Sergio Ramírez
(Este relato pertenece al libro EL REINO ANIMAL, publicado por Alfaguara en junio del 2006, en Madrid y México)
1.
Cuando
terminaron sus estudios en el colegio de monjas donde pasaron internas por
cinco años, les tocó despedirse antes de volver cada una a su país. Eran tres.
Una se llamaba Sara, la otra Gabriela, la otra Claudia. Se juntaron en el café
donde iban siempre los domingos, y allí acordaron que nunca más volverían a
comunicarse sino veinte años después. Entonces regresarían al mismo lugar para
confesarse lo que había sido de sus vidas. La primera que llegara esperaría a
las otras en la misma mesa a la que estaban ahora sentadas, al lado de la
ventana que daba a la plaza. Y la hora del encuentro sería la misma que
marcaban las campanadas del reloj de la torre del ayuntamiento, visible desde
la mesa. Las cinco de la tarde.
2.
Aquella promesa se la habían hecho a comienzos de
la primavera. De modo que cuando veinte años después llegó el día de la cita, también
era primavera, pero una primavera de lluvias molestas, como la que caía ese
día. Sara llegó de primera y fue directo a la mesa. Detrás del cristal de la
ventana se veía pasar a los transeúntes bajo imponentes paraguas negros, como
si se apresuraran camino de un funeral. Pidió un café expreso. No recordaba el
rostro de ninguno de los camareros que iban y venían entre las mesas. El que la
atendió ahora apenas habría nacido cuando ellas se despidieron.
Una mujer, desprevenida de la lluvia, atravesó la plaza.
Era Gabriela. Cuando Sara la tuvo de frente se dio cuenta que llevaba el pelo
teñido de un impreciso color violeta, y le sobraban las joyas. Pulseras, sobre
todo. Se besaron, se miraron, una en brazos de la otra, volvieron a besarse.
Gabriela, a su vez, vio en Sara a una mujer de ojos tristes que parpadeaban
tras los lentes asegurados con una fina cadena de oro. Iba vestida con un gusto
impecable, y llevaba el pelo muy corto, como el de un muchacho. Conservaba dos
cosas. Conservaba la gracia de convertir el tic que la hacía fruncir hacia un
lado la boca en algo así como una sonrisa insinuante. Y conservaba sus hermosos
pechos. Altos, llenos. Lo más llamativo de su persona desde los tiempos del
internado.
No tardó en aparecer Claudia. El paso del tiempo,
al quitarle la juventud, la hacía ver como una mujer de apariencia mediocre,
aún más baja de estatura quizás por los kilos de peso que le sobraban, y que se
le veían así mismo en la papada. Se acercó a ellas entre espavientos, y luego
lloró. Pidió un vodka tónico. Gabriela quiso otro, era lo de siempre en sus
encuentros. Aún servían en el lugar los cocteles en vasos largos adornados con
una sombrilla japonesa en miniatura. Sara no bebía. Había pasado por una crisis
de alcoholismo, y gracias a la terapia de grupo era abstemia absoluta. Fue la
primera confesión que se oyó en la mesa.
Tras muchas efusiones repasaron nimiedades de la
vida en el colegio. Recordaron los apodos de las monjas, sus necedades, sus
defectos. Recordaron a madre Yolanda, la prefecta, que tenía el vicio de dar
conferencias al alumnado sobre las aves canoras, y en el curso de la exposición
demostraba que sabía imitar sus trinos. Siempre era la misma conferencia, y el
mismo repertorio de pájaros. Como regalo de graduación había dado a todas un
pequeño libro escrito por ella misma que se llamaba Por qué cantan los
pájaros. Sólo Sara lo conservaba. Lo había encontrado hacía poco
trastejando cajas viejas.
Ninguna recordaba ahora las razones que daba la
prefecta para explicar por qué cantaban los pájaros. Pero sí recordaban lo
horrible de la comida en el internado, las faltas al reglamento. Recordaron que
fumaban en los baños, seguras de no ser descubiertas porque el humo no tardaba
en disiparse gracias a la altura de la bóveda del techo que se abría sobre las
casetas. Una noche una interna, extranjera como ellas, metió al novio al
dormitorio comunal. Una hazaña. Rígidas en sus camas, la cara mirando al cielo
raso, los oyeron jadear, oyeron los grititos sofocados de ella. Alguna de las
alumnas la denunció al otro día. Las monjas la expulsaron. Pusieron un
cablegrama urgente a sus padres para que llegaran por ella y mientras tanto la
mandaron a un hotel.
3.
Llegó el momento de rendirse cuentas. Caía la
noche. En la plaza funcionaba un carrusel que ya había encendido sus racimos de
luces. La caja de música del carrusel tocaba una polka, o bien pudo haber sido
un valse de compases acentuados.
Sara se ofreció a empezar y la situación resultó
ser la siguiente:
Se había casado dos veces, tenía un hijo del primer
matrimonio, y una hija del segundo. Su primer marido había sido un dentista.
Engañó al dentista al año de casados, y aquel hijo no era suyo. Al segundo
marido, que era ingeniero civil, también lo engañaba, pero la niña sí era hija
suya. Anselmo se había llamado el dentista. Llegó a su clínica una carta
anónima donde se denunciaba la infidelidad de que era víctima, y sin someterla
a ningún maltrato la abandonó. El niño de tiempos de ese matrimonio se llamaba
Anselmo también, pero su verdadero padre era un instructor de gimnasia, Frank.
Bello en su juventud. El segundo marido, el ingeniero civil, se llamaba
Horacio. Muy exitoso. La niña, Marisabel, tenía ahora doce años, díscola,
caprichosa. Anselmito, en cambio, un ángel. Estudiaba dentistería también, en
homenaje al que creía ser su padre. Horacio seguía siendo su marido. La
idolatraba, lo único es que era tan aburrido.
Sometida a interrogatorio tuvo que confesar que no
era feliz. Las infidelidades no la habían hecho feliz, dijo, y su tic de
fruncir hacia un lado la boca, en lugar de convertirse en sonrisa, pareció
congelarse en su cara. ¿Y el segundo amante? No engañaba al ingeniero civil con
un amante fijo, ahora prefería romances ocasionales que no la comprometieran.
Disfrutaba la trasgresión, pero cuando se consumaba, la invadía la tristeza.
Era como si buscara algo que no lograba encontrar. Por eso se había dedicado en
un tiempo a la bebida, y por eso el ingeniero civil había estado dispuesto a
abandonarla, más que por sus infidelidades que no conocía.
4.
Vino el turno de Gabriela. Antes de rendir su
confesión se rió de buena gana, como si con aquella risa anunciara lo
divertido, o lo absurdo, de lo que iba a contar. Pidió otro vodka tónico antes
de seguir adelante. Quería darse valor. Imagínense, si lo llegara a saber madre
Yolanda, la prefecta. Madre Yolanda , la amante del canto de los pájaros, de
todas maneras ya debería haber muerto. Era muy vieja. El día de la graduación
hubo que subirla casi en peso al estrado, y se había acercado al micrófono
apoyándose en dos bastones.
Cuando volvió a su país, dijo Gabriela, empezó un
noviazgo con un hombre casado. Estaba dispuesto a divorciarse de su esposa,
porque quería todo en buena regla, al punto que mientras ella no salió de casa
de su padre jamás tuvieron relaciones carnales. El padre se había opuesto a
aquella relación. La viudez, porque quedó viudo poco después de volver ella, lo
había endurecido. Y, peor que eso, lo había convertido en moralista, después
que toda su vida de casado dio guerra sin ocultarlo, una mujer de cartel tras
otra. Se volvió de un catolicismo odioso. Un furibundo practicante. Y como ella
no quiso obedecer sus órdenes de que dejara a aquel hombre casado, la echó de
la casa.
Mario Alberto se llamaba aquel hombre casado, con
dos hijos. No se rían, por favor, pero lo mejor que tenía, si me preguntan
cuáles eran sus cualidades, era la de ser supremo bailarín. Parecía pisar las
nubes. Lo conoció en casa de una amiga de la infancia, le llevaba diez años
pero no importaba.
El caso es que cuando su padre la puso en la calle,
no tenía ni para el taxi que debía llevarla adonde debía ir, y tampoco existía
ese lugar adonde ir. Así que el hombre casado se encargó de todo. La puso en un
hotel, y después a un apartamento pequeño. Era dueño de una fábrica de
mercancías de plástico, baldes para pintura, regaderas de jardín, palos de
escoba. Se entregó virgen a él la tercera noche que le tocó dormir en el hotel.
No se rían, yo era virgen, así fue.
Un mes después murió su padre de un derrame
cerebral. Sería de la cólera. La desheredó, y siendo su única descendiente,
haciendas, acciones, hasta la casa solariega, todo lo dejó a los padres
claretianos. Había llegado al colmo de ayudar a decir misa cada mañana en la
iglesia de los claretianos. Él, tan lleno de vanidad y orgullo, que se paraba
el sol a verlo cuando se hacía acompañar de las bellezas de moda.
El hombre casado, una vez que probó la miel ya no
quiso divorciarse. Un día la esposa engañada, una mujer insignificante, tocó a
mi puerta llevando de la mano al niño más pequeño, que tendría cuatro años, y
se echó a llorar. No se rían si les cuento que lloré con ella. Llegó Juan
Carlos de la calle, y al hallarnos juntas conversando lo que hizo fue huir. De
allí en adelante todo fue declive, caída. Fue alejando sus visitas, hasta que
dejó de aparecer. Y después que dejó de aparecer, dejó de pagar el apartamento.
Si nos vimos, no me acuerdo.
Entonces se convirtió en vendedora de cosméticos a
domicilio. Y un día, mientras iba por una calle cargando su valija de
cosméticos, se encontró con un novio de la adolescencia. La vio triste y
ojerosa, se lo dijo, que la veía triste y ojerosa, y la invitó a cenar. Bebió
varias copas de vino en la cena, bastantes, y esa noche se entregó al novio de
la adolescencia. Como le había contado sus dificultades, al irse en la
madrugada le dejó un billete de cien dólares sobre la mesa de noche. Como en
las películas.
Empezó a buscar a viejas amistades, porque no había
muchos novios de la adolescencia de quienes echar mano. Después, amigos de sus
amigos, y después, desconocidos amigos de los amigos de sus amigos. La valija
de cosméticos pasó a la historia. Pero sabía que por mucho que el círculo se
ampliara, con el paso de los años sus atractivos no podían durar, porque en la
vida todo se acaba, salud, juventud, todo. De manera que inventó algo que le
dio resultado.
Lo que inventó fue recuperar su valija de
cosméticos. Y se presentaba en los colegios públicos, de jovencitas más o menos
pobres, a hacer pruebas gratis de maquillaje. Fue un éxito. Mientras las
maquillaba hacía su selección, y luego invitaba a las elegidas a tomar un
refresco a la esquina, y si las cosas prosperaban, las invitaban a un almuerzo.
Les regalaba dinero, poco. O las llevaba a las boutiques a que se compraran ropa,
y como si fuera en broma les advertía que aquella compra quedaba como deuda, y
ellas mismas quedaban en prenda. Pero no era broma. Las invitaba a su
apartamento, organizaba fiestecitas vespertinas, llegaban sus amigos, los
amigos de sus amigos, los desconocidos amigos de los amigos de sus amigos.
Luego eran ellas mismas las que le llevaban a otras
del mismo colegio, o de otros colegios. Ya no necesitó más la valija de
cosméticos. Desde que inventaron los celulares, ha dado a cada una un celular
para tenerlas a mano. Los clientes sólo pueden llamar a un número central, que
es el de ella misma, y ella se encarga de pasar la voz a la escogida.
Un día, cuál es su asombro, llama al teléfono de
contactos aquel hombre casado sin saber que era ella. Tanto la habría olvidado
que no le reconoció la voz. Entonces le hizo una cita falsa, le dio el nombre
del colegio donde debía recoger a la jovencita frente al portón, y a la hora
indicada se presentó ella misma a la cita. No se rían, no me pregunten por qué
hice eso porque ni yo misma lo sé. Cuando el hombre casado la vio, huyó,
segunda vez que huía, pero antes ella se le rió en la cara. Me le reí en la
cara, dijo, pero al decirlo las miró una a una, y más bien se soltó en llanto.
Claudia abrió la cartera y le alcanzó un pañuelito
de papel. Qué cosas las de la vida, adónde nos lleva en sus vueltas, dijo
Claudia. Sara preguntó si hasta ahora no había tenido problemas con la policía.
Gabriela , mientras se secaba las lágrimas con el pañuelito de papel, contestó
que no con la cabeza. Y luego dijo: una tiene que arreglarse bien con la
policía para tener un negocio de ese tipo, si entienden lo que quiero decirles.
Entendían. Le preguntaron si podía considerarse feliz. ¿Todavía me lo
preguntan?, dijo. Y volvió a llorar.
5.
Le tocaba a Claudia. Antes de empezar dijo que
tenía algo de hambre, de modo que llamó al camarero que apenas habría nacido
cuando ellas se despidieron, y pidió que le llevara el sándwich de pan cubano
con lechón, mostaza y tomate, que lo hacían allí de muerte, si es que todavía
lo hacían. El camarero dijo que sí, lo hacían. Ninguna de las otras pidió nada
de comer. Claudia dijo que quería otro vodka tónico, y Gabriela dijo que estaba
bien, la acompañaba.
Partió el sándwich con el cuchillo en tres porciones,
y para hacer gala de buenos modales aprendidos un día con las monjas, extendió
el plato a las otras dos, ¿no quieren, verdad? No, gracias, no querían. Siempre
la misma Gabriela. En el comedor del internado, si se descuidaban, echaba mano
del plato de al lado. Cogió la primera porción del sándwich entre los dedos de
largas uñas pintadas de nácar, y empezó a masticar despacio con la boca
cerrada, a tragar despacio. Pero luego apresuró los mordiscos, y se llenaba los
dos carrillos, lo peor de la mala educación a ojos de las monjas. De ellas
también había aprendido a no desperdiciar ni una miga, porque el desperdicio
del alimento era ofensa al Señor. Fíjense en los pájaros canoros, decía madre
Yolanda, recogen hasta el último granito, hasta la última semilla. De manera
que igual que los pájaros canoros, ella recogía ahora cada pedacito de corteza
caída sobre el mantel. Y mientras comía, sonreía a las otras.
Era viuda. Había enviudado a los tres años de
casada. Su marido se había llamado Clarence. Clarence no tenía oficio, sólo
estampa, y una mamá que desde el día de la boda los había mantenido a los dos.
Bueno, tenía oficio. Siempre era presidente, o era tesorero, o algo, de la
directiva del country club. Muy deportivo. Jugaba polo, jugaba jockey, jugaba
golf, cualquier cosa, con tal de distraerse en algo. Muy social. Siempre estaba
en cocteles, en tertulias. Conversador, siempre estaba hablando de todo.
Experto en cosas que las otras ni se imaginaban. Las distancias, por ejemplo.
Se sabía las distancias entre Londres y París, entre Sidney y Pekín, y las
alturas, se sabía la altura del monte Everest, del monte Fujiyama, del
Chimborazo. Se sabía la longitud de los ríos, el Amazonas, el Yan Tse, el
Danubio. Murió de enfisema, clavado en la cama de un hospital, le pasó por
empedernido fumador. No, nunca tuvieron hijos, gracias a Dios, qué haría ella
ahora con hijos. Tampoco le dejó nada, era puro aire, pura apariencia, un
mantenido de su mamá, ya les dije. La verdad, le dejó algo. Le dejó un closet
lleno de zapatos de todo estilo, corbatas de seda italiana, chaquetas
deportivas con insignias bordadas en la pechera, trajes cruzados, trajes de dos
y tres botones, un smoking negro, otro smoking tropical, más la ropa y los
instrumentos de sus deportes. Y las tarjetas de crédito reventadas, que la mamá
ya no quiso pagar.
De modo que ya veían. Empezó a ganarse la vida como
agente vendedora de seguros. Después se pasó a los bienes raíces. Le había ido
más que bien. Jamás había vuelto a sentir apetitos sexuales, mejor sola que mal
acompañada, niñas. Vivía para ella misma, se mimaba. Se compraba cremas y
lociones caras, cosméticos caros, ropa interior cara, vestidos de marca. Hacía
cruceros dos veces al año. Viajaba en los aviones en clase ejecutiva, se
hospeda en los pisos ejecutivos de los hoteles. Le fascinaba comer. Cuando dijo
esto, extendió las manos con los dedos llenos de mostaza, como buscando
auxilio. Sara frunció la boca, atacada por su tic, y le alcanzó una servilleta.
Le preguntaron entonces si era feliz, y respondió que si todo aquello podía
llamarse la felicidad, era feliz.
6
Se levantaron cuando el camarero que apenas habría
nacido cuando ellas se despidieron veinte años atrás, colocaba las sillas sobre
las mesas para empezar su tarea de barrer el piso. El reloj de la torre del
ayuntamiento dio las once, y el carrusel dormía en las sombras de la plaza
cerrado con una cortina de lona.
Volvieron a despedirse. Pero antes se prometieron
que se encontrarían de nuevo aquí diez años después, a las cinco de la tarde en
esta misma fecha. El tiempo avanza, y a medida que avanza corre más de prisa.
De manera que los plazos se acortan. No podían prometerse tanto como otros
veinte años.
7.
El día en que se cumplió el plazo para la segunda
cita, Sara y Claudia llegaron al mismo tiempo a la puerta del café. Ahora no
hubo efusiones. Claudia ahogó un chillido que quiso ser risa. Se miraron, como
midiéndose, como si se tuvieran desconfianza. Pero sólo era desconfianza con el
tiempo que las había cambiado más de lo que imaginaban.
El tic que obligaba a Sara a fruncir la boca
semejaba ahora una mueca de dolor. Había algo de acartonado en su figura. Traía
un turbante y sus cejas aparecían borradas. Lo único suyo de recordar eran los
lentes atados de la cadena dorada, que no habían cambiado de modelo. Tras
ellos, sus ojos, más que tristes, eran unos ojos asombrados.
Claudia había ganado todavía más peso y parecía aún
de menor estatura que la vez anterior. Su apariencia no era ya mediocre, sino
ridícula. Las canas no concordaban con ella. Envejecía con comicidad. Pero en
sus gruesos lentes no había nada cómico, o tal vez sí lo había. Se esforzaba
por mirar detrás de ellos, y eso hacía que la falsa apariencia de desconfianza
mutua, en ella fuera mayor.
Encontraron la mesa de siempre ocupada por una
pareja de novios, pero ya pagaban para irse. El camarero que apenas habría
nacido cuando ellas se despidieron la primera vez, se acercó a limpiar la mesa.
Claudia dijo que esperaría a que llegar Gabriela
para ordenar su vodka tónico. Sara ordenó de una vez su café expreso. El reloj
de la torre del ayuntamiento marcaba las cinco y cuarto. Cuando Sara terminó su
café había pasado otro cuarto de hora. Se miraron. Era imposible saber lo que
habría pasado con Gabriela, porque la regla de no comunicarse nunca mientras
corría el plazo, había quedado vigente.
El camarero se acercó llevando un sobre. Dijo que
aquel sobre había llegado por el correo una semana atrás, consignado al café, y
que si serían ellas las personas a las que aludía la nota que venía escrita a
mano encima: “entregar a las dos mujeres que a las cinco de la tarde del día
(aquí el día) se sentarán en la mesa al lado de la ventana que mira a la plaza”.
Dijeron que sí, eran ellas.
Sara preguntó a Claudia si estaría de acuerdo en
que leyeran por último el mensaje de la ausente, cuando ambas hubieran hecho
sus confesiones. Claudia estuvo de acuerdo, y pidió su vodka tónico.
8.
Empezó Sara, como la vez anterior. Contó que
padecía de un cáncer mamario. Le habían quitado los dos pechos, por lo que
usaba un brassier con relleno de silicón. La “quimio” le había hecho perder las
cejas y el pelo. Se quitó el turbante y mostró la cabeza desnuda. Seguía
todavía con la “quimio”, no sabía hasta cuando. También le aplicaban
radiaciones. Decía “quimio”, al referirse a la quimioterapia, en tono tal vez
cariñoso, pero con cierto desdén. Me dejaron plana, niña, dijo, como cuando
tenía diez años. Como te imaginarás, dijo, he perdido el apetito por los
amores, sin mis pechos no soy nada. Una repulsiva. Además, huelo de lejos a
chamusquina, tengo el aliento de yodo.
Los hijos hace tiempos se habían ido lejos,
Anselmito, Marisabel. El ingeniero civil se había vuelto cada vez más aburrido.
Creo, dijo, que lo único que ha venido a interrumpir el aburrimiento que reina
en mi casa es mi enfermedad, este cáncer. Este cáncer, dijo, y se llevó las
manos a los pechos de silicón.
9.
Claudia la mujer feliz, dijo que su única novedad
era que le habían diagnosticado azúcar. Se dio cuenta porque la taza del
inodoro se llenaba de hormigones, los orines de una diabética serán miel para
ellos. Le hicieron exámenes de sangre, le hicieron un fondo de ojos, allí estaba
ya el daño, un principio de glaucoma. Tengo prohibido el licor, dijo, y dio un
sorbo apresurado a su vaso de vodka tónico. Los pastelitos, los dulces de toda
clase, prohibidos. Tengo que andar en mi cartera el aparato para tomarme yo
misma las muestras de sangre. Se me baja el azúcar, y me dan desmayos, se me
sube, se me nubla la vista. Y lo peor es el hambre, esta enfermedad da mucha
hambre. Ya ves, estoy hecha una cerda de gorda.
10.
Sara abrió su cartera. Dentro de la cartera traía
el librito de madre Yolanda, la prefecta, en el que explicaba por qué cantan
los pájaros. Claudia lo reconoció de inmediato. Lo tomó entre sus manos, estuvo
acariciándolo. Cómo fui a perderlo, dijo. Me pareció que les iba a gustar a las
dos verlo de nuevo, dijo Sara. Sí, dijo Claudia, te agradezco, si vieras todos
los recuerdos que se me vienen. Madre Yolanda, aquellas imitaciones que hacía
de los cantos de los pájaros, poniéndose las manos viejas en la boca y
moviéndolas de diferentes maneras, la admiración de nosotras, las risas. Es el
día y sigo sin acordarme por qué razón es que cantan los pájaros, o tal vez no
es que lo olvidé, sino que nunca puse atención a sus conferencias, ni tampoco
habré leído el libro. Me gusta que te guste, dijo Sara, y el tic provocó
aquella mueca de su boca. Una mueca cruel en aquel rostro pálido, de cejas
borradas bajo el turbante.
11.
¿Sabes qué?, dijo Claudia. ¿Y si dejamos sin abrir
el sobre? No, dijo Sara. Venimos aquí para saber qué ha sido de nuestras vidas.
Sí, dijo Claudia, pero ella faltó a la cita. Sara dudó. Pero sin esperar más,
rasgó el sobre.
Adentro lo que venía era una foto de bodas tomada
en un estudio. Una foto divertida, la foto de dos personas mayores disfrazadas
de novios. Gabriela, vestida de velo y corona, al lado el novio vestido de
chaqué. En el reverso había algo escrito a mano.
Espera, dijo Claudia cerrando los ojos. Puedo
adivinar. El novio es aquel famoso hombre casado. Era el hombre casado.
Gabriela escribía que con mucho dolor tenía que romper la promesa, pero la fecha
de la cita había coincidido con su boda, Mario Alberto había vuelto a ella por
sus propios pasos ya debidamente divorciado, se preparaba a ser feliz en su
nueva vida matrimonial al lado del hombre al que siempre había querido, dejaba
atrás su pasado, volverían juntos a pisar nubes, no se rían por favor, siempre
baila divino, y les mandaba esta foto momentos antes de dirigirse al aeropuerto
para abordar el avión que los llevaría en su viaje de luna de miel, tarda la
felicidad pero llega, y ante la pregunta que me hubieran hecho acerca de que si
soy feliz, la respuesta es positiva, soy feliz, chao.
12.
Antes de despedirse reflexionaron acerca de si
valía la pena citarse de nuevo quedando sólo dos. Resolvieron que valía la
pena. Pero el tiempo corría mucha más prisa que antes. De manera que redujeron
el plazo a cinco años. Mucho, dijo Sara, pero en fin. Claudia pidió prestado el
libro a Sara hasta el siguiente encuentro. Tenía esa curiosidad sobre la razón
del canto de los pájaros. Se levantaron, fueron juntas hasta la puerta, y allí
se separaron. Sara subió a un taxi. Claudia atravesó la plaza. El carrusel no
estaba.
13.
Pasó el tiempo que ahora volaba. Se cumplió el
plazo de los cinco años. La torre del ayuntamiento se hallaba en obras y habían
desmontado el reloj, de manera que no se oyeron sonar aquel día las campanadas
de las cinco de la tarde.
Claudia llegó en punto. Caminar no era fácil para
ella, de modo que se acercó con dificultad a la mesa. Le faltaban los dedos del
pie izquierdo, culpa de la gangrena. El glaucoma avanzaba. El camarero que
apenas habría nacido cuando la primera despedida ya no existía, y otro, un
rubio que apenas salía de la adolescencia, se apresuró para ayudarla a
sentarse.
Traía consigo el ejemplar del libro que debía devolver,
y lo puso frente a ella. Dijo que quería un vodka tónico. ¿Con mucho hielo o
con poco hielo? Poco hielo, dijo. Sus ojos, perplejos, miraban tras los lentes
turbios de tan gruesos.
Apartó la miniatura de sombrilla japonesa, tomó el
vaso con las dos manos, y se lo llevó a los labios con miedo de derramarlo.
Preguntó la hora y el camarero dijo que las seis. ¿Tan tarde se había hecho ya?
A las siete Sara no había llegado. A las ocho se
acercó el camarero para preguntarle si no se le ofrecía nada más. Fuera del
primer sorbo no había vuelto a probar la bebida y el hielo se había deshecho en
el vaso. ¿Otro vodka tónico? Dijo que no, y a su vez preguntó si no había algún
sobre para ella. Alguna carta. El camarero se mostró extrañado. No. Ninguna
carta, señora.
Lo oyó alejarse. Acercó las manos al libro que
había traído para devolver. Seguía sin recordar las razones que daba la
prefecta para explicar por qué cantaban los pájaros.
¿Por qué cantan los pájaros? ¿Habría alguna razón
para que cantaran?
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