16 de agosto de 2012

El autógrafo


 Manuel Obregón S.

 El autor llegó temprano a la presentación de su libro. Había un público entusiasta que ya había colmado el local, pues se trataba de un novelista consagrado, no sólo por la crítica sino también por sus asiduos lectores, que cada vez que se trataba de una nueva obra se desbordaba para escucharlo.

Como de costumbre, alguien hacía la introducción, y después el novelista hacía una reseña de la obra y hasta leía un capítulo entero. Otras veces, era más dinámico, costumbre que le gustaba más al público: se hacía una especie de panel en el que habían preguntas y la prensa recogía al día siguiente los pormenores.

Para los fans, el momento culminante era cuando se formaba una gran cola para saludar al autor y extender el libro para que éste, le estampase, suena prosaico, más apropiado sería decir le dedicase una frase, una muestra de afecto, de amistad o de cariño al solicitarle, el autógrafo.

Para el letrado también era un momento de gusto y a veces hasta de orgullo, teñido de vanidad, ver la paciencia de sus lectores al tener que esperar turno, asumiendo que no sólo compraban el libro sino también que lo leían, y con fluidez escribía una oración complaciente seguida de su firma.

No se crea que todo era sencillo.

El instante espinoso era, cuando, al alzar la vista el autor reconocía al amigo o conocido pero no recordaba su nombre, cosa que pasaba más de una vez y tenía que ingeniárselas para hacer alguna broma inocente como telón de fondo para ganar tiempo y esperar a que su esposa, que siempre estaba al lado, le soplara al oído para sacarlo del apuro. Y cuando ya no se podía, se recurría a excusas como, “perdona hombre, cómo me dijiste que te llamas” o descaradamente “tu nombre por favor”.

El otro asunto era no olvidar la muletilla de la dedicatoria que no tenía que ser original para nadie, salvo excepciones, pues sería como hacer una tarea escolar interminable. En eso no había problema, se manejaban unas cuantas de rigor, pues se supone que nadie anda enseñando “que te puso a ti o que me puso a mí”, cosas que todavía se ven en otros medios, entre los jóvenes, cuando se trata de artistas.

Sucedió que en esa rutina, de repente, el autor se aburrió de escribir lo mismo y sorpresivamente empezó a improvisar, sin tomar conciencia de ello, cosas, fuera de lugar, como “Para mi amigo lector: recomendándole leer mucho a Kafka al menos una hora por la mañana y otra por la tarde”. O bien “Querido lector: favor leer el Quijote, al levantarse y antes de acostarse, no es incompatible con sus oraciones si tiene esa costumbre”. Otras veces “Si ama lo onírico le recomiendo no soltar a Pedro Páramo de Juan Rulfo, es pequeño, lo podrá leer en dos horas.” O bien “No crea que Guerra y Paz es un tratado de no agresión, procure leer a Tolstói.” “Si se trata de Ulises tenga cuidado, puede resultarle disparatado y puede debilitarle su fe, en caso de que sea creyente”. “Carlos Martínez Rivas es peligroso para la salud”.

Ya se tardaba bastante por alargar las dedicatorias pero descubrió que era más fácil que estar inventando frases que le sonaban huecas por más amables que las disfrazara, así se dijo, de refilón los orientó en futuras lecturas, una especie de vocación escondida que podía ser muy didáctica. La nueva modalidad le acarreó, sin embargo, algunas contrariedades en lectores que se sentían ofendidos cuando la expresión no era apropiada para un autor conocido, como el escabroso CMR. A veces adoptaba una forma más general “Lector amigo: no le crea todo a los Premios Nobel, a veces es pura política o propaganda” o “Si sabe geografía y está enterado, usted mismo puede adivinar quién será el próximo Nobel”. No faltaban las frases irónicas “A Borges le negaron el Nobel por miedo a que se los rechazara” o “A Carlos Fuentes le pondrán un acertado epitafio ‘Se mereció el Nobel, pero siempre no’”. “Sáquele a los BestSeller, no se contamine.” También incursionaba burlándose de la crítica, “No se crea todo eso de Libertad de Jonathan Franzen que es la novela del siglo, o una obra maestra de la narrativa norteamericana” o bien “A Saramago se los recomiendo aunque es comunista pero como dice Harold Bloom no escribe como comisario”. A veces se extendía en frases más largas “Lean a Bernal Díaz del Castillo, el único caso que conozco, que no siendo escritor dejó el testimonio más hermoso de la conquista de La Nueva España”. En esa misma línea recomendaba “Las Crónicas de India de Oviedo, cuyas descripciones no tienen parangón alguno”.

Al final toda alergia se quita y todo mal entendido se disimula. La fiesta siempre terminaba bien. Se bridaba con vino y ricos bocadillos y se charlaba a gusto. Las conversaciones iban más allá de la literatura ya que el segundo tema, tal vez el preferido, era la política local. Más enrevesada que un camino al infierno decían algunos y otros opinaban que, de qué nos asustábamos si siempre habíamos vivido así, más contrariados que un matrimonio a la fuerza y que desde la independencia vivíamos como perros y gatos peleándonos el menguado presupuesto nacional y las riquezas de la nación. Este es un paisito, señalaban otros, de cuatro familias ricas y el resto qué, obreros y campesinos descalificados junto a una clase media más ostentosa, a veces, que la propia burguesía criolla. Se oían cosas, unas para tomar nota y otras para reírse. Como todo tiene su fin, el que paraba la oreja, que soy yo, decidió cerrar la página e irse a dormir.

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