20 de mayo de 2012

La sequía


Fernando Centeno Zapata.

El primer aguacero cayó exactamente el uno de mayo. Se sintió de pronto aquel olor a tierra mojada y aquel deseo en el paladar de llevarse a la boca un terrón mojado, de comerlo, de aspirar aquel olor profundamente, que es como si fuera ya parte de nuestro cuerpo: como los ojos, el corazón y las manos.

Simón, el viejo campesino, con sus 60 años y sus catorce hijos habían aprendido, y así enseñado por este método directo, a querer aquel pedazo de tierra, que era como un pedazo de sí mismo, a querer a aquellas “planadas” apenas alteradas por pequeñas serranías.

Hombre y tierra aquí como en ninguna otra parte, estaban identificados.

Los hombres eran duros como era la tierra en el verano, y alegres y contentos como era la tierra en el invierno. A veces eran taciturnos, como era la tierra en aquellas “sequías” terribles, en que abría su vientre las profundas heridas para darle salida al fuego que le quemaba las entrañas, en que hasta las hojas de los árboles caían y éstos se volvían esqueléticos, en que todo ser viviente desaparecía de su superficie y sólo quedaba el hombre, el hombre pasando hambres y calamidades, y sólo quedaba el niño, porque de cualquier manera se mantenía; y sólo quedaba la mujer porque ella, como el hombre y como el niño eran parte de aquellas tierras, porque eran la tierra misma; en bonanza o en calamidad, en las alegrías y en la desolación.

La sequía podía llegar a cualquier hora, entrar en el “veranillo” de San Juan o con la canícula, o con los meses de septiembre u octubre. Todo era igual.

-Güeno muchachos, dijo el viejo Simón, al caer la tarde de aquel primero de mayo, allí tenemos el primer aguacero, hay que aspirar muy fuerte, para que la tierra nos dé su fuerza y su vigor y hay que comerla, sí, comerla para que se purifiquen nuestras almas, y así prepararnos luego para la siembra.

-Y todos, todos sin excepción, desde el chigüín de ocho años hasta el de 30, desde el yerno a la nuera, desde la mujer al huérfano, todos se dedicaron al día siguiente a alistar los fierros de labranza: arados, yugos, cintas, la vara del “chuzo”, los calabazos y el maíz para la siembra.

-No es bueno sembrar al primer aguacero, ya lo saben, había dicho el viejo Simón, y continuando:

pero tantico caigan otros y que la tierra refresque, le damos viaje.

La lluvia siguió cayendo, día a día: los días eran nublados y las noches frescas, la tierra que había quedado negra después de la quema, iba reventando en un verdor celeste y de la noche a la mañana todo lo que abarcaban los ojos era verde, verde tierno como los niños al nacer o como el agua calma de las profundidades.

-Agora sí la tierra está fresca, dijo al acostarse después del cuarto día de lluvia, el viejo campesino, mañana amanecemos sembrando.

Y con el alba se oyeron las primeras voces: já buey viejo, já... sigaa, vueltaaa... pare: los bueyes punteros iban adelante y detrás tres yuntas más siguiéndole los pasos, y más detrás, la tierra volvía a quedar negra y los surcos se abrían en paralelas infinitas, y encima de los surcos, los sembradores dejaban caer con primor el grano de maíz tapándole luego con los pies.

En tres días, toda la tierra quedó sembrada. Los hombres, las mujeres y los niños se sintieron descansados.

El viejo Simón de fue al pueblo a ponerle candelas a la Virgen del Rosario, para que todo su maíz naciera.

Ocho días después todo el maíz estaba nacido. Era un tablazo de milpa bien puesto, y como nació tan tupido, se le tuvo que arralar dejando una o dos matas a cada paso y el maíz creció frondoso, lozano, y todo el plantío era una sola mancha verde, ahora de un verde intenso y brillante, que se mecía con majestuosidad al ritmo del viento.

Cada mata tenía la hermosura de una mujer encinta, orgullosa de llevar en su vientre el alimento que da vida. Cada planta tenía raíces hondas, profundas como la vida misma, y estaban tan amarradas a la tierra, que por fuertes vientos que las azotaran ellas se mantenían erguidas, de pie, con fieles centinelas contra toda invasión del hambre.

A su tiempo vino la roza, y tras la roza el aporco, la espiga con su dorado polen, y tras el polen los proyectos del viejo Simón:

Calculaba mil quinientas cargas, a C$ 30.00 la carga: cuatro mil quinientos córdobas.

Compondría su rancho, le compraría vestidos nuevos a los muchachos; a su vieja, la pobre, una piedra de moler y una camiseta; le compraría la yegua a su compadre, para quedarse con la cría; compraría otra guitarra y una bandolina; llamó a su hijo mayor, Margarito, y le dijo que le haría otro rancho para que viviera solo con su mujer –vivían tan apretados todos en aquel huevito-. ¡Ah! Se le había olvidado: le haría un rosario a la virgen, pero primero le cambiaría el marco y en el rosario iba a dar chicha y guaro e iba a matar un cerdo, y a traer la marimba del pueblo, y en su rancho se bailaría toda la noche hasta en la madrugadita. ¡Ah!, también al cura le iba a llevar su primicia, pero el cura tenía que conformarse con una carga, -era tan bueno el cura- que no iba a preguntar por lo que había sembrado y por qué le llevaba tan poco- ¿pero no será malo mentirle al cura?, no, porque el cura es tan bueno, y además por eso le boy a hacer un buen rezo a la Chayo.

* * *

Así divagaba todas las tardes el viejo campesino sentado en su butaco que arrimaba al ceibo que daba sombra al rancho, los hijos llegaban a rodearle y con los hijos, las nueras y los nietos.

Unas notas de guitarra parecían alegarse ondulantes sobre las espigas del maizal:

A medida que iba cayendo la tarde, el viento menguaba y quedaba un ruido grave y uniforme sólo interrumpido por el graznar de un ave nocturna que pasaba rompiendo la oscuridad solemne de la noche.

El viejo Simón se metía, ya cansado de pensar, en su rancho y sin desvestirse, (porque cuando el maíz comienza a chilotear hay que levantarse a cualquier hora a cuidar de los zahinos y mapachines), se tiraba al tapesco.

Aquella noche, al acostarse, le había dicho a su Chayo, la mujer, como la Virgen de su celebración, también se llamaba Rosario:

-Chayó, yo creo que ya estamos salvados, hoy fue el último día de canícula.
Y la Chayo había contestado: Gracias a Dios mi viejo. Y se durmieron.


* * *

Como todo buen campesino, el viejo Simón abrió los ojos al primer canto de gallo.

Eran las tres de la mañana.

El viento había menguado como por encanto, no se oía el más leve movimiento de una hoja, ni el vuelo de un pájaro, ni el graznar de un ave, ni el mugir del toro, ni el relincho de la bestia; diríase que toda la naturaleza había amanecido muerta. El viejo campesino, que sabía lo que aquello significaba, saltó del tapesco al suelo, afinó sus oídos, y allá, muy lejos, pero muy lejos, como en un sueño, volvió a oír el canto de un gallo, ¡no!, ese no era el canto de su giro!, y salió corriendo, abrió la puerta del rancho, contempló un firmamento limpio, claro y estrellado, y vio que las hojas de su maizal no se movían, que no corría el viento, que era pesado aquel letargo en que habían caído todas las cosas que estaban contemplando. De pronto un vientecillo, como una brisa, pero en sentido contrario: de sur a norte.

El viejo Simón quería acortar la madrugada, pero las estrellas parecían brillar más, y estar pegadas como garras en aquel azul infinito.

El viejo Simón ni se aguantó y gritó: Chayo, Margarito, Simón, Pedro, Asunción, los llamó a todos. Hasta los tiernos nietos se levantaron a los gritos del abuelo. Le rodearon:

todos buscaron algo con la vista, elevaron las manos que se alargaron desesperadas como para palpar la dirección del viento, y enmudecieron.....

Sólo la madre pudo hablar: TENDREMOS SEQUÍA, dijo, y dio la vuelta.

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