una fiera melena. Ninguno corre como él al encuentro de los enemigos y bajo la tempestad. Su brazo descoyunta, y parece estar nutrido por las mamas henchidas de una diosa yámbica y marcial. Trasciende a bestia mon­taraz.

La princesa del traje azul no deja de contemplar al caballero tremendo que con paso brusco atraviesa el recinto. Sobre su casco enorme se alza un grueso penacho de crin.

Del grupo de los que desfilan se desprende un joven rubio, ya barba nazarena parece formada de un luminoso toisón. Su madura es de plata. Sobre su cabeza encorva el cuello y den­las alas olímpicas un cisne de plata.

Dice el ujier:

—Éste es Heliodoro el Poeta.

Ve el concurso temblar un instante a la princesa menor, a la princesa Diamantina. Una alba se enciende en el blanco rostro de la niña vestida de brocado blanco, blanca como un maravi­lloso alabastro. Y el diminuto pájaro de carmín que tiene las alas tendidas, al llegar una abeja del país azul a la boca en flor llena de miel ideal, enarca las alas encendidas por una sonrisa, dejando ver un suave resplandor de perlas...

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