Rubén
Darío
Al subir a la
cubierta, lo primero que escuché fue un suave grito tembloroso, un tantico
gutural: –¡Ohoou! ¡ Ohoou! –¿Qué le pasa a miss Mary? –pensé.
Miss Mary me
hacía señas y movía la linda cabeza rubia, como presa de una inmensa
desolación. Me llegué a la borda, cerca de ella, y por la dirección de sus
miradas comprendí la causa de sus extrañas agitaciones. En un bote, cerca de
uno de los grandes lanchones carboneros, como hasta seis negrillos armaban una
chillona algazara, desnudos, completamente desnudos, riendo, moviéndose,
gesteando como micos. Brillaba opaco por la bruma gris el sol de África. Se
alzaban entoldadas de nubes oscuras las áridas islas. San Antonio, a lo lejos,
casi esfumada sobre el fondo del cielo, la roca del faro con su torre y su
bandera; San Vicente, rocallosa, ingrata, con la curva de su bahía; sus costas
de tierra volcánica, y sus alturas infecundas, llenas de jorobas y de picos,
del color del hierro viejo. La población de triste aspecto con sus techos de
madera y de tejas rojas. Una cañonera portuguesa, cerca de nuestro barco, se
balanceaba levemente al amor del aire marino, y un vapor de la Veloce echaba el
ancla no lejos, un vapor de casco blanco sobre el que hormigueaban cabezas de
emigrantes italianos.
–¡Míster, musiú, señó!
–Los negrillos desnudos estiraban los brazos hacia los pasajeros, mostraban
los dientes, hablaban con modos bárbaros, palabras en inglés, en español, en
portugués; y uno de ellos, casi ya en la pubertad, un verdadero macaco, era el
que más llamaba la atención por sus contorsiones y gritos delante de mi amiga
la espantada miss. Aquellos animalitos pedían peniques, los peniques que les
arrojan siempre los viajeros y que ellos atrapan en el agua, nadando con la
agilidad de las anguilas; pero los pedían en el traje adámico de sus hermanos
los monos, y el pudor inglés, vibrando conmovido, hacía sus trémulas explosiones,
por boca de aquella tierna hija de la ciudad de Southamp-ton. Tantas fueron las
manifestaciones de su extraña pena, que yo, con la mirada, tan solamente con la
mirada, le dije todas estas cosas: "Ofelia, vete a un convento. Get
thee to a nunnery".
No es el
santo, el divino pudor ese tuyo, tan quisquilloso. El pudor tiembla en
silencio, o protesta con las rosas de las castas mejillas. Jamás ha pronunciado
la palabra shocking. En sus manos lleva al altar de la Virtud blancos
lirios, gemelos de aquellos que llevó Gabriel el Arcángel a la inmaculada
-esposa del viejo carpintero José, cuando la saludó: –"Llena eres de gracia".
Las almas
pudorosas no sienten ofensa alguna delante de las obras naturales y a la vista
de la desnudez inocente.
Eva, nuestra
inmemorial abuela, no advirtió la vergüenza de su cuerpo sino después de haber
escuchado a Lucifer.
Esos escrúpulos
tuyos, señorita de Inglaterra, hacen pensar en que miras el misterio del mundo
a través de los cristales del pecado.
Para que el
pudor sienta las flechas que se le lanzan, es preciso que por algún lado esté
ya hendida su coraza de celeste nieve.
Preciso es también que el
espectáculo que contemplan los ojos tengan en sí germen de culpa o fondo de
maldad. ¿Quién es el inmundo fauno que puede sentir otra cosa que la emoción sagrada
de la belleza al mirar la armoniosa y soberana desnudez de la Venus de Milo?
¿Acaso pensó el admirable San Buenaventura en emponzoñar de concupiscencia las
almas, al recomendar la lectura de los poetas paganos? ¿Quién se atreve a
colocar la hoja de parra a los querubines de los cuadros o a los niños dioses
de los nacimientos? Los libros primitivos y santos nombran cosas y hechos con
palabras que hoy son tenidas por impuras y pecaminosas. Y Ester y Ruth han
visto, como tú, coros de niños desnudos, seguramente no tan negros ni tan feos
como estos africanitos, y no han gritado, linda rubia: ¡Ohoou! Lo que hiere el
pudor son las invenciones infernalmente hermosas del incansable príncipe Satán,
son aquellos bailes, aquellas desnudeces, aquellas exhibiciones incendiarias,
maldecidas por Agustín, condenadas por Pablo, anatematizadas por Jerónimo, por
las homilías de los escritores justos y por la palabra de la Santa Madre
Iglesia. El desnudo condenado por la castidad no es el de la virginal Diana, ni
el de Sebastián lleno de flechas; es el desnudo de Salomé la danzarina, o el de
la señorita Niní Paite en-l'air, profesora de coreografía y de otras
cosas.
Por lo demás,
arroja unos cuantos peniques a esos pobres simios, que tienen tan rojas y
blancas risas, y deja de leer ese libro de Catulle Mendés, que he visto en tus
manos ayer por la tarde...
Fuimos tres
pasajeros a tierra, y miss Mary con nosotros. Recorrimos juntos el pueblo,
rodeados de negritas finas y risueñas, que pregonaban sus collares de conchas y
sus corales nuevos. Vimos el perfil lejano de la cabeza de la gigantesca estatua
labrada en un monte a golpes de siglo por la naturaleza. Y en todo este tiempo
no volví a escuchar la voz de la inglesa en su onomatopeya conocida: –¡Ohoou!–,
que había quedado fija en mi memoria.
Era un tipo
gentil de sajona. Tenía fresco y rosado el rostro, seda dorada en el cabello,
sangre viva y dulce en los labios, cuello de paloma, busto rico, caderas con
las curvas de una lira, y coronada la euritmia de su bello edificio con una
picara gorra de jockey. En su conversación tenía inocencias de novicia y
ocurrencias de colegiala. Contóme –¿por qué tanta franqueza en tan poco tiempo
de amistad?– contóme una rara historia de noviazgo, en las poéticas islas de
Wight; pintóme al novio, gallardo y principal, un poco millonario, y otro poco
noble. Díjome que acababa de salir de un colegio de religiosas. Hablábame
blandamente, mirándome con sus húmedos ojos azules, y como un pájaro encantador
del país británico, cantaba con rítmicas inflexiones, en lengua inglesa.
A tal punto
había femenil atracción en la miss, que fui sintiendo por ella cierto naciente
cariño, deseo de pronunciarle con la boca otro discurso que el que le había
enderezado con los ojos. En medio del mar, ya cuando habíamos dejado la región
de África, más de una vez, al claro de la luna, que argentaba las olas y
envolvía en alba luz el barco, nos recitamos versos arrulladores y musicales,
de enamorados poetas favoritos. Ella también, en voz baja, daba al aire de la
noche sollozos de romanza, quejas de Schubert y alguna amable risa de Xanrof.
Deliciosa viajera, ángel que iba de duelo, según me decía, para Río de Janeiro,
a casa de un señor, su tío, pastor protestante.
Allá iba, ya
lejos, en la rada de Río, sobre un vaporcito, la hechicera y cándida Mary, y se
despedía de mí agitando, como un ala columbina, su pañuelo, el pañuelito blanco
de los adioses.
–¡Gracias a
Dios! –rugió cerca de mí un viejo y calvo pasajero inglés–, gracias a Dios,
que ya deja el barco esa plaga.
–¿Esa qué?
–exclamé asustado.
–Pues no ha
sabido usted –repuso– que desde el capitán abajo, durante toda la travesía...
No le dejé
concluir. ¡Mi dulce Ofelia!
Y recordando
sus húmedos ojos azules, sus sonrisas y el libro de Catulle Mendés, no hallé
palabra mejor para expresar mi asombro, que la onomatopeya gutural de su pudor inglés
ante los desnudos negrillos africanos:
–¡Ohoou!
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