Rubén Darío
Yo había
visto a mis pies la destrozada cabeza de ciervo en que las cuerdas amadas
habían sabido decir mis sueños armoniosos y mis dulces esperanzas, a los
vientos errantes. No tenía ya más instrumento –caja de mi música íntima, lira
mía rota bajo la tempestad, en el naufragio!
Mi pobre
barca estaba hecha pedazos; apenas» a la orilla del amargo mar, se balanceaba,
triste ruina de mi adorada ilusión; y la red estaba rota, deshecha como la
lira...
(La esposa
había salido a buscar al pescador, dejando encendido el hogar en la cabaña; y
mecía al niño dormido en sus brazos, al vuelo de la brisa de la noche.)
–¡Ay! ¡Ay!
¡Ay! –grité al océano negro, lleno de cóleras hondas y misteriosas–. Los dioses
son injustos y terribles; ¿qué mal hacían al mundo mi lira hecha de la testa de
un ciervo, y mi barca pequeña y ligera, y mi red conocida y querida de los
tritones y de las sirenas?
(–¡Eh! –grita
la mujer con el niño en los brazos–, ¿cenaremos hoy?– Arde en la
choza el resto de un buen juego.)
–¡Ay! ¡Ay!
¡Ay! –grité al cielo–, ¿los dioses son sordos y malos?
Allá a lo
lejos, en lo negro de la playa, bajo lo negro de las nubes, vi venir una figura
blanca, con aspecto de nieve y de lino.
Fue
acercándose poco a poco, hacia donde yo me encontraba, con los brazos
desfallecidos, delante de mi lira rota, mi barca rota, mi red destrozada.
Y era Él.
–¡ Oh!
–exclamé–, ¿no me queda más que la muerte?
–Poeta de
poca fe –me dijo–, echa las redes al mar.
El cielo se
aclaró, brillaron las luminosas constelaciones; las olas se llenaron de astros danzantes y fugaces.
Eché las
redes en las aguas llenas de astros, y ¡oh prodigio! cunea salieron más
cargadas. Era una fiesta saltante de estrellas; la divina pedrería viva, se agitaba alrededor de mis brazos
gozosos.
(Él partió
sobre las espumas al lado del Oriente blanco y maravilloso, coronado de su
indescriptible nimbo, dejando en las arenas y pequeñas conchas las huellas de
sus divinos pies descalzos.)
Los buenos
hombres de los alrededores nunca vieron mayor ¿Icaria en la casa del pescador,
después de la tempestad.
¡Oh, qué rica
cena! El pescador fumaba su pipa, mientras la lira sagrada cantaba; la mujer
hilaba en la rueca; y el niño jugaba al calor del hogar, con dos grandes
anillos –huesos restantes del pez Saturno.
uno de mis favoritos, saludos pues!!!
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