Rubén Darío
(Amor divino)
–¡Ya está hecho, por todos los diablos! –rugió
el obeso empresario, dirigiéndose a la mesita de mármol en que el pobre tenorio
ahogaba su amargura en la onda de ópalo de un vaso de ajenjo.
El empresario, ese famoso Krau –¿no conocéis la
celebridad de su soberbia nariz, un verdadero dije de coral ornado de rubio
alcohólico?–, el empresario pidió el suyo con poca agua. Luego secó el sudor de
su frente, y dando un puñetazo, que hizo temblar la bandeja y los vasos, soltó
la lengua:
–¿Sabes Barlet? Estuve en toda la ceremonia; lo
he presenciado todo. Si te he de decir la verdad, fue una cosa conmovedora...
No somos hechos de fierro...
Contóle lo que había visto. A la linda niña, la
joya de su troupe, tomar el velo, sepultar su belleza en el monasterio,
profesar, con su vestido oscuro de religiosa, la vela de cera en la mano
blanca. Después, los comentarios de la gente:
–¡Una cómica monja!... A otro perro con ese
hueso...
Barlet –el enamorado romántico– veía a lo alto y
bebía a pequeños sorbos.
II
Eglantina Charmat, mimada del público
parisiense, había sido contratada para una tournée por los países de
América. Bella, suavemente bella, tenía una dulce voz de ruiseñor. Un cronista
la bautizó en una ocasión con el firico nombre de Filomena. Tenía los cabellos
un tanto oscuros, y cuando se desataban en las escenas agitadas, hacía con
gracia propia, para recogérselos, el mismo encantador movimiento de la
Reichemberg. Entró en el teatro por la pasión del arte. Hija de un comerciante
bordelés que la adoraba y la mimaba, un buen día, el excelente señor, después
del tiempo de Conservatorio, la condujo él mismo al estreno. Tímida y adorable,
obtuvo una victoria espléndida. Quién no recuerda la locura que despertó en
todos, cuando la vimos arrullar, incomparable Mignon:
Connais-tu le pays où fleurit l'oranger?...
Festejada por nababs y rastas pudo, raro
temperamento, extraña alma, conservarse virtuosa, en medio de las ondas de
escándalo y lujuria que a la continua pasan sobre todo eso que lleva la gráfica
y casta designación de carne de tablas. Siguió una carrera de gloria y
provecho. Su nombre se hizo popular. Las noches de representación, la aguardaba
su madre para conducirla a la casa. Su reputación se conservaba intacta. Jamás
Gil Blas se ocupó de ella con reticencias o alusiones que indicasen algo
vedado; nadie sabía que la aplaudida Eglantina favoreciese a ningún feliz
adorador siquiera con la tierna flor de una promesa, de una esperanza.
¡Almita angelical encerrada en la más tentadora
estatua de rosado mármol!
III
Era ella una soñadora del divino país de la
armonía. ¿Amor? Sí, sentía el impulso de amor. Su sangre virginal y ardiente la
inundaba el rostro con su fuego. Pero el príncipe de sus sueños no había
llegado, y en espera de él desdeñaba con impasibilidad las galanterías fútiles
de bastidores y las misivas estúpidas de los cresos golosos. Allá, en el fondo
de su alma, le cantaba un pájaro invisible una canción, vaga como un anhelo de
juventud, delicada como un fresco ramillete de flores nuevas. Y cuando era ella
la, que cantaba, ponía en su voz el trino del ave de su alma: y así era como
una musa, como la encarnación de un ideal soñado y entrevisto, y de sus labios,
diminutos y rojos, caían, a gotas armónicas, trémolos cristalinos, arpegios
florecidos de melodía, las amables músicas de los grandes maestros, a los
cuales ella agregaba la delicia de su íntimo tesoro. Juntaba también a sus
delectaciones de artista profundos arrobamientos místicos. Era devota...
–Pero ¿no estáis escribiendo eso de una
cómica?...
Era devota. No cantaba nunca sin encomendarse a
la virgencita de la cabecera de su cama, una virgencita de primera comunión. Y
con la misma voz con que conmovía a los públicos y ponía el estremecimiento de
su fuerza mágica sobre los palcos y plateas, interpretando la variada sinfonía
de los amores profanos, lanzaba, en los coros de ciertas iglesias, la sagrada
lluvia sonora de las notas de la música religiosa, interpretando también los
deliquios del infinito amor divino; y así su espíritu, que vagaba entre las
rocas terrenales como una mariposa de virtud iba a cortar con las vírgenes del
paraíso las margaritas celestes que perfumaban los senderos de luz por donde
yerran, poseídas de la felicidad eterna, las inmortales almas de los
bienaventurados. Ella cantaba entonces con todo su corazón, haciendo vibrar su
voz de ruiseñor en medio de la tempestad gloriosa del órgano, y su lengua se
regocijaba con las alabanzas a la Reina María Santísima y al dulce Príncipe
Jesús.
Un día, empero, llegó el amado de su ensueño el
cual era su primo, y se llamaba el capitán Pablo. Entonces comenzó el idilio.
El viejo bordolés lo aprobaba todo, y el señor capitán pudo vanagloriarse de
haber desflorado con un beso triunfante la casta frente de lis de la primaveral
Eglantina. Ella fabricó inmediatamente dos castillos en el aire con el poder de
su gentil cabecita. Primero: aceptaría la contrata que, desde hacía tiempo, le
proponía el obeso y conocido Krau para una tournée en América; segundo:
a su vuelta ya rica, se casaría.
Concertada la boda, Eglantina firmó la célebre
contrata con gran contentamiento de Krau, que en el día del arreglo presentó
más opulenta y encendida su formidable nariz... ¡Qué negocio! ¡Qué viaje
triunfal! Y en la imaginación, veía caer el diluvio de oro de Río, de Buenos
Aires, de Santiago, de Méjico, de Nueva York y de La Habana.
IV
También firmó contrato Barlet, ese tenorcito
que, a pesar de su buena voz, tiene la desgracia de ser muy antipático por
gastar en su persona demasiados cosméticos y brillantinas. Y Barlet, ¡por todos
los diablos!, se enamoró de la diva. Ella a pesar de las insinuaciones de Krau
en favor del tenor pagaba su pasión con las más crueles burlas. ¿Burlas en el
amor? Mal hecho. En los buenos días de la Provenza del siglo XIII, habría
merecido versos severos del poeta lírico Fabre d'Uzes, y la marquesa de
Mallespines la habría condenado, por su crueldad, a dar por lo menos un beso,
en público, al desventurado y malferido adorador. Eglantina llevaba en su
corazón la imagen del capitán. Por la noche, al acostarse, rezaba por él, le
encomendaba en sus oraciones, y a él enviaba su amor con el pensamiento.
El primer castillo aéreo empezaba a
solidificarse. En Río de Janeiro ganó la diva crecidas sumas. El día de su
beneficio recogió una cestilla de diamantes. El emperador don Pedro le envió un
imperial solitario. En Montevideo, en Buenos Aires, en Lima, fue para la
deliciosa Mignón la inacabable fiesta de las flores y del oro. Entretanto,
Barlet desafinaba de amor; y más de una vez se inició en su contra la más
estupenda silba. Pasaron meses. En víspera de regresar, Krau recibió propuestas
excelentes de Santiago de Chile, y se encaminó para allá con su compañía.
Eglantina estaba radiante de gozo. Pronto volvería a Francia, y entonces... Mas
un día, después de leer una carta de Paris, al concluir la temporada del
Municipal, la diva se quedó pálida, pálida... Allá, en la tierra de la
porcelana y del opio, en el horrible Tonkín, había muerto el capitán. El
segundo castillo aéreo se había venido al suelo, rompiendo en su fracaso la
ilusión más amada de la triste almita angelical. Esa noche había que hacer Mignon,
la querida obra favorita, que tenía que cantar Eglantina con su áurea voz
arrebatadora:
¿Connais tu le pays où fleurit
l'oranger?...
Y cantó, y nunca ¡ay!, con mayor encanto y
ternura. En sus labios temblaba la balada lánguida de la despedida, el gemido
de todas las tristezas, la cantiga doliente de todas las desesperanzas... Y en
el fondo de su ser, ella, la rosa de París, sabía que no tenía ya amores e
ilusiones de la Tierra y que solamente hallaría consuelo en la Reina María
Santa y en el dulce Príncipe Jesús.
V
Santiago estaba asombrado. La prensa hacía
comentarios. El viejo bordelés, que había acompañado a su hija, lloraba
preparando sus baúles.
–¡Adiós, mi buena Eglantina!
Y en el coro del monasterio estaba de fiesta el
órgano porque sus notas iban a acompañar la música argentina de la garganta de
la monja... Un ruiseñor en el convento; una verdadera sor Filomena. Y ahora,
caballeros, os pido que no sonriáis delante de la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario