Por Martha Cecilia Ruíz
Cuando su padre le dijo que había arreglado una boda para ella, guardó silencio y recordó la historia de su nacimiento. Durante el parto,su madre miraba la hermosa colina cubierta por un pasto verde, pequeño y uniforme,que ante la lluvia mostraba más gracia que cualquier flor y más resistencia que todos los árboles en la rivera del Wangki.
Cuando su padre le dijo que había arreglado una boda para ella, guardó silencio y recordó la historia de su nacimiento. Durante el parto,su madre miraba la hermosa colina cubierta por un pasto verde, pequeño y uniforme,que ante la lluvia mostraba más gracia que cualquier flor y más resistencia que todos los árboles en la rivera del Wangki.
Después de abrazar y besar a la tierna,la joven madre recitó uno a uno todos los tonos de verde y que conoce el pueblo miskito, cantó todos los nombres que toma el viento sobre la tierra y sobre el agua. Recitó las palabras
olvidadas para describir bosque y lluvia. Cerró los ojos y nunca más despertó.
La madre de su
madre, la crió y la amamantó como al resto. Nunca faltó leche en aquellos
pechos que alimentaron durante más de veinte cosechas una criatura tras
otra, para crecer, soñar y morir junto
al río.
Según la costumbre,
Tara estaba lista para casarse, sabía preparar wabul, encender el fuego, atrapar y cocinar toda clase de animales,
curar heridas, hacer trajes de tuno y decorarlos con colores prestados a
raíces, flores y hojas de todo tipo. Además todos la conocían por la fuerza de
sus pulmones tanto para cantar y nadar.
No quería casarse,
temía morir como su madre, soñando ser libre, a menudo se sentía culpable y
sola. Pero en el agua era libre ¿volvía acaso al vientre de su madre?
“¿Dónde estás mi
madre?”, gritó a un manatí, que
tranquilo y todavía con alimento en la boca, le respondió: “no lo sé”.
No hubo sorpresa,
simplemente una conversación franca sobre su deseo de alejarse de su pueblo y
decidir por ella misma. El manatí contó su historia y cómo había dejado a su
gente para convertirse en un ser marino.
La criatura
inmensamente gorda y sensible le confió el secreto, al tiempo de advertirle que
eran necesarios tres días con sus noches para la transformación. -“Imposible”,
dijo Tara, “mañana me casan, tiene que ser hoy”.
Entre los dos
buscaron en el agua y en la tierra todos los ingredientes. Al atardecer Tara
miró la colina, las casas dispuestas en círculo alrededor de la misma, trató de
guardarlo todo en su corazón. Pronto sería un manatí, vio sus piernas, sus brazos y por un momento
dudó. Pero recordó la sensación bajo el agua, el reposo al flotar viendo al
sol.
Bebió de un sorbo
la pócima. La transformación empezó por los pies, lenta y dolorosamente, debía
hacerlo en un sitio seco y tranquilo, cualquier alteración podría significar la
muerte.
Al amanecer, ya la
mitad de su cuerpo se había convertido. Cuando
oyó la voz de su padre y otros hombres que la buscaban, casi inconsciente se
tiró al agua, fue ahí cuando supo que seguía teniendo brazos, también pechos y
que su cabello todavía era largo.
Rumbo a mar
abierto, olvidó el dolor y empezó a cantar en la lengua de los manatíes.
Los hombres solo
vieron la cabeza de mujer y la enorme cola de pescado.
-¡Liwa mairin!,
gritaban, ¡liwa mairin se llevó a Tara!
Este es un blog para tener tiempo (!¡) y perderse por aquí.
ResponderEliminarGracias María, tus palabras me emocionan. Gracias por el maravilloso regalo de tu tiempo en este blog que retoma las leyendas nicaragüenses y apoya la difusión de nuestras obras. Y gracias especialmente a Rolando Mendoza por mantener este hermoso espacio. Atte- Martha Cecilia Ruiz
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