7 de febrero de 2012

El último prólogo

Rubén Darío

Salía de la redacción de La Nación cuando me encontré con un joven, vestido elegantemente, cuidado y airoso, con una bella perla en la finísima corbata y un anillo de rica piedra preciosa.

Me saludó con la mayor corrección y me manifestó que deseaba acompañarme, pues tenía algo importante que decirme. Éste es un joven poeta, a la moderna, pensé y acepté gustosa su compañía.

–Señor. –me dijo–, hace tiempo que deseaba tener una entrevista con usted. Le he buscado por todos los cafés y bares; porque... conociendo su historia y u leyenda...
¿Usted comprende?

–Sí –le contesté-, comprendo perfectamente.

Y no le he encontrado en ninguno, lo cual es una desilusión. Pero, en fin, le he hallado en la calle, y aprovechando la ocasión para manifestarle todo lo que tenía que decirle.

–¿...?

–Se trata de la autoridad literaria de usted, de la reputación literaria de usted, que desde hace algún tiempo está usted comprometiendo con esos de lo prólogos en extremo elogiosos, en prosa y en verso. Sí, señor, permítame usted que sea claro y explícito.

El joven hablaba con un tono un poco duro y golpeado, como deben haber hablado los ciudadanos romanos, y como hablan los ciudadanos de los Estados Unidos de Norteamérica. Continuó:

–No me refiero a las alabanzas que hace usted a hombres de reconocido valer. Eso explica y es natural, aunque no siempre exista la reciprocidad..., ¡qué quiere usted! Me refiero a los líricos e inesperados sermones con que usted nos anuncia de cuando en cuando el descubrimiento de algún ilustre desconocido. Mozos tropicales y no tropicales ascetas, estetas, que usted nos presenta con la mejor buena voluntad del mundo y que luego le pagan hablando y escribiendo mal de usted... ¿Comprende?... ¿No escribió usted en una ocasión que casi todos los pórticos que había levantado para las casas ajenas se le habían derrumbado encima? No; no me haga usted objeciones. Conozco su teoría; las alabanzas, sean de quien sean, no pueden dar talento al que no lo tiene... No hay trovador, de Sipesipe, de Chascomún, de Chichigalpa, que no tenga la frente ceñida de laureles y el corazón hechindo de soberbia con su correspondiente cartica del israelita o del rector consabido. Y todo eso hace daño, señor mío. Y luego llega usted con los prólogos, con los versos laudatorios, escritos, a lo que supongo, quién sabe en qué noches...

Sí, ya sé que usted me hablará de ciertas poesías de Víctor Hugo dirigidas a amigos que hoy nadie sabe quiénes eran, gentes mediocres y aprovechadoras. Ya sé que me hablará también de las Dedicases de Verlaine; ¡pero éste siquiera se desquitaba con las Invectives! No; no me hable usted de su generoso sentimiento, de que es preciso estimular a la juventud, de que nadie sabe lo que será más tarde...No, de ninguna manera.

No insista en esa caridad intelectual. Le va a su propio pellejo.

Fuera de que todos aquellos a quienes estimule y ayude se convertirán en detractores suyos, va usted a crear fama de zonzo! No me interrumpa, le ruego. ¿Y cree usted que hace bien? ¡De ninguna manera! Muchos de estos muchachos desconocidos a quienes usted celebra, malgastan su tiempo y malogran su vida. Se creen poseedores de la llama genial, del “deus”, y en vez de dedicarse a otra cosa, en que pudieran ser útiles a su familia o así mismos, se lanzan a producir a destajo prosas y versos vanos, inservibles, y sin meollo. Pierden sus energías en algo que extraño a ellos pontifican en adolescencia insensatas, no perciben ni el ridículo, ni el fracaso: logran algunos formarse una reputación surfaite. Hay quienes, en el camino reflexionan y siguen el rumbo que les conviene... Son los menos...¿A cuántos ha hecho usted perjuicios con sus irreflexivos aplausos, tanto en España como en América? Usted se imagina que cualquier barbilampiño entre dos veces que le lleva un manuscrito para el consabido prólogo, o presentación, o alabanza en el periódico, está ungido y señalado por el padre Apolo; que puede llegar a ser genio, un portento; y porque una vez le resultó con Lugones, cree usted que todos son Lugones? A unos les encuentra usted gracia, a otros fuerza, a todos pasión de arte, vocación para el sacerdocio de las musas... ¡Qué inocente es usted! A menos que no sea un anatolista, un irónico, un perverso, que desea ver cómo se rompe la crisma poética tanto portaguitarra o portacordeón! Perdóneme usted que sea tan claro, que llame como dice el vulgar proloquio, al pan pan y al vino vino... Y luego insisto en lo que acabo de decir. ¿Qué saca usted con toda esa buena voluntad y con el ser el San Vicente de Paúl de los ripiosos? ¡Enemigos, mi querido señor, enemigos! Yo sé de uno que se levantó la voz y le sitió en su propia casa, y por último ha escrito contra usted porque no encontró suficiente el bombo que usted le daba, ¡ y era doble bombo!

¿Qué no se fija usted en todo eso, hombre de Dios? ¡Y otro, a quien usted pintara de tan artística manera, y que hoy le alude insultantemente en las gacetas! ¡Y tantos otros más!

¿Qué se reconoce usted vocación para el martirio?

¿Insistirá usted en descubrirnos esos tesoros que quiere demostrarnos su buen querer?

Reflexiones, vuelva sobre sus pasos. No persista en esa bondad que se asemeja mucho a la tontería. Hay prefacios y dedicases que le debían dar a usted pena, sobre todo al recordad la manera con que le han correspondido... No digo yo que cuando, en verdad, aparezca un verdadero ingenio, un verdadero poeta, un Marcellus a quien augurar grandezas, no lo haga usted. Suene usted su trompeta, sacuda bien el instrumento lírico.

¡Pero es tan raro! Y corre usted tanto peligro en equivocarse como sus lectores y los que creemos en el juicio y en el buen gusto de usted en tomar gato por liebre. Siquiera se contentase usted con imitar las esquelas huguescas: “Sois un gran espíritu” “Iungamus dextras”. “Os saludo.” ¡Pero no! Usted se extiende sobre los inesperados valores de los panidas de tierra fría: usted nos señala promesas que no se cumplen; usted da el espaldarazo sin pensar si se reúnen todas las condiciones de la caballería..., cuando tal vez se reúnen demasiado...; usted no averigua si el neófilo puede pronunciar como se debe el schibolet sagrado y lo deja entrar, no más, a la ciudad de la Fama... No, señor, no.

Es preciso que usted cambie de conducta y cierre la alacena de fáciles profecías.
Acuérdese de lo que le pasó a don Marcelino Menéndez y Pelayo, en la época en que no había quien le pidiera una representación al público que no saliera con la suya. Y don Marcelino llegó casi a perder autoridad, y cuando lo percató cerró la espita prologal. . . Los que exigen las presentaciones no se contentan sino con que se queme todo el turíbulo... Si usted escatima, o aminora la alabanza, la enemistad o el rencor aparecerán pronto. Así, ¿cuántos malos ratos no ha dado usted a su inagotable complacencia en encontrar con que se echa usted de malquerientes a los malquerientes de la persona loada?...

Pero ninguno será peor para usted, con lengua y pluma, que aquel a quien haya hecho el servicio intelectual . . . No me haga observación ninguna, que aquí estamos bien enterados... ¿Cuántos pórticos, prólogos, prefacios, retratos y presentaciones ha escrito usted, vamos a ver? Cuente usted con los dedos y dígame cuántos amigos leales le quedan, si le queda alguno entre todos los favoritos... Sí, claro que hay excepciones.

Mas, después de todo, ¿valía la pena exponerse a esos resultados?... Y es tiempo ya de concluir con ese peligroso altruismo. Créame usted, hágalo así... Eso deseamos muchos. Ya nos lo agradecerá.

El joven no me había dejado responder nada, bajo el alud de sus palabras. Habíamos llegado a la puerta de mi hotel. Le tendí la mano para despedirme. Pero él me dijo:

–Permítame un momento. Deseo pedirle un pequeño servicio –y sacó un rollo de manuscritos y me lo entregó.

–Permítame un momento. Deseo pedirle un pequeño servicio –y sacó un rollo de manuscritos y me lo entregó.

–¿Qué deseaba usted? –le interrogué.

Y él, decidido y halagador:

–Un prólogo.

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