Rubén Darío
Patria,
carmen el amor...
Es la
víspera del día argentino.
Parisina
salta muy temprano del lecho; ríe, canta como un pájaro, va y viene; vuelca el
polvo de arroz; charla y se viste de modo que queda linda como una princesa;
sacude mi pereza soñolienta; heme ya despabilado; esto listo; me abotona los
guantes; al salir de la casa me pregunta, alegre y fresca:
–Raúl, ¿recuerdas los versos de Méndez sobre el 14 de julio?
–¿Cómo no los he de recordar? Son una música de estrofas, una bandada de
rimas, un orfeón de consonantes, con que el amor y la alegría celebran también
el día de la patria francesa. Así nosotros, ¡oh, Parisina!, Parisina parisiense
y argentina, celebraremos también la fiesta del sol de Mayo. Es el glorioso sol
que vieron brillar aquellos viejos augustos, aquellos jóvenes bizarros,
aquellos batalladores que primero pensaron en esta tierra, que la libertad era
una bella cosa. Es el sol hermoso del amor también, pues da luz jovial de la
primavera, el hogar de las rosas, el fuego acariciador y fecundador de la
tierra en el mejor tiempo del año.
¿En dónde
celebraríamos ese gran día sonoro de músicas y florecido de banderas? ¿Iríamos,
como los enamorados de Francia van a los dulces recodos del Sena, con nuestra
cesta del lunch, con nuestro vino, a gozar solos, en un rincón del bosque de
Palermo, o en la isla risueña que besa el arroyo de Maciel? O a recorrer las
calles de nuestra gran Buenos Aires, hirvientes de muchedumbres vestida de
fiesta, a oír las fanfarrias que pasan, a mirar la plaza de Mayo y su vieja
pirámide?
En
vacilaciones estamos, en la gran avenida. Parisina exclama:
–¡Mira qué jinete de penacho blanco!
Un
vigilante viene en su caballo, casqueado, ornado el casco de largas y blancas
crines. Tras él se adelanta una gran masa humana con banderas y estandartes, al
sonar de himnos y marchas: son los italianos. Son los italianos que saludan a
este pueblo de América que con ellos fraterniza, que les da sol y albergue, y
tierra y trabajo, y apretón de manos y abrazos cuando se nombra el triunfante
Garibaldi, o cuando se padece en Abbi-Garima.
La masa
humana se adelanta: los balcones se constelan de ojos de mujeres; las manos
blancas riegan flores, los hombres aplauden.
–¡Viva la República Argentina! ¡Viva Italia!
Parisina
me dice con voz armoniosa:
-Escucha:
¿qué es la patria? ¿Es el lugar en donde se nace? ¿El Lugar en donde se vive?
¿Es el
cielo y el suelo y la hierba y la flor que conoció la infancia? Te diré,
querido mío, que al son de los himnos yo tengo todas las patrias. Como esos
italianos son argentinos ahora, yo, parisiense, soy ahora argentina e italiana.
¿Por qué? Por la influencia del entusiasmo y por el amor de este hermoso sol
que alumbra en el continente un tal espléndido país; y sobre todo, porque
apoyada en tu brazo, jamás he visto pasar más jubilosas horas: la patria está
en donde somos felices!
–Por eso –le contesto–, pequeño y adorable pájaro
cosmopolita, parece que hoy te hubieses adornado como la ciudad y que
estuvieses preparada para celebrar el día de mañana, más encantadora y bella
que nunca. Sobre la gracia de oro de tus cabellos, tu lindo sombrero se ha
posado como una gran mariposa; tus ojos están iluminados de alegría; tu voz
suena como la más perfecta de las músicas, tienes tus mejillas de gala, tu
andar de los días grandes; y estás cariñosa y gentil, como si hubieses
concedido asueto a todos tus cuotidianos relámpagos nerviosos...
Y he aquí
que un grupo de franceses en la calle de Florida, al pasar la gente italiana,
alza una bandera de Italia y clama por la unión de la gente latina.
Y, mi
filósofa rubia, las cosas de la política son obra de los gordos y calvos
senadores.
Los
pueblos no entienden el mundo como los gobiernos. Sobre una calzada de Crispis
pasa la fraternidad de la patria de Dante y la patria de Hugo...
Y como la
filosofía para Parisina es mucho mejor con helados de fresa, nos sentamos a una
de las mesitas bulevarderas, en donde mi amiga bella pudo gustar a un tiempo
mismo su helado de fresas y su filosofía.
Al día
siguiente, henos listos para la partida de campo. Ella prepara la cesta, del
mismo modo que allá en París para ir a Bougival. Como en Bougival tendremos en
un rinconcito florido, conocido de muy pocos, a la orilla del Río de Plata,
juventud, pollo, fiambre, pastel de hígado, vino delicioso y amor ardiente.
Yo me
reharé un alma de estudiante; Parisina olvidará que admira a Botticelli y se
encarnará más o menos en Mimi Pinsón. Y subimos al coche de alquiler, y vamos
camino de nuestro rinconcito, mientras a lo lejos una música nos anuncia que
los mortales están oyendo el grito sagrado.
Allá, a
las orillas del río, el mantel sobre las hierbas húmedas soporta la riqueza de
la cesta. Somos tres, con la soledad. El aire liviano nos roza con su raso
invisible. Un olor de campo nuevo nos llega de lo hondo del boscaje; el río,
inmenso y grisáceo, dice cosas en voz muy baja.
Un vuelo
de pájaro sobre nuestras cabezas; Parisina canta una canción y yo destapo una
botella de vino rojo. Un pollo frío jamás ha encontrado dos tan preciosos
apetitos.
Ella
tiene con los dedos su pata de pollo, con la gracia con que asiría un bouquet.
Devora como una niña. En el único vaso del pic-nic, está contento y toca
llamada el vino de Francia.
¡Oh,
próceres, oh, bravo caballero San Martín!, ¡oh, severos padres de la patria
argentina, férreos capitanes!, ¡oh, Belgrano, oh, Rivadavia!, y tú, ¡oh, joven
y egregio Moreno!,
debéis estar contentos cuando al par de los cañonazos del ejército, de las
marchas marciales, de las ceremonias ciudadanas, de los épicos estandartes,
recibís el ramillete de la égloga, la celebración que os hace la juventud y el
amor. Vuestras glorias pasan sobre nuestras frentes, como una cabalgata de
walkirias, mientras los ojos de Parisina
brillan en sus dulces aguas de diamantes azules; al par de nuestros clarines
canta esta pícara y alegre calandria de oro, que me pica el corazón como una
cereza. A los truenos de la artillería, contestará una salva de besos. Y al par
de los discursos oficiales y de las arengas patrióticas, esos encendidos labios
femeninos dirán versos de amados poetas, rondeles sonoros y sonetos galantes; y
nos vendrá de lo invisible como un aliento para vivir la vida y gozar de los
años primaverales, en esta vasta tierra ubérrima, en que se ha de vaciar la
urna de las razas.
Parisina
se arregla el cabello; vuelve a posarse en esa áurea gracia la gran mariposa
del sombrero; en mi cerebro trabaja como un gnomo el espíritu del verso,
alistándome un almacén de rimas que luego han de brotar en sus rítmicas
teorías, en honra de la patria universal de las almas y del hogar inmenso de
los corazones.
Y la
joven rubia, cuya encantadora y simbólica persona pone en mí un goce de
ensueños y una visión de amor, quita un botón de rosa del ramo de su corpiño, y
gozosa y triunfante, me condecora.
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