28 de mayo de 2012

Cati y de cómo una niña nos enseñó el idioma de Papá Noel


Ulises Juárez Polanco

Comenzó en febrero. Cati apenas pasaba el metro de altura y guardaba fresca su inocencia de siete años. Una noche mi cuñada telefoneó, preguntó si podía pasar por la casa al día siguiente, que Cati quería hablar conmigo sobre un asunto “cosmopolita”. No pregunté por lo cosmopolita, era muy de Cati aprender palabras aventajadas a su edad.

La trajo a casa después del colegio y almorzamos pescado sin abordar el “asunto cosmopolita”. Catarina dejó claro que lo hablaría en privado únicamente conmigo. Mi cuñada estuvo de acuerdo, confiamos que era una muestra más de su madurez precoz. Tres años atrás, ambas habían sobrevivido milagrosamente un accidente aéreo; José, su esposo y padre, mi hermano, no resistió. Yo, que nunca había pensado tener hijos, me fui convirtiendo en su figura paterna. Era inevitable, desde pequeña Cati fue idéntica a mí: una ratoncita de biblioteca, curiosa de saber cómo funcionan las cosas, alegre y segura de sí misma. Bastaba que Cati sonriera y me llamara “tío” para que mi interior vibrara. Era la hija que yo no tenía.

Después del postre Cati me llevó de la mano a mi despacho. Miró con su sinceridad infantil mis ojos de adulto y confió su preocupación: aprender el idioma de Papá Noel.

– ¿El idioma de Papá Noel? ¿Para qué?

– Es que todos los años pido lo mismo y Papá Noel nunca cumple. Papá Noel habla todos los idiomas, pero estoy segura que ya con su edad se le cruzan las palabras. Imaginate cuantos años debe tener el pobre. Entonces quiero aprender su idioma antes de Navidad para que no se confunda y traiga lo que quiero…

Sentí que esta plática me llevaría a donde menos quería. Para mí, Cati merecía saber que no existía Papá Noel, que era una ficción y que los regalos navideños son de los adultos. Estuve cerca de abrirme en esta verdad cuando Cati tocó mi corazón.

– Es que quiero tener una última Navidad con papi. Sólo quiero despedirme de él, porque cuando murió yo estaba chiquitita y no pude hacerlo. En todo el mundo, sólo Papá Noel puede cumplirme ese deseo.

Es de Turquía, un país europeo, ¿sabías que es turco, tío?
- me señaló emocionada en un mapa mientras limpiaba mis lágrimas recientes.
– ¿Sí, Cati, es turco? ¿Entonces querés aprender turco?

– No sólo turco, también inglés, sueco y holandés. Fijáte que unos escritores hablan de Papá Noel y dicen que es un mito. Yo no les creo, y quiero aprender sus idiomas para demostrarles que es falso. No saben lo que dicen, ¡Papá Noel sí existe! Tío, ¿verdad que Papá Noel sí existe?

– Sí, mi niña, Papá Noel sí existe… -atiné a mentir antes de quedarme sin palabras. La semana siguiente Cati estaba inscrita en el Instituto de Lenguas, pero descartamos el sueco y el holandés por razones prácticas. Esto no debe sorprender a nadie; yo tenía la visión pragmática de aprovechar su interés por otras lenguas. No me interesaba en absoluto lo de Papá Noel, eso era pura fantasía. Sé cuatro idiomas y la importancia en el mercado laboral. Convenimos otro detalle esencial: mi cuñada y yo iríamos preparando antes de Navidad a Cati para desengañarla de Papá Noel. En este tiempo, fueron inútiles mis esfuerzos científicos de explicar la inexistencia de este personaje.

Los argumentos eran los mismos que circulan en Internet:
-que ninguna especie de reno vuela y menos soporta el peso de al menos un regalo a cada niño y niña bien portados;  que era imposible visitar en una noche unos 91,8 millones de hogares en 110 millones de kilómetros en el mundo; que, si hacemos los cálculos matemáticos, no se puede realizar 822,6 visitas por segundo, con una milésima de segundo para parquear, bajar del trineo y por la chimenea, poner los regalos debajo del árbol, comer lo que le dejan, subir otra vez por la chimenea y al trineo y marchar hacia la casa siguiente; y, finalmente, que con la velocidad requerida y con la carga del trineo (unas 321.300 toneladas, sin incluir las libritas extras de Papá Noel) se crearía una resistencia aerodinámica impresionante, calentando a tal punto los renos que éstos se desintegrarían junto a Papá Noel. Cati sólo me observaba con sus ojos de búho brillantes de vida y se soltaba en risas. “Ay tío, pero que tontito que sos. ¿No mirás que en Nicaragua ni siquiera tenemos chimeneas?” Y así se iba a la cocina a buscar una galleta dejándome derrotado. ¿Cómo puede un adulto convencer a una niña que Papá Noel no existe ni puede resucitar a su padre? Lo que vino fue aún más prodigioso: a inicios de diciembre Cati tenía ocho años y en menos de once meses podía comunicarse sin dificultad en inglés y turco, ansiando a última hora aprender sueco y holandés.

Es claro que una niña con estas habilidades no es cosa de todos los días, así la noticia se regó con rapidez. Médicos, periodistas, ministros, embajadores y el propio presidente desfilaron por la casa. Cati jamás reveló su motivación idiomática; ni su madre o tío la ficción de Papá Noel. Hasta que sucedió. Dos semanas antes de Navidad, Cati entró a mi despacho para entregarme un sobre que, aun inteligible para mí, conocía a la perfección qué era. Era la prueba física del fracaso de mi cuñada y mío. Le prometí a Cati que esa misma tarde iría a la oficina de correos a dejar su carta para Papá Noel. Tan pronto Cati se fue, me encerré a leer el sobre, algo que como pueden imaginar resultó bastante tonto: estaba escrita en turco. Cumplí mi promesa y envié la carta, confiando que por la dirección regresaría a mis manos en un par de semanas.

Hasta donde sé, Correos de Nicaragua no entrega al Polo Norte. Dejé todo al destino. Es curioso que escriba que dejé todo al destino porque cosas inexplicables sucedieron. La Noche Buena dormí en casa de Cati y, justo en la madrugada, me despertó emocionada para compartir las noticias. Era tal su felicidad que no me dejó hablar:

– Tío, tiyiiito, ya hablé con papi. Te manda muchos abrazos y te ruega no olvidar el niño que fuiste. Que te ha notado muy frío desde que murió.

– ¿Eso te dijo el bandido? Y Papá Noel, ¿vino?

– Sí, y platicamos mucho. Me explicó cómo hace sus viajes y me enseñó su idioma, que no es el turco como creíamos, sino éste…-dijo, mientras me abrazaba igual que a los detalles que de verdad se aman. Jamás comprendí qué pasó esa noche, ni me interesó. Aprendí que el lenguaje de la Navidad y de todos los buenos momentos es el amor, el cariño, y éstos no requieren traducciones. La carta en turco depositada en Correos no regresó; según los registros, fue entregada.

Han pasado seis Navidades y Catarina pronto tendrá sus quince años. Entrará anticipadamente a una universidad alemana, becada. Domina ocho idiomas (sin contar el más importante, el de Papá Noel), un poco de astrofísica y si bien estudiará ingeniería aeroespacial, quiere ser piloto de aviones, según ella para que otros niños y niñas no pierdan a sus seres queridos. Dice que cada Noche Buena será voluntaria de Papá Noel, porque la artritis debe estar matando al viejito, y su señora merece por fin que le acompañe en casa una Navidad.

Escribo esta historia por la alegría de descubrir hoy que mi mujer está embarazada. Sea varón o mujer, seguiré el consejo de mi sobrina y se llamará Noel. ¿Es que queda alguien que dude de mi fe en el idioma que Cati nos enseñó?

1 comentario:

  1. una historia muy emotiva, gracias por compartirla en este foro.

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