26 de agosto de 2012

El cuarto blanco

José Adiak Montoya

Cuando puso un pie dentro del lugar, el mismo lugar que tenía aún frescas sus huellas de la noche anterior y la de tantas noches, ya el sol comenzaba a ceder sobre el horizonte agónico de la ciudad revuelta de bullicio de tráfico y gentes.

Se sentó. Minutos. Minutos. Minutos. Empezó a impacientarse cuando notó que Tito parecía absorto en atender otras mesas, como dejando de lado el buen servicio con él, como sabiendo que aún dejándolo morir en la espera de su cerveza, siempre regresaría todas las veces, todos los días a la misma silla, que no era siempre la misma silla, la misma mesa, que no era siempre la misma mesa, sino la misma esquina en la que pegaba el sol vitalizante y exacto a las cinco de la tarde... siempre solo.

La noche anterior, por primera vez en muchísimos años había hablado del cuadro de Degas, de cómo en tantos años nunca había conocido su nombre, el nombre de aquel cuadro que vio por primera vez cuando era un muchacho estudiante de bellas artes en Madrid en la época más feliz de su vida, aunque en el fondo de las gavetas movedizas de su memoria siempre había querido saberlo. La ebriedad, como muchas veces, había hablado por él. Se lo había confesado a Brechera, le gustaba el nombre para un futuro pintor. B-R-E-C-H-E-R-A. Sonaba bien en su cabeza.

Tito se acercó a la mesa, sin haber consultado antes ya traía consigo la cerveza del maestro, la dejó sobre la madera con una mirada apenada por la tardanza.

—Lo vino a buscar el muchacho hoy temprano señor Lizalde

—¿Brechera? —preguntó el pintor.

—Sí. Ese mismo —la respuesta de Tito— preguntó que si no había venido y dijo que iba a volver más tarde.

Brechera había aparecido hacía una semana por el bar, entró como un pequeño explorador, enjuto y reducido, una maraña de pelo negro denotaba aún más su figura escuálida y su rostro demacrado que adornaba con un leve bigotillo. Cuando el pintor lo vio entrar, cuando lo vio poner un pie dentro de su santuario de roconola y enjambres de alcohol, supo que lo buscaba a él. No por alguna certera corazonada del destino, pudo ver que entre sus manos traía el único libro que en letras doradas formaba su apellido, LIZALDE, supo, por simple vista y sus manos manchadas, que el muchacho era estudiante de pintura en Bellas Artes.

El cuadro de Degas se lo había enseñado años atrás Mala, ¿Dónde estaría perdida Mala? ¿Qué habría pasado con su talento de pintora tenaz? ¿Adónde se habrían ido aquellos pincelazos de fuego que alguna vez habían encendido sus días? Ella había estado allí siempre, emborronando lienzos juntos, haciendo de sus días una maraña de colores variados e imborrables.

—Eso mismo Maestro —Brechera lo inquiría la noche anterior—. ¿Cuál es su cuadro favorito?

—No sé cómo se llama muchacho, es complicado explicarte.

En medio de su embriaguez excelsa de la madrugada, dos almas envueltas en el bar vacío, revueltas en una paleta, y el fantasma de Mala rondando sobre la pregunta, con sus manos posadas sobre los hombros del pintor. Tito acomodando las sillas vacías una sobre otra como seres muertos sin un cuerpo encima.... ¿pero cómo que no sabe el nombre?...no sé, no sé, no sé, no sé el nombre... ¿Me está queriendo decir que sabe cuál es el cuadro pero no el nombre del cuadro?...sí, eso mismo.

Lizalde embrocado casi completamente sobre sus brazos, reposaba al borde de su sueño de borracho empedernido... ¿Cuál es? ¿Cómo es?...el pintor contesta: Es un cuadro de Degas que alguien me enseñó hace mucho, es una bailarina de ballet arqueada sobre su cuerpo con una mujer vestida de luto sentada a su lado, ambas tienen el rostro oculto, es magnífico....el pintor se quedó dormido con sus últimas palabras y el recuerdo cálido de Mala besando su frente le puso en el rostro una mueca de sonrisa adormecida antes de desplomarse sobre la mesa. Brechera se fue del bar con sus ilusiones revoloteando en la cabeza, aun después de casi una semana no podía creer que se estaba convirtiendo en parte cotidiana de aquél hombre.

Primer año de Artes Plásticas en la Escuela Nacional de Bellas Artes: segundo semestre: el nombre de Lizalde había saltado de la boca de todos los profesores de Brechera y en una tarde de calores descomunales aquel libro había caído en sus manos, se lo había pedido prestado a un profesor quién se lo llevó al día siguiente, el mismo libro con el que había entrado bajo el brazo la primera vez en el bar, era el único compendio impreso que abarcaba toda la obra de Lizalde y sus distintos períodos e influencias en él y las que él había causado en generaciones posteriores de artistas. Brechera se había quedado prendido de cada una de las pinceladas de aquél talento maravilloso, las explicaciones y los análisis textuales de las pinturas hechos por Leonard Lupin eran magistrales.

Lupin había sido un amigo cercano de Lizalde desde sus periodos de estudiantes en la Escuela de Bellas Artes de Madrid donde ambos habían llegado becados como prodigios pictóricos de sus países cuando aún no cumplían la veintena de años. Lupin había dejado la pintura por una larga serie de desilusiones que solo las estrellas llegaron a saber y se dedicó a la crítica dentro de su frustración de creador. Hasta el momento, Lupin había sido el único en escribir un libro completo sobre la pintura de Lizalde, habiéndose perdido sin embargo la última etapa de once años en la carrera de su amigo, que era el tiempo que había pasado desde que se puso una pistola tibia contra el cielo de su boca y apretó el gatillo.

Muchas veces, en sus tardes muertas de ocio, Lizalde pensaba que Leonard habría podido escribir mejor y perfectamente su biografía en lugar de aquel compendio analítico sobre su obra, solía bromear con que Leonard Lupin se acordaba más de su vida que él mismo, porque solía resistir en forma de trinchera impenetrable los estragos del alcohol y siempre terminaba relatándole cómo habían acabado la noche anterior. Además, Lupin había sido el único que había visto a Mala, algunas veces en la Escuela y aquella vez en aquella tienda de revistas. Lupin había notado la herida de nervios de Lizalde durante los encuentros, como aquella vez...hasta que se despidieron, un leve chasquido de beso en la mejilla, un fuerte abrazo de niña huérfana.

Había sido la última vez que Lizalde la vio, durante los años siguientes trató de convencerse de que la vería de nuevo, pero se la tragó la distancia, el tiempo y el Océano Atlántico. Se quedó perdida. Y el pintor se fue hundiendo en el hueco atroz de su ausencia.

Tito se apresuró a poner otra cerveza en la mesa del pintor en el momento en que él terminaba apurado el último trago ya caliente de la primera botella, agradeció a Tito con la mirada y le extendió la botella vacía. Lizalde hizo memoria ¿Qué era lo último que le dijo ayer a Brechera? ¡ah si! Degas, El Cuarto Blanco, que curioso. El cuadro ni siquiera se llamaba así, el pintor desconocía el nombre y sin embargo por muchos años una inmensa litografía de esa pintura adornaba la sala de su casa. Eso, eso era lo último de lo que había hablado con el muchacho, con Brechera, ¿Y después qué? ¡Ah si! Después Mala le había acariciado el pelo mientras dormía, había andado correteando por sus sueños toda la noche, solía encontrarla en sus sueños, era raro, a veces él era el viejo que era y Mala seguía siendo la joven que un buen día decidió salir de la carrera de artes plásticas, la misma que se había encontrado por última vez en una tienda de revistas, a veces él era joven también. Nunca la pudo concebir vieja, ni en sueños, Mala, una vieja amargada sentada en el porche de su casa regañando a todos desde su mecedora que no paraba de rechinar, frente a una puerta de cedazo roto, espantando a los numerosos gatos de algún vecino excéntrico.

No recordaba la primera vez que había visto a Mala, en tantos años, allí, ahora que se miraba extrañado sus manos arrugadas y pecosas, como desconociéndolas, no había podido recordar por más de tantas noches de desvelo fulminante la primera vez que la muchacha se cruzó en su vista. Siempre había sido un recuerdo gradual que de pronto apareció a su lado emborronando lienzos y manchándose las manos.

Era el tiempo en que fumaban todos los días, él estaba lejos de casa, era el tiempo en el que Mala tenía en su habitación unas cortinas de un azul oscuro que la hacían desorientarse y dormir hasta tarde un sueño placentero de animal perezoso. Hasta que se escapaban juntos, en las noches, cazado imágenes para los cuadros.

¿Para qué habrá venido tan temprano Brechera? El muchacho anda en la emoción de haberme conocido, ese inocente fuego en sus ojos saltones, lo conozco, años sin verlo pero lo reconozco.

—Tito, ¿como a qué hora decís que vino el muchacho?

—Temprano, no sé la hora exacta...

Había entrado con una inmensa cara de emoción, con la cabeza sacudiendo su maraña de pelo en todas direcciones buscando la robusta figura de roble viejo de Lizalde, traía un libro grueso bajo su brazo, como todos los días, revuelto con libretas, apuntes, carpetas y pinceles en los bolsillos de sus pantalones salpicados de óleo y témpera... preguntó a Tito por el Maestro, no está, de seguro viene más tarde... a pues dígale que vine.

Tentación de volver a fumar, el humo de los vecinos deliciosamente entrando por sus delicadas cavidades nasales, Lizalde exhalando, bufando dificultoso como toro enfermo, con sus pulmones heridos y cancerosos sin cuidado. Fuera fuera humo. De nuevo los ojos cerrados y la imagen de su mortaja, de su ataúd, de su cadáver tan ridículo siendo velado en el Palacio Nacional con dos guardias a cada lado. Entonces abriría los ojos y diría ¿esto es todo Lupin? once años preguntándome sobre vos ¿para esto? ¡Qué cosas pensaba!...Soy el fantasma de tu padre, destinado a vagar de noche... siempre se imaginó el espectro de Lupin recitando a un mal Hamlet para bromear con él en el día que se le apareciera, pero nunca llegó ese día, se tuvo que enfrentar siempre a la voraz soledad, al hueco inmenso que dejó la muerte de su biógrafo inédito, al único que había oído hablar de Mala, los únicos labios a los que oyó pronunciar ese nombre durante tantos años, aunque fuera para reprocharle por su infantilismo de adolescente rehusándose a morir. Sos un viejo Lizalde. Un v-i-e-j-o.

Tito: otra cerveza.

Había sido una de esas veces que las cortinas la habían vuelto a engañar, siempre parecía las cinco de la mañana dentro de la habitación de la muchacha. Su insomnio había aumentado. La acera acogedora pero fría. Madrid en vela. Un cigarrillo, eso vio el pintor, el joven Lizalde al acercarse a pie por la calle, Mala y un cigarrillo. Intercambiaron los saludos en medio de la noche helada, la noche herida por una luna que partía el cielo a la mitad. Hora de calentarse los huesos... ¿una caminata? Claro, claro...

Mala le dijo: Degas no era impresionista. Él rió. Lizalde preguntó quiénes habían sido sus amigos. Ella rió. Yo creo que en mi vida pasada fui Edgar Degas. Él rió más. Los labios de Mala se quedaron serios y se abrieron un segundo después: no era un perseguidor de la luz como los impresionistas, pasaba horas en su taller, fuera de ese aire fresco que disfrutaban tanto sus amigotes, él seguía el movimiento del cuerpo, el cuerpo humano, era un perseguidor del alma. Mala se flexionaba sobre la cuneta parodiando a una bailarina de ballet... Lizalde memorizando los movimientos de la muchacha concluyó: no era pintor, era dibujante por eso sobrellevó mejor la ceguera. Estallaron las risas.

Ese fue el único día, la única hora que Lizalde estuvo en la casa de Mala, a la vuelta de aquella caminata que a lo largo de los años su memoria había repasado tanto y alterado tanto y quitado tanto y puesto tanto, que tal vez su recuerdo ya no era real. Lo invitó dentro, sus padres dormidos y ellos dos en la sala con dos tazas hirvientes de café y un cigarrillo en la mano izquierda mientras repasaban las viejas enciclopedias de arte... Debe ser difícil, estar lejos de su país, solo, sin conocer a nadie...la voz de la muchacha lamía las heridas de soledad y nostalgia de Lizalde en aquel país extraño, Mala seguía hablando... yo prefiero abstraerme, escapar de la realidad, cerrar los ojos y estar dentro de un cuarto blanco, tan brillante que me ciegue y no ver nada, nada, aunque me tropiece a veces... un cuarto blanco como este... tomó entre sus dos manos una litografía mediana de Degas, una bailarina se arqueaba flexible sobre su abdomen junto a una enlutada mujer de misterio... mira este cuadro Lizalde, estoy segura que lo pinté en una vida pasada, mi cuarto blanco...

Se acabaron los cigarrillos y la tercera taza de café era abusar de sus ojeras insomnes, Lizalde terminó con un abrazo fuerte en el dintel de la puerta y la litografía de Degas enrollada en su mano derecha como regalo en honor de la noche en que descubrió que Degas no era impresionista.

Muchos años después esa litografía estaba colgada al otro lado del océano en la sala de la casa del pintor, no tenía seña, no tenía marcas, nunca supo en realidad el nombre de la pintura, El Cuarto Blanco desde entonces. Desde que Mala había dejado las clases de pintura nunca quiso saber el nombre real, se escondió del fantasma de Edgar Degas por todos esos años, evitó sus otras pinturas y los libros de su obra. Nunca conoció a Mala realmente, pero de lo que supo y repasaba en su cabeza, ese cuadro era el único sigilo que quedaba. La única esperanza remota y casi extinta de encontrarla un día y preguntarle ¿Cómo se llama el cuadro? ¿Aquel cuadro de Degas que me regalaste una noche que la luna partía el cielo de Madrid por la mitad? La pregunta que se le había olvidado hacerle la última vez cuando la vio en aquella tienda de revistas.

El bar empezaba a ponerse gris.

Alguna vez imaginó a Mala en las últimas pinceladas de su primer cuadro, una sonrosada niña pequeña en su escuelita de Madrid, terminando aquel cuadro primero, apenada de su creación, expuesta sobre sus rodillas en el piso, con el lienzo en el suelo cubriéndolo tímidamente con papel periódico para que nadie nadie lo mirara, que nadie viera su risa, su pequeña conquista de Degas reencarnado en ella, corriendo luego apresurada con el cuadro bajo el brazo, corriendo, ojos cerrados cuesta abajo, de su escuela a su casa y sus amiguitos inquietos llamándola desde la cancha de deportes... ¡Mala! ¡Ea Mala! ¿Qué lleváis allí?...y ella muerta de pena corriendo más rápido hasta llegar a casa, hasta llegar y descubrir el cuadro rasgando el papel periódico a tirones... descubriendo la primera sonrisa satisfecha de la pintora que nunca llegó a ser.

Lizalde, sentado, empezaba otra cerveza, sus manos temblorosas por el deseo de un cigarrillo empezaban a sostener su quijada adormecida de alcohol. Falta de más amigos: sus cigarrillos. Esos amigos que nunca le habían negado un beso en la boca tras tantas bocanadas de humo frente a sus cuadros. Le daba risa, pintaba sus cuadros con una braza incandescente a tres centímetros de ellos y luego de su firma hasta se prohibía el flash de las cámaras digitales cerca de ellos para evitar dañarlos. Todos sus amigos se habían ido marchando en el último tren de la muerte, sólo a uno había tenido que abandonar a la fuerza: El Cigarro, que en su abrazo de amistad le había ido clavando un doloroso puñal en la espalda que le iba haciendo respirar cada vez más dolorosamente. Un cáncer que parecía galopante y que milagrosamente los médicos y el molesto tratamiento al que lo sometieron le habían hecho cesar, salvarlo de la muerte con éxito y celebraciones para las artes del país.

El bar se volvió gris.

Muchas veces se volvía gris, así, con las sombras caminando presurosas aunque no hubiera sombras, aunque el sol del medio día anduviera campante por cada recoveco. Allí eran sus entrevistas, no importaba si eran embajadores con placas amarillas en sus grandes autos con encargos jugosos de cuadros o el flaco muchacho en la forma de Brechera exhalando en sus poros que yo quiero ser como usted Maestro, que yo quiero esos trazos y que un día un Leonard Lupin escriba un libro sobre mí... ¿Leonard Lupin? ¿Qué haría hoy ese viejo loco si estuviese vivo? Tantas veces se preguntaba eso de sus muertos y muchas veces lo preguntaba con el nombre de Mala envuelto y empapado en ese sentimiento, como con la esperanza perdida de que estuviera respirando en alguna parte del planeta, como haciéndola una más de sus tantos queridos muertos, allí, revuelta desnuda en la fosa común de sus muertos, tirada grotesca sobre el cadáver de Lupin, sin nunca haberlo pensado aquella última vez que lo vio con él en una tienda de revistas en una calle cualquiera de Madrid. El mismo mes que los dos pintores jóvenes y fervientes regresaron a sus tierras, sobre el mar, a sus rincones y sus calles de siempre, y Lupin abandonó París no con melancolía sino con asco. Y un trozo de la muchacha iba enrollado en el equipaje de Lizalde, un cuarto brillante y cegador, una bailarina de ballet junto a alguna viuda lamentosa.

Pasaron antes por París, Lupin le decía adiós a sus padres, que decían que Leonard estaba loco por irse a América a vivir a una tierra tropical, que los mosquitos inclementes lo iban a matar de malaria, que había perdido la razón, pero Lupin quería abandonar París, irse con Lizalde a cumplir los sueños que forjaron durante la carrera en España, los sueños de apoyar la Escuela de Bellas Artes en el país de Lizalde, los sueños de fundar un movimiento pictórico revolucionario. Lizalde flotó sobre su cuerpo y su mente, se fue del bar por un rato, se vio caminando con Lupin... que este es Saint Michel y aquel es Saint Germain, pasando por Saint-Sulpice, una semana en el Barrio Latino de la que sólo recordaba los primeros días y los primeros tragos, cerrando los ojos ante los cuadros de Degas en cada museo.

Así iba, volando sobre los famosos bulevares, viendo desde arriba la terraza del Ritz... pero de aquel París del pasado lo devolvió la gana galopante e irresistible de desalojar su vejiga llena, se levantó con un esfuerzo mediano de sus dos manos sobre la mesa para impulsarse hacia arriba, la presión de su cuerpo se aceleró por una correntada de sangre que se fue veloz de su cabeza, un leve mareo, la presión y las cervezas. Empezó lento su caminata, mirando vagamente a las personas en las otras mesas, sus vecinos de la mesa continua ya no fumaban, caminó unos metros entre el bar aún despejado a esas horas hasta llegar a la puerta del único cuarto de baño del lugar, compartido por hombres y mujeres.

Adentro ya todo era penumbra. Mientras expulsaba el líquido, desahogando en alivio su cuerpo, vio su reloj. 7:34 p.m. aun quedaba mucha noche. Cerró los ojos y por primera vez en todo el maremoto de imágenes y recuerdos de ese día se descubrió la mente en blanco, el pintor sintió un ligero alivio, como si todos aquellos fantasmas hubieran aflojado las garras de su cuello. El chorro de agua pura en sus manos estaba frío, se secó bien todos sus dedos y los metió en sus bolsillos, el frío, el aire, su temor a la artritis en sus manos aún prodigiosas.

Cuando salió, Brechera lo esperaba en la mesa, no se sorprendió, de hecho ya se había empezado a impacientar en la espera del muchacho, después de todo tenían buenas apreciaciones de muchos artistas en común. Brechera había pedido dos cervezas, una que se apuraba en su garganta y otra que esperaba paciente a Lizalde sobre la mesa, junto a la acostumbrada maraña de papeles y libros del estudiante.

El Maestro le extendió la mano... que lo vine a buscar temprano, pero no estaba... es qué yo no acostumbro venir a abrir este bar muchacho yo solo lo cierro... risas, risas, risas.

—Es que le traigo una sorpresa Maestro— dijo el muchacho con una sonrisa que había contenido durante todo el día.

—Son difíciles las sorpresas para mi Brechera, nunca tienen su efecto.

El muchacho murmuró dos o tres palabras que Lizalde no entendió, las repitió, unas palabras sin sentido para el pintor.

—¿Qué tiene eso? ¿Qué significa? —preguntó confundido el pintor con una mueca de extrañamiento.

—Pues esa es la sorpresa, eso que le acabo de decir es el nombre del cuadro de Degas, el cuadro del que me habló anoche, el que le gusta tanto y nunca había podido saber el nombre- el muchacho tomó uno de los libros que exponía en letras blancas: DEGAS, ubicó el separador en medio de las páginas satinadas y acercó el libro, abierto como una mariposa a los ojos de Lizalde, dejando al descubierto la pintura, El Cuarto Blanco desmoronándose en ese instante.

Quiso matar a Brechaera, destrozar a aquel muchacho flaco, arrancar cada uno de sus cabellos de melena alborotada, mientras, dentro de él, toda su vida se iba desmoronando como un doloroso castillo de cristal hiriendo sus entrañas. Lizalde se levantó indignado de la mesa, tembloroso como si hubiese recibido una noticia de muerte, retuvo un caudal de lágrimas tras de sus ojos ancianos. Salió del bar, sin pagar, tal vez mañana le cobraría Tito. Brechera se quedó en la mesa. Confundido con el libro de Degas entre sus manos y su cerveza recién empezada.

Lizalde caminó por la calle con el cadáver de Mala sobre sus hombros, era una noche fría con la luna partiendo el cielo a la mitad, una pareja de jóvenes reía en medio de la oscuridad amorosa de un parque, Lizalde se sentó, solo en una banca, un parque grande con una inmensa fuente apagada en el centro.

Lizalde permaneció sentado. Los dos muchachos se incomodaron y empezaron a caminar en busca de otro lugar fuera de la vista de todos, cuando pasaron a su lado, el pintor les pidió un cigarrillo, el muchacho amable sacó un paquete medio lleno de su bolsillo, tomó uno y se lo dio al viejo, se inclinó levemente para darle fuego y las dos figuras jóvenes desaparecieron en la penumbra.

Tal vez en el mismo momento que el humo entraba a los pulmones del pintor, Mala, al otro lado del mundo, probablemente perdida en una gran urbe, convertida en arquitecta o en deportista, caminaba calle abajo con un nuevo cuadro bajo el brazo, envuelto cuidadosamente con los periódicos de aquel día.

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