Fernando
Centeno Zapata
En
un trailer que arrastraba un tractor, echaron todas sus cosas: las tres hijas,
los tres perros, los cuatro butacos, los dos camastros, unos platos de lata,
las cazuelas de barro, a Colachito y su chocoyo que era el menor de los hijos y
el único varón, luego se subieron ellos, y partieron.
El
tractor los arrancó de la ciudad, del barrio, de la pobreza del barrio y ellos
iban casi cantando de alegría, porque ya no pensarían ni en el alquiler, ni en
la comida, ni en el pago de impuesto a la Junta si morían y, sobre todo,
tendrían trabajo todos en el algodonal.
La
ciudad se había convertido para ellos en una maldición, viviendo allí se
sentían solos, en un mundo a parte, su mundo era aquella casucha por la que
pagaban 30 pesos, lo demás, lo que estaba fuera de aquella realidad, era otro
mundo, otra ciudad, otra gente.
Hacían,
cuando podían, dos tiempos; pero generalmente uno o la mitad de uno, porque él
como jornalero apenas ganaba, y ella como “tortillera” no era muy apetecida.
Alguien en la ciudad les dijo que pusieran a servir a las hijas, que ya tenían
edad, pero ellos le tenían miedo a los patronos de la ciudad y a los hijos de
los patronos: ciertamente que la menorcita había cumplido los 13 años, pero
eran tan “guanacas” y además si ellas se iban ¿quién iba a acarrear el agua, y
la leña, y ayudar en lo demás?
Con
el varoncito no se contaba porque apenas empinándose podía llegar al molendero,
además éste no molestaba, porque pasaba jugando todo el día tirado en el suelo
con su chocoyo y los perros.
Cuando llegó la propuesta, la tomaron como una bendición, la escucharon con la
boca abierta y ni siquiera lo pensaron. La aceptaron inmediatamente y sin decir
“adiós” a nadie porque a nadie conocían en el vecindario, partieron al rayar el
alba.
Habían
llegado del monte a la ciudad, ahora volvían al monte porque la ciudad no era
para ellos.
Después de unas horas de camino comenzaron a contemplar los algodonales. Ella
le dijo a él:
-Aquí
debe ser! Y él contestó:
-Puede
que aquí sea, el patrón me dijo que su algodonal era el más hermoso; desde la
orilla de la carretera se podía ver, y éste es el más hermoso. Mira!, ya están
reventando las “guayabas”; aquí el patrón se va a bañar en plata!
Ella
se dijo para sí misma, y para que también la oyera él: Dios les ayuda a los que
tienen buen corazón.
El
tractor de pronto dejó la carretera y siguió un camino de tierra, a un lado y
otro del camino, siempre los algodonales: frondosos, frescos, poblados de
“guayabas” que pronto reventarían como rosas blancas.
El
tractor paró al llegar a un clarito. Allí era el lugar: unos mozos estaban
levantando el rancho, saltaron alegres del trailer y se pusieron a trabajar con
ellos y cuando ya el techo del rancho estuvo terminado le dijeron que se
fueran, que entre todos harían el resto.
La
mujer y el hombre se abrazaron felices. Las hijas se pusieron a mirar el
algodonal que se extendía por todos los lados del rancho, el chigüín se enrolló
con sus perros y su chocoyo en el suelo.
El
hombre y la mujer casi cantaban de alegría, no importaba pasar así la noche.
Mañana –dijo el hombre- lo terminaremos de forrar, lo principal es que ya
tenemos “nuestro rancho”. Se acostaron cansados y durmieron profundamente.
-II-
La
madrugada amaneció húmeda; todos despertaron con la madrugada y volvieron a
asomarse al plantío de algodón que los rodeaba por entero: todo era verde y
blanco, más verde que blanco porque apenas empezaban a reventar las motas de
algodón y las “guayabas” de los árboles se veían como palomas emplumando. Aquel
día lo ocuparon en forrar el rancho.
Al
otro día ya salió él con su máquina al hombro a regar insecticida en el
algodonal; un día después la mujer tomó otra máquina y, otro día después, las
tres mujercitas juntas tomaron también su máquina y entraron al plantío. Sólo
el muchacho quedó en el rancho jugando con sus perros y su chocoyo.
La
madre, como buena madre, le dejaba algún alimento a la criatura, trancaba la
puerta por fuera y se iba; los primeros días al regresar por la tarde lo
encontraba llorando de hambre y de sed, pero después se fue acostumbrando.
Trabajaban
por “tarea” porque así se ganaba más: tomaban tres “tareas”, una para él, otra
para ella y la otra para las tres hijas. El padre una vez que terminaba la
suya, iba a ayudarle a las hijas y luego a la mujer. Él llegaba de último al
rancho, cuando ya estaba oscureciendo.
Una
tarde sólo pudo sacar su “tarea” y regresó al rancho, se tiró sobre el camastro
y comenzó a vomitar, los perros se arrimaron a comerse los vómitos, el niño
también quiso arrimarse, pero él tuvo fuerza para quitarlo y amarrarlo a un
butaco, luego siguió vomitando, cuando llegaron su mujer y sus hijas, el hombre
ya no podía hablar. Estaba pálido, estaba rígido, estaba muerto.
Lo
enterraron junto al rancho. Sus compañeros de trabajo al saber la noticia se
dijeron: murió intoxicado.
Con
madera rolliza le hicieron una cruz y le pusieron la inscripción: “NICOLÁS
MORALES, n. 1925- m.1959”. Junto al amo enterraron los perros.
Al
otro día la viuda y las hijas tomaron las tres tareas, pero no pudieron hacer
nada y regresaron agotadas.
Llegó
de nuevo la noche y al otro día se levantaron como de costumbre con la
madrugada, contemplaron el plantío que los rodeaba por todos lados,
contemplaron la cruz, ahora sobre el triste verde de las matas sobresalía el
blanco alegre del algodón flotando como espuma. Aquel día las hijas no
quisieron tomar su máquina, se quedaron en el rancho. La madre se fue sola.
Cuando
regresó “oscureciendito”, no encontró ni hijas ni camastros, ni los tiestos de
barro, sólo el chigüín jugando con su chocoyo. La madre adivinó con su instinto
de mujer lo que había pasado.
Para
el corte de algodón echaron gente. Y como la mujer había quedado sola ya no
resultaba útil en la hacienda. Le notificaron que desocupara el rancho.
La
mujer agarró su muchacho de la mano, el muchacho llevaba su chocoyo, la mujer
arrancó la cruz, se la puso en el hombro y tomó el camino polvoso, por donde
habían entrado, en el camino encontró un tractor arrastrando un trailer y, en
el trailer, cantando de alegría, gente que llegaba de la ciudad a ocupar “su
rancho”.
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