13 de marzo de 2012

La novela de uno de tantos


Rubén Darío

Ayer tarde, mientras sentado en el balcón leía yo un periódico, tocaron a mi puerta. Era un hombre pálido y enfermo, apoyado en un bastón, con el traje raído y de mala tela. Con una voz débil me dirigió el saludo. Yo soy como el santo de la capa, que le dio la mitad al pobre; y no me alabo. He tenido entre mis triunfales días de oro, algunas horas negras, y por eso veo en toda amargura algo que pone en mi alma el ansia de aliviar; y en toda pobreza, algo que me anima a dar un pedazo de mi pan a la boca del necesitado; y en toda desesperanza una fortaleza íntima que me obliga a derrochar mi tesoro de consuelos.

(Y en un paréntesis te pregunto a ti, joven y renuente soñador, ¿no es cierto que más de una vez has sentido –en una mañana opaca en que tu espíritu estaba lóbrego–, no has sentido, digo, como que se te abría el cielo en alegría inmensa, ofreciéndote una promesa de felicidad cuando has sacado la única moneda de la bolsa de tu chaleco, para dejarla en la mano del mendigo ciego o de la viejita limosnera?)

 Parecía el infeliz hombre un viejo, en sus veintiocho años vi­riles, molidos, aplastados por la maza de la enfermedad. Canijo, apenado, como el que va a solicitar un favor que casi humilla, estrujaba su sombrero usado, contra sus flacos fémures que re­saltaban debajo de la funda del pantalón. Empezaba con pala­bras bajas una conversación cortada y sin objeto. Que esto, que lo otro, que lo de más allá; que éramos del mismo lugar, que había nacido en mi tierra caliente: que tenía un libro de versos míos, ¿adonde vamos a parar?; que yo debía conocer y recordar a un mi compañero de colegio, muchachón que usaba en el recreo, porque era rico en aquellos tiempos pasados, un gorro de terciopelo rojo que era envidia de todos los chicos: en fin, el hijo de aquel francés que era vicecónsul, el hijo del gordo monsieur Rigot.

 ¡Que no lo había de recordar! Ya lo creo que lo recordaba. ¡Como que abríamos los colegiales internos tamaña boca cuando llegaban a traerle en tiempo de vacaciones, en un grande y her­moso carruaje! ¡Como que nos tiraba de las orejas y nos veía muy por sobre el hombro el crecido y soberbio Juan Martín, el hijo de monsieur Rigot! ¡Como que en la mesa era él quien se comía el mejor pan, y gozaba de un poquillo de vino y era tra­tado, en fin, a cuerpo de príncipe! ¡Que no le había de recor­dar! Había hecho época en mi ciudad de bautizo, porque el vicecónsul no escatimó nada para esplendores, fiestas y bullas. Lo habían criado al chico con mimos y gustos en la casa lujosa del gabacho; había tenido el primer velocípedo, trajes euro­peos, vistosos y finos, juguetes regios. Y ¡oh Juan Martín! cuan­do se dignaba jugar con nosotros, sacaba de su bolsillo para mirar la hora, su pequeño reloj de oro brillante.

Ésta es la historia de tantos muchachos a quienes Dios trae al mundo en carroza de plata para llevárselos en andas toscas.

Aquel chiquillo vio pasar sus años en boato y grandeza. Ya púber, siempre amado de su padre, el buen francés, y de su madre, una santa mujer que le perdonaba todas sus picardigüelas, se acostumbró a la vida loca y agitada de caballerito moder­no; gastar a troche y moche, vestir bien, tener queridas lindas; si son carne de tablas, mejor; jugar; y allá el viejo que dejará la herencia.

Mucho tiempo pasé sin ver a Juan Martín después de aquellos días de colegio. Cuando aún sonaba su nombre, por razón de sus buenos caballos y las innumerables botellas de cerveza que consumía, yo no era su amigo. ¡Qué lo iba a ser! El había estado en Europa, hablaba alemán. Se relacionaba únicamente con los dependientes rubios de las casas extranjeras y usaba monoclo. Adelante; adelante. Como el buen vicecónsul era un bolonio, el mejor día se lo llevó el diablo. El señorito, por medio de su loca vanidad, de su fatal imprudencia, y con el "chivo" y con el bacarat, hizo que el tío Rigot se declarase en quiebra. ¡Pobre y excelente vicecónsul Rigot! Pero no tanto. Porque después que vendió sus dos haciendas y se repartieron el gran almacén los acreedores, pensó en francés lo siguiente: "Soy una bestia al dejar que este haragán botarate me ponga nada menos que en la calle. Justo es que, puesto que él me ha arrui­nado, me ayude a recobrar algo de mi pérdida". Y le dijo a Juan Martinito en claro español: "O te rompo el alma a palos, o te vas al país vecino, donde hay universidad, a hacerte una profesión". El mozo optó por lo último.

Ahora, siga la narración el hombre pálido y miserable que estaba ayer delante de mí.

Llegué aquí, señor, y comencé mis estudios. Mis padres, a pesar de su mala fortuna, me señalaron una buena pensión. Vivía en una casa de huéspedes. Al principio hice todo lo que pude por estudiar; pero esta maldita cabeza se resistía. Luego, acostumbrado a mi vida de antes, tenía la nostalgia de mis días borrascosos y opulentos. ¡Eh! Un día dije: ¡pecho al agua! y volví a las andadas. Aquí no me veía mi padre. En las clases me hice de muchos amigos, y en los restaurantes aumentó la lista de ellos. Se sucedían las borracheras y los desvelos. En mis estudios no adelantaba nada. Pero estaba satisfecho; y mis amigos me ayudaban a desparramar mi pensión a los cuatro vien­tos. Pasó un año, dos, tres, cuatro. De repente dio vuelta rápida la rueda de mi fortuna. En un mismo año murieron mi padre y mi madre. Quedé como quien dice, en el arroyo, sin encon­trar ni un árbol en que ahorcarme. ¿Qué sabía yo? Nada. Hasta el alemán se me había olvidado. Mis compañeros de orgías me fueron dejando poco a poco. Pero yo no dejaba de frecuentar ni las cantinas ni ciertas casas... ¿me entiende usted? Vicioso, humillado, una mañana, tras varias noches de placer abyecto, sentí un dolorcito en la garganta; y luego, señor, y luego vino esta espantosa enfermedad que me taladró los huesos y me emponzoñó la sangre. Viví por un tiempo en un barrio lejano, casi, y sin casi, de limosna. En un cuartucho sucio y sobre una tabla, me retorcía por el dolor, sin que nadie me diese el más pequeño consuelo. Una vecina anciana tuvo un día compasión de mí, y con remedios caseros me puso en estado de levantarme y salir a la calle, roto, desgreñado, infame; casi con el impulso de tender la mano para pedir al que pase medio real! He visto a algunos de mis amigos de café... ¡No me han conocido! Uno me dio un peso y no quiso tocar mi mano por miedo del contagio. Supe que estaba usted aquí, y he venido a rogarle que haga por mí lo que pueda. No me es posible ya ni caminar. Voy a morir pronto. Me hace falta un pedazo de tierra para tenderme.

¡Oh! perdona, pobre diablo, perdona, harapo humano, que te muestre a la luz del sol con tu amargo espanto; pero los que tenemos por ley servir al mundo con nuestro pensamiento, de­bemos escudriñar, buscar el mal y sacar el ejemplo de su escon­dido agujero, con el pico de la pluma. El escritor deleita, pero también señala el daño. Se muestra el azul, la alegría, la primavera llena de rosas, el amor; pero se grita: ¡cuidado! al señalar el borde del abismo.

Lee tú mi cuento, joven bullicioso que estás con el diario en la cama, sin levantarte aún, a las once del día. Lee estos ren­glones si eres rico, y si pobre y estudiante, y esperanza de tus padres, léelos dos veces y ponte a pensar en el enigma de la es­finge implacable.

Allá va, flacucho y derrengado, con su corrupta carne, allá va apoyado en su bastón, anciano de veintiocho años, ruin y miserable; allá va Juan Martinito, en viaje para la tumba, ca­mino del hospital.

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