19 de junio de 2013

La puerta Falsa


Sergio Ramírez
Cuando Amado Gavilán subió al encordado del Staple Center en Los Ángeles la tarde del 28 de mayo del año 2005, iba a cumplir con una pelea de relleno pactada a ocho asaltos contra el filipino Arcadio Evangelista, invicto en la categoría de los pesos mini mosca. Era el tercer match de una larga velada que culminaría a las diez de la noche con el estelar en que Julio César Chávez, el más famoso de los boxeadores mexicanos, ganador de 5 títulos mundiales en 3 categorías diferentes, se enfrentaría al welter Ivan “Mighty” Robinson en lo que sería su histórica despedida del boxeo.
Muy pocos habían oído hablar de Amado Gavilán, mexicano igual que Chávez pero lejano a la fama que cubría con su cálido manto a su compatriota. A los 42 años y a pocos pasos de su retiro de las cuerdas, el pentacampeón Chávez era dueño de un impresionante récord de 108 combates ganados, 87 de ellos por nocaut, y por eso mismo aún era capaz de colocarse como preferido en las quinielas de los apostadores, y recibir los dorados frutos de un contrato de televisión pay-per-wiew costa a costa, como esa noche.
 
Por el contrario, el magro manto que cubría a Gavilán era el anonimato. Apenas un año menor que Chávez, su récord enseñaba que había subido 41 veces al cuadrilátero para perder en 32 ocasiones, 14 de ellas por nocaut. No tenía nombre de guerra, y nunca se le ocurrió adoptar uno, digamos Kid Gavilán, como alguna vez le propuso su entrenador ad honorem Frank Petrocelli. Su apellido le daba pleno derecho a algo semejante, pero hubiera sido una especie de sacrilegio porque ya había un Kid Gavilán en la historia del boxeo, el legendario campeón cubano de los pesos welter que en verdad se llamaba Gerardo González.
 
Para despreciar un nombre de guerra y brillar igual, se necesitaba ser Julio César Chávez. Alguna vez un cronista deportivo de El Sol de Tijuana había llamado a Gavilán “el caballero del ring”, porque su carácter apacible fuera de las cuerdas, suave de trato y de modales, parecía acompañarlo cuando subía a la tarima, lo que hacía de él un peleador comedido, de ninguna manera un matador dispuesto a cobrar la victoria con sangre. Pero nadie iba a ponerlo en el cartel de una pelea como “el caballero del ring”. Otra de sus desventajas era pertenecer a la división de los pesos mini mosca, apenas 108 libras, donde por naturaleza escasean las luminarias y hay poco heroísmo en los combates. Si ya el mismo nombre de mosca es degradante, mini mosca viene a ser aun peor. Conviene ofrecer un poco más de su historia.
 
Amado Gavilán había nacido en Hermosillo pero desde niño se trasladó con sus padres a Tijuana donde sigue viviendo en compañía de su hijo Rosendo Gavilán, un muchacho locuaz y despierto que aspira a ser comentarista de boxeo en la radio. La suya es una de esas casas de ripios, coronadas con llantas viejas para que el viento que sopla del mar no se lleve los techos de hojalata, que van ascendiendo por las alturas calvas de los cerros pedregosos al borde mismo de los barrancos usados como vertederos de basura y se halla propiamente detrás del cañón de los Laureles, al lado de la delegación Playas de Tijuana. El lugar se llama Vista Encantada y la calle, Calle de la Natividad.
 
Preguntado acerca de su madre, el joven Gavilán dice: “ambos somos solos en la vida y no sé nada de mi madre Lupe más que un cuento vago de mi padre acerca de que un día tomó su petaca y se regresó para Ensenada, de donde había venido, y que ese día que se marchó de madrugada llevaba puesto un vestido de crespón chino estampado con hartas azaleas”.
 
Amado Gavilán fue por algunos años oficial de carpintería en la fábrica de cunas Bebé Feliz de la avenida Nuevo Milenio, a cargo de una sierra eléctrica, pero era un trabajo que no le convenía según consejo de su entrenador Petrocelli, por el asunto de que cualquier desvío de la sierra al pasar el listón de madera bajo la rueda dentada podía volverlo inútil de las manos, y entonces se empleó como hornero en la pizzería Peter Piper de la plaza Carrusel, que tampoco le convenía por los cambios de temperatura capaces de arruinarle los pulmones, y luego como lavaplatos en el restaurante Kalúa del boulevard Lázaro Cárdenas, pero otra vez Petrocelli le advirtió que seguía corriendo riesgos al mantener las manos metidas en el agua caliente aun con los guantes de hule puestos, riesgos de artritis que lo dejaría lisiado de los puños.
 
Encontró entonces lugar en un conjunto de mariachis que buscaba clientes a la medianoche en la plaza Santa Cecilia, a cargo de la vihuela que había aprendido a tocar de oídas, pero de nuevo había una objeción, los desvelos. De manera que su hijo Rosendo estuvo decidido a dejar la preparatoria y aceptar el puesto que le ofrecían en una carnicería para que Gavilán pudiera entrenar sin preocupaciones pero todo se saldó cuando Kid Melo, un boxeador retirado, le ofreció trabajo como sparring en su gimnasio de la colonia Mariano Matamoros, donde de todos modos entrenaba.
 
“Petrocelli vive en San Diego, y por muchos años se fajó al lado de mi padre sin pensar en fortuna, viniéndose cada noche en su bicicleta por el paso fronterizo de San Ysidro hasta el gimnasio de Kid Melo para las sesiones de entrenamiento”, afirma el muchacho. “Kid Melo no le cobraba a mi padre el uso del gimnasio desde antes de emplearlo de sparring, ni tampoco Petrocelli le cobraba nada por sus servicios. Tenían fe en él. Creían que simplemente no le había llegado su oportunidad, y que la tendría, a pesar de los años”.
 
Rosendo es capaz de responder con la frialdad profesional del comentarista que quiere ser, acerca de las cualidades de Gavilán como boxeador: “mi padre era de aquellos a los que un promotor llama a última hora para llenar un hueco en el programa, sabiendo que se trata de alguien en buena forma física, pero incapaz de amenazar a un oponente de categoría. Sonreír caballerosamente al chocar guantes con el adversario cuando va a empezar la pelea, no ayuda para nada en la fiesta infernal del cambio de golpes que se viene apenas suena la primera campanada”.
 
Menudo y fibroso, Gavilán parecería un niño de primera comunión si no fuera por el rostro que acusa la intemperancia de años de castigo, mientras el hijo lo dobla en peso y estatura. Empezó a pelear ya tarde en los cuadriláteros de barrio de Tijuana en 1993, y perdió cuatro peleas de manera consecutiva, dos veces noqueado en el primer round. Dos años después recibió sus primeros contratos en San Diego y otras ciudades fronterizas de Estados Unidos, y perdió cinco veces en fila, tres por nocaut, o por nocaut técnico. Pero lo seguían contratando. Un hombre decente, esforzado y sin vicios, siempre tiene algún lugar en ese negocio, según el criterio de Rosendo. Por lo regular recibía 2,000 dólares por cada compromiso, que se veían sustancialmente mermados tras el descuento de comisiones e impuestos.
 
Con una bolsa tan reducida no era posible que Gavilán contara con un representante para arreglar sus peleas, y lo hacía él mismo. Petrocelli lo acompañaba cuando la contienda iba a celebrarse en San Diego o en algún sitio cercano, pero cuando había que montarse a un avión, o a un tren, no había para pagar el boleto adicional, ni los días de hotel, de modo que subía al ring con un asistente ocasional, contratado allí mismo. En medio de las estrecheces, Gavilán prefería pagar los gastos de viaje de su hijo a los del entrenador.
 
“Empecé a acompañarlo desde los doce años”, dice Rosendo. “Al principio se me ponía el alma encogida sentado allí en el ring side pensando que iban a causarle algún daño severo, que fueran a dejarlo sordo o ciego, y más bien cerraba los ojos al no más sonar la campana, el golpe de los guantes más fuerte que el griterío en mis orejas, y solamente los abría cuando sonaba otra vez la campana anunciando que el round había terminado y yo me consolaba entonces con ver que había vuelto a su esquina por sus propios pies, y ya sentado en el banquito, mientras le quitaban el protector bucal y lo rociaban con agua, nunca dejaba él de buscarme con la mirada, y me sonreía para darme confianza, aunque tuviera la boca hinchada”.
 
Ya más grandecito entendí que debía quitarme ese miedo que de alguna manera nos separaba, que debía estar siempre con él, con los ojos bien abiertos, aún para verlo caer de rodillas sobre la lona, la mano del referee marcando de manera implacable el conteo de diez sobre su cabeza, como si fuera a decapitarlo. Y aprendiendo a soportar yo los golpes que él recibía, me entró la afición por el boxeo como deporte, y así también teníamos mucho de qué hablar durante los viajes, los records y las hazañas de los campeones universales, quién había noqueado a quién en qué año y dónde, la vez que Rocky Marciano había llorado frente a su ídolo Joe Luis en el hospital adonde lo había mandado tras demolerlo en ocho asaltos, quitándole el cinturón de todos los pesos”.
 
De modo que cuando Amado Gavilán subió al ring en el Staple Center la tarde del 28 de mayo del año 2005, su hijo Rosendo ocupaba un asiento de ring side, con el compromiso de desocuparlo cuando fuera a comenzar la pelea estelar porque el coliseo estaba totalmente vendido, aunque a esas horas la inmensa mayoría de las localidades lucieran vacías.
 
Rosendo también explica cómo surgió el contrato para esa pelea del Staple Center contra Arcadio Evangelista. En el último año y medio, la fortuna de su padre pareció haber dado un modesto vuelco, empezando con la victoria contra Freddy “el Ñato” Moreno en el Paso, Texas, en noviembre de 2005, que se decidió por mayoría de una tarjeta de los jueces. Luego le ganó por nocaut técnico en el tercer round a Marvin “El Martillo” Posadas en Yuma, perdió apretadamente contra Orlando “El Huracán” Revueltas en Amarillo, empató con Mauro “La Bestia” Aguilar en San Antonio, y perdió por decisión contra Fabián “El Vengador” Padilla en Tucson, un boxeador que ganaría luego la corona de la FMB de los pesos ligeros.
 
Evangelista, de 24 años, y con un récord impecable de 16-0, se hallaba previsto para disputar la corona de la WBC en la categoría mini mosca en septiembre de ese mismo año al mexicano Eric Ortiz, y necesitaba una pelea de afinamiento. Primero pensaron en Alejandro Moreno, otro mexicano, pero Evangelista lo había derrotado fácilmente hacía dos años, y querían un mejor rival. Entonces el arreglador de peleas de la empresa Top Rank Inc, Brad Goodman, pensó en Gavilán, que se había convertido en un oponente creíble. Fuera de la mejoría mostrada en sus números entrenaba rigurosamente, mantenía su peso con disciplina, y, ya se sabe, no probaba licor. Además, encontrar un buen candidato en una división escasamente poblada no es tarea fácil.
 
Era la primera vez en su vida que Gavilán aparecía en el Staple Center, todo un premio en sí mismo. Además, iba a recibir una bolsa de cuatro mil dólares, el doble de lo que había ganado siempre, más el hospedaje en un hotel de cuatro estrellas y los boletos de tren desde San Diego. Desde que firmó el contrato se desveló pensando en lo que haría con aquellos cuatro mil dólares. “Una de las opciones era comprar un coche usado”, dice Rosendo.
 
Faltaba, sin embargo, la aprobación de la Comisión de Atletismo de California, y Rosendo cuenta cómo se dio aquello. “Dean Lohuis, director ejecutivo de la Comisión, tiene una experiencia de más de dos décadas en evaluar contendientes, y mantiene los datos de todos los boxeadores apuntados de su propia mano en unas tarjetas que guarda en una caja de zapatos. Ése es su archivo, que él afirma no cambiaría por ninguna computadora. Echó un vistazo a las tarjetas de Gavilán y de Evangelista, y resolvió que se trataba de una pelea justa”.
 
Su método consiste en marcar con una letra mayúscula la tarjeta de cada boxeador, de la A a la E, y no autoriza ninguna pelea si uno de los contendientes aventaja al otro por más de dos letras. Un A no puede enfrentar a un D, porque el de la D no tiene ningún chance, y simplemente lo están utilizando. Para su calificación toma en cuenta cuántas veces un boxeador ha sido noqueado, o cuántas veces ha noqueado, si ha tenido cortaduras serias o cualquier otro daño grave. De acuerdo al sistema de Lohuis, Evangelista era una B, y Contreras una C, y aprobó la pelea sin pensarlo dos veces.
 
Amado Gavilán hizo el viaje en tren en compañía de su hijo un día antes de la pelea. Esa vez la Top Rank hubiera pagado los gastos de Petrocelli pero, fumador empedernido, se lo estaba comiendo vivo un enfisema pulmonar que lo obligaba a recurrir constantemente a la mascarilla de oxígeno. Cuando bajaron al mediodía en Union Station no había ningún representante de la Top Rank esperando por ellos, de modo que tomaron un taxi para dirigirse al hotel que les había sido asignado, el Ramada en De Soto Avenue. Una hora después estaba fijada la sesión de pesaje, y Gavilán dio en la balanza 106 ½ libras, mientras que Evangelista ajustó las 108. Luego vino el examen neurológico.
 
Este examen toma media hora, durante la cual el boxeador debe responder preguntas sencillas: ¿quién eres? ¿de dónde eres?; rendir una prueba de aritmética básica, y pasar otra prueba de memoria, muy sencilla también, que consiste en recordar los nombres de tres objetos diferentes que le han sido mostrados minutos atrás. También el neurólogo comprueba sus reflejos de piernas y brazos, y el movimiento de sus ojos. Si no encuentra nada anormal, lo que hace es certificar que el boxeador está en condiciones de llevar adelante una pelea de manera razonable.
 
Pero no hay manera de detectar un potencial derrame subdural o epidural por efecto acumulativo a través de los años, porque un contendiente buscará siempre golpear al otro en la cabeza, y provocarle una contusión. Estos derrames son los causantes de muchos daños irreversibles, capaces de disminuir, o anular, las facultades mentales y de locomoción, lo mismo que otras de carácter fisiológico, incluida la contención del esfínter y de las vías urinarias. Ningún test puede hacerlo, y es un asunto que entra ya en el campo de la fatalidad.
 
Al día siguiente, 28 de mayo, padre e hijo se presentaron en el Staple Center a las dos y media de la tarde, Amado Gavilán cargando un maletín nuevo donde llevaba sus pertenencias, la calzoneta negra listada de rojo en los costados, los zapatos, y la bata de seda azul con su nombre estampado a la espalda que lo acompañaba en todas las peleas, antiguo regalo de la cerveza Tecate.
 
Las inmensas playas de estacionamiento se hallaban todavía desiertas, y apenas empezaban los vendedores callejeros a armar los tenderetes donde ofrecerían banderas mexicanas, estandartes y estampas de la Virgen de Guadalupe, y souvenires de Chávez, tazas, vasos, banderines y camisetas con su imagen. Tampoco estaban todavía los porteros y acomodadores, y necesitaron pasar muchos trabajos para que alguien les indicara la puerta de ingreso a los camerinos, donde Gavilán tuvo que identificarse delante de un guardia que hizo consultas por un teléfono interno antes de dejarlos pasar. Sólo rato más tarde se presentaron los asistentes profesionales provistos por la Top Rank, que iniciaron con toda lentitud su trabajo de vendaje de las manos.
 
Dos horas después llegó para Gavilán el turno de su pelea frente a un auditorio casi por completo vacío. Los dos boxeadores se acercaron al centro del ring desde sus esquinas, y Rosendo vio una vez más cómo su padre escuchaba la letanía de reglas recitada en inglés por el referee, asintiendo en cada momento, con sumisión entusiasta, a pesar de desconocer el idioma.
 
Entonces sonó la campana electrónica, mientras desde las tribunas llegaban ecos de voces desperdigadas, y para Rosendo fue como contemplar una vieja película. No esperaba ni sorpresas, ni emociones, y todo terminaría otra vez en las cuentas rutinarias de las tarjetas de los jueces. “Mi padre conocía el arte fintear, pero siempre había tenido el problema de la falta de imaginación en sus golpes, que el oponente podía prever, porque nunca tuvo sentido de la aventura, muy adherido siempre al manual. Se movía bien, con agilidad, pero eso no sirve de nada si no hay pegada certera”, afirma.
 
Así se fueron cumpliendo cinco rounds, sin pena ni gloria. Nada sucedió en el ring que atrajera la atención de la rala concurrencia. Los técnicos de la televisión chequeaban los audífonos y la posición de las cámaras, y sólo usaban a los dos boxeadores que se movían en el ring como maniquíes para las pruebas de imagen de lo que sería la trasmisión pay-per-view de la pelea estelar entre Chávez y Robinson.
 
Ben Gittelsohn, el manager de Evangelista, sentado al lado de Rosendo, estaba disgustado con la actuación de su pupilo, y así lo expresaba sin cuidarse de que lo estuvieran oyendo, y sin saber quién era Rosendo. Decía que a Evangelista le faltaba el instinto del que sale de su esquina a destruir cada vez que suena la campana, y que si tuviera ese instinto ya hacía rato habría liquidado a aquel mexicano achacoso. Sin embargo, Lohuis, el presidente de la Comisión, sentado también en el ring side, escribió en una de aquellas tarjetas que iban a dar a su caja de zapatos la palabra “competitiva” para describir la pelea, como Rosendo pudo verlo con el rabillo del ojo. Era ya una ganancia, pues una pelea pareja abría la posibilidad de más contratos arriba de los dos mil dólares en el futuro.
 
Los colores grises empezaron a cambiar, sin embargo, en el quinto asalto, cuando Evangelista logró varios uppercuts efectivos que hicieron tambalear a Gavilán. “Había abierto demasiado la defensa, y había dejado de moverse con agilidad para capear los golpes que iban a dar en su mayoría a la cabeza. No me gustaba lo que Gittelsohn estaba diciendo acerca de la vejez de mi padre, pero era la verdad, la edad no perdona, y después de cinco rounds, la fatiga se vuelve un fardo para quien ha atravesado la guardarraya de los cuarenta”, dice Rosendo.
 
Cuando terminó el quinto round, y Gavilán fue a sentarse en el banquito de su esquina, Rosendo pudo ver que tenía la boca lacerada y unos hilos de sangre le bajaban por los orificios de la nariz. Le volvieron a meter el protector en la boca, lo rociaron con agua, le restañaron la sangre, y cuando se levantó para empezar el sexto round, todo parecía de nuevo en orden como para que el combate siguiera mereciendo la calificación de competitivo. Sólo faltaban tres rounds. Gavilán iba a perder en las tarjetas sostenido sobre sus piernas.
 
Pero un minuto después de iniciada la acción, Gavilán le dio de manera sorpresiva la espalda a Evangelista para regresar a su esquina, indicando al referee por señas de los brazos que abandonaba la pelea. El hawaiano, sorprendido por la repentina capitulación de su contrincante, retrocedió, bajo la suposición de que lo había golpeado muy fuerte en la nariz y por eso se le hacía difícil respirar, según explicó luego.
 
Rosendo se acercó al entarimado, y oyó a su padre quejarse de que le dolía mucho la cabeza. Uno de los asistentes se lo tradujo al doctor Paul Wallace, el médico de guardia en el ring side, quien le examinó las pupilas con una lamparilla de mano. Le pidió que respirara hondo, y ordenó que le pusieran una bolsa de hielo en la frente. Gavilán se quedó sentado en el banquito por unos minutos, y mientras tanto podía oírse a Gittelsohn diciéndole a voz en cuello a Evangelista: “la próxima vez tienes que mantenerte lanzando golpes hasta que el referee venga a detenerte, tuviste que haberlo acorralado aunque te diera la espalda, esto no es ningún paseo”.
 
Luego, mientras Evangelista estaba ya recibiendo las felicitaciones de sus ayudantes y algunos aplausos dispersos del público, Gavilán se puso de pie, y tambaleante, abrió las cuerdas para bajar del ring, sin acordarse de reclamar su bata azul. Rosendo lo recibió en el piso. “Siento que voy a desmayarme”, le dijo. Lo ayudó a caminar de regreso al camerino, pero apenas había dado unos pasos cuando se dobló de rodillas, presa de severas convulsiones como si tuviera un ataque de epilepsia. El doctor Wallace preparó una inyección y reclamó la camilla, y antes de que se presentaran los paramédicos, las convulsiones habían cesado.
 
Ya no regresó al camerino, y fue llevado directamente al Centro de Traumatología del California Hospital Medical Center, no lejos de allí. Bajo las reglas de la Comisión, ninguna pelea puede tener lugar sin la disponibilidad de una ambulancia y su tripulación de paramédicos; cuando el anunciador Barry LeBrock informó a la concurrencia que por esa razón habría un retraso de la siguiente pelea, se escucharon abucheos desde las tribunas donde se desplegaban ya algunas banderas mexicanas, y desde los pasillos donde los fans de Chávez entraban llevando sombreros de charro en la cabeza.
 
Un examen preliminar por resonancia magnética reveló que se estaba formando un coágulo sanguíneo en la corteza del cerebro, y Gavilán fue trasladado de inmediato al quirófano para una operación que duró tres horas y media. Luego fue puesto en coma artificial en la unidad de cuidados intensivos para reducir los movimientos corporales y permitir que rebajara la inflamación cerebral, y quedó conectado a un ventilador.
 
Evangelista se presentó esa misma noche al hospital, con un ramo de flores envueltas en celofán. “Se me ha pasmado la alegría de la victoria”, le dijo a Rosendo, “toda mi familia en Filipinas está rezando por él”. Unos tíos de Gavilán que viven en Compton ni siquiera se habían enterado de que se hallaba en la ciudad hasta que no vieron las noticias de la noche en la televisión, y también se presentaron al hospital.
 
En los días siguientes se recibieron mensajes de aliento para el paciente, entre ellos uno del presidente de México, Vicente Fox. A Rosendo le tocó responder la llamada del asistente presidencial. “De pronto mi padre existía”, dice Rosendo, “había salido del anonimato por aquella puerta falsa”. Después de ser dado de alta, volvió a Tijuana a su casa de la calle Natividad en Vista Encantada.
 
Meses más tarde, el 10 de septiembre del año 2005, Arcadio Evangelista arrebató la corona de la WBC a Eric Ortiz en el primer round del combate estelar celebrado en el Staple Center, mandándolo a la lona con un demoledor derechazo a la barbilla que le hizo saltar el protector fuera de la boca.
 
Antes del choque protocolario de guantes, al presentar a los boxeadores, el anunciador LeBrock había dado a conocer que Evangelista dedicaba la pelea a Amado Gavilán, “el caballero del ring”, su invitado especial de esa noche, quien se hallaba sentado en el ring side al lado de su hijo.
 
Ofrecía el mismo aspecto infantil de siempre, menudo y fibroso, y llevaba una gorra de jockey, porque aún no le crecía lo suficiente el pelo que le habían rapado para la operación, una camisa blanca manga larga en la que estaban marcados los dobleces del empaque, y una corbata de tejido acrílico con el mapa del Estado de California.
 
Rosendo lo ayudó a ponerse de pie cuando mencionaron su nombre, pero tuvo que apresurarse en detenerlo porque empezó a andar por el pasillo a paso lerdo, como si le pesaran los zapatos deportivos que llevaba  puestos, el trasero abultado por el pañal que usaba debido a la incontinencia urinaria, la mirada vacía y sin saber a dónde iba.

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