Rubén Darío
Cátedra.–Entro con
Dios y enseño. Va mi aliento sobre las multitudes.
Tribuna.–Mi aliento
viene del hombre y se agita sobre los pueblos.
Cátedra.–¡Oh cedro!
Tribuna.–¡Oh palma,
oh lauro!
Cátedra.–Soy la
lengua del Santo Espíritu, soy el fuego parlante, soy el verbo combustivo, soy
el único intermedio entre la inmensidad divina y la espiritualidad humana.
Tribuna.–Yo tengo de
divina lo que tú me has dado, ¡oh Libertad! El trueno tribunicio atraviesa las
nubes populares y su eco profundo y vencedor es el clarín que anuncia el carro
de los victoriosos que sojuzgan las Naciones.
Cátedra.–Yo soy la
voz que brota bajo las tiaras. Yo soy la infalibilidad pontificia; yo soy Pedro
el divino pescador y León delante de Atila. Yo broto de una altura que está
sobre todas las alturas humanas. Mi soberanía teológica empieza en el fuego
blanco de la custodia invisible que jamás podrá contemplar ojo de hombre sin
caer quien la mire como cae el cuerpo muerto.
Tribuna.–¡Oh águila!
Cátedra.–¡ Oh paloma!
Tribuna.–¿Y Cicerón?
Cátedra.–¿Y Ambrosio
y Crisóstomo y Agustín?
Tribuna.–A la púrpura
de los soles orientales se esperezan los tigres de los imperios y los reales
leones.
Cátedra.–Sobre los
blancos manteles eucarísticos están los corderos en cuyo balido suena la
armonía de David.
Tribuna.–¡ Fanfarria,
vibra!
Cátedra.–¡ Salterio,
canta!
Tribuna.–¡Libertad,
cuántos crímenes se cometen en tu nombre!
Cátedra.–¡Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen!
Tribuna.–Diré la
verdad. Desde el principio del mundo, yo soy el órgano de la colectividad
humana. Míos son los gobiernos, míos los triunfos cívicos, míos desde los
antiguos himnos con que se celebabran las degollaciones de los ejércitos
enemigos, hasta ese monstruoso y sonoro estruendo que se llama la Marsellesa.
Esdras hizo brillar mi relámpago delante de Saúl; Moisés, delante del faraón
memorable. Víctor Hugo profetizó cuando yo, bajo sus plantas, fui una isla.
Antes Pablo fue mío.
Cátedra.–Mío fue
Juan, que tuvo también su isla. En su vuelo aquilino sobrepujó todas las
tempestades, y su lenguaje fue un celeste y profundo lenguaje de visión. La
divinidad, cuando concede el don de la palabra dominadora y ese especial don
crisostómico que junta la miel con la fuerza, hace que mis manos lancen esos
rayos.
Tribuna.–¡Alma
inmensa del mundo! Yo soy la que predica la victoria del derecho, la sagrada
fuerza de la ley. Yo soy quien hace llevar a tu altar los trofeos pomposos y
los estandartes llenos de la sangre de las batallas. Yo hago mover a un mismo
tiempo y por un mismo impulso la espada del César y la guillotina de la
revolución. Y quemo y purifico la boca del poeta con las brasas que quedan de
los tronos incendiados.
Cátedra.–Yo con los
carbones de Ezequiel.
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