23 de marzo de 2011

Ñor Anito

Adolfo Calero Orozco.

Lindos, caminos los del sur de Managua. Son como cintas caprichosamente desenrolladas del gran ovillo verde de La Sierra y que rodando-rodando alcanzaron a serpentear hasta el lago. Anchos caminos, arbolados a ambos lados, heridos en el medio por los filos chatos de las ruedas de las carretas y a trechos cubiertos de césped; un césped que por las mañanitas amanece lentejuelado gotas menudas de rocío que saludan al sol con diamantinos reflejos y más tarde se desvanecen en un adiós vaporoso.

Lindos caminos, más lindos que nunca en los primeros veranillos del invierno, cuando la lluvia les sació ya la sed calcinante de la Cuaresma, corriendo llena de burbujas entre los canjilones paralelos del centro, encharcándose a todo gusto en los bajos, lavando barrancos y laderas y reverdeciendo toda la vegetación.

El caminante sin prisa, jinete o peatón, puede recorrerlos más cómodamente con solo apartarse de los carriles del centro y seguir los ondulosos senderillos laterales, junto al alambrado escalonado de árboles, muchos de los cuales, fueron antes postes de la cerca, y luego son ambas cosas, como que en el tronco siguen sufriendo todavía el eterno mordisco del alambre de púas que como un acróbata infatigable salta de un tronco a otro, y se queda prendido de los dientes.

Los ranchos de las fincas rurales se asoman al camino con aire placentero alzado en el centro de pequeñas planicies engramadas, con el pozo a un lado y al otro la carreta desuncida, descansando mal acostada bajo el chilamate o el guanacaste, y acaso también los bueyes ramoneando indiferentes, por ahí o echados en una actitud que mas parece de pensadores que de rumiantes.

Fue junto a una de esas casucas del camino de Pochocuape que por primera vez vi a Ñor Anito, una mañana de agosto, cuando asuntos míos me llevaban a la sierra cada vez y cuando Ñor Anito sentado en un viejo taburete junto al rancho, del lado de la sombra hacía una figura patriarcal. Su cabello escaso, crespo, cano y mal peinado; oscuro la tez, blanca y poblada la barba, aunque no luenga, y surcado de arrugas en el rostro, dejaban ver a las claras que los inviernos de su vida eran ya muchos, tanto que su peso lo mantenía encorvado. Invariablemente guardaba entre sus manos un tosco bordon, largo como un cayado. Jamás le conocí sombrero durante los muchos meses que ocasionalmente pasaba frente a su posada; porque aquella finquita no era su casa, sino la de parientes bondadosos que generosamente le habían dado techo y sustento. Ñor Anito no tenía ya mujer ni le quedaban hijos; habría por ahí, si acaso, algunos nietos dispersos quien sabe por dónde. Ñor Anito estaba muy viejo, y no podía valerse más por sí mismo; era un rezagado.

Pero lo que no podía ya darle un tributo de sudor a la tierra que parecía negarle su seno, lo derramaba en bondad con sus semejantes. Lo digo así, aunque sólo una vez me detuve a verlo de cerca. Pero me basta para ello recordar su sacramental saludo siempre y cada vez que me tocó pasar frente a su posada. “Que Dios te lleve con bien…!” Y en el “en” de bien Ñor Anito hacía un calderón lleno de sincero deseo de que así fuera. Amable voz de anciano, ni trémula ni débil. Voz bondadosa, de amistoso acento, como uno suele, a veces oír voces.

Llegó a gradarme especialmente la figura roncana de Ñor Anito y al iniciar la jornada cada vez, ya pensaba y esperaba que lo veía, y que escuchaba su cordial saludo llenos de buena voluntad: “Que Dios te lleve con bien!”. Era confortable oír decir aquello en la soledad del camino; muchas veces lo recordé insistentemente, cuando la noche y la oscuridad llegaban a caerme antes del término de la jornada. Solo y en la oscuridad uno se cree más en manos de Dios que día y acompañado.

Una mañana de tantas pasé frente a la finca del cuento y Ñor Anito no estaba en su taburete. Ni siquiera el taburete de Ñor Anito estaba allí.

Debe haber sido una cosa de presentimiento: me detuve a pedir sin tener sed; en realidad quería saber de Ñor Anito, mi querido con quien solo una vez había llegado a cambiar unas pocas palabras fuera del “Adios, Ñor Anito”, “Adios, hijo. Que Dios te lleve con bien!”, que era algo sacramental.

Pues el viejito se había rendido a la tierra, que según los dueños de la finca “ya lo pedía”. Cómo? Cuando? “Pues antenoche, nadie supo ni a qué horas. Cuando amaneció. Ya Ñor Anito no amaneció”.

Y así, en el humilde cementerio rural, junto al camino, media milla más arriba, hubo desde entonces una cruz más.

Suerte la de Ñor Anito! Su cruz estaba también bajo sombra: un guácimo coposo tendía sobre ella la protección de sus ramas, como le gustaba tanto a él.

Yo no tuve ya más saludos del anciano, como antes al pasar frente a su anterior posada. Pero él sigue recibiendo el mío cada vez que desfile junto al grupo de cruces del camposanto rural. Buscaba la cruz bajo el umbrío guácimo y con voz audible le expresaba a mi amigo muerto los deseos en que abundaba mi corazón: “Buenos días, Ñor Anito. Que Dios los tenga con bien!”. Y cada vez que lo hice tuve la sensación de que hacía un pequeño abono por cuenta de una deuda mayo.

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