8 de abril de 2013

El manuscrito rescatado en alta mar


Félix Navarrete


No la he visto más en cafetines ni prostíbulos, “echando una cana al aire” como acostumbraba decirle a sus amigos de “parranda”, cuando el mejor postor nocturno le endulzaba el oído con un poco de papel moneda, olor a lavanda y algunas historias viejas. Recuerdo su voz a lo “Vicky Carr”, masculina y sensual, acompasada al rasgueo diletante de su guitarra y el obeso vino compartido varias noches bajo el cielo impúdico de Managua.

Cuando la ciudad cerraba sus puertas como dos ojos de ballena enferma, ella danzaba en las entrañas de un “cuartucho” una seca melodía, mientras la música de su cuerpo se consumía con los albores de la mañana. Si alguna vez fue mariposa, leyenda de barriada, o bitácora para locos, lo cierto es que nunca volví a saber de Samanta, la muchacha que una noche se cansó de la provincia y cambió su piel por las escamas, como quien se cambia de nombre y domicilio para vivir otra vida y otras penas.

De esta rara mujer, los pescadores hablan poco y olvidan mucho. Pero cuando baja el sol de sus caras y sube el vino en sus tertulias, comentan que Samanta embosca sus barcos en alta mar, y regala generosa sus carnes y caricias por un poco de papel moneda, licor barato, una tonada desastrosa de guitarra y quizás un par de historias viejas que lejanamente se asocien a su destino y al mío.

(Febrero de 1990)

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