21 de mayo de 2012

La pesca


Rubén Darío

Yo había visto a mis pies la destrozada cabeza de ciervo en que las cuerdas amadas habían sabido decir mis sueños armoniosos y mis dulces esperanzas, a los vientos errantes. No tenía ya más instrumento –caja de mi música íntima, lira mía rota bajo la tempestad, en el naufragio!

Mi pobre barca estaba hecha pedazos; apenas» a la orilla del amargo mar, se balanceaba, triste ruina de mi adorada ilusión; y la red estaba rota, deshecha como la lira...

(La esposa había salido a buscar al pescador, dejando encen­dido el hogar en la cabaña; y mecía al niño dormido en sus brazos, al vuelo de la brisa de la noche.)

–¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! –grité al océano negro, lleno de cóleras hondas y misteriosas–. Los dioses son injustos y terribles; ¿qué mal hacían al mundo mi lira hecha de la testa de un ciervo, y mi barca pequeña y ligera, y mi red conocida y querida de los tritones y de las sirenas?

(¡Eh! grita la mujer con el niño en los brazos–, ¿cena­remos hoy?Arde en la choza el resto de un buen juego.)

–¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! –grité al cielo–, ¿los dioses son sordos y malos?

Allá a lo lejos, en lo negro de la playa, bajo lo negro de las nubes, vi venir una figura blanca, con aspecto de nieve y de lino.

Fue acercándose poco a poco, hacia donde yo me encontra­ba, con los brazos desfallecidos, delante de mi lira rota, mi bar­ca rota, mi red destrozada.

Y era Él.

–¡ Oh! –exclamé–, ¿no me queda más que la muerte?

–Poeta de poca fe –me dijo–, echa las redes al mar.

El cielo se aclaró, brillaron las luminosas constelaciones; las olas se llenaron de astros danzantes y fugaces.

Eché las redes en las aguas llenas de astros, y ¡oh prodigio! cunea salieron más cargadas. Era una fiesta saltante de estrellas; la divina pedrería viva, se agitaba alrededor de mis brazos gozosos.

(Él partió sobre las espumas al lado del Oriente blanco y maravilloso, coronado de su indescriptible nimbo, dejando en las arenas y pequeñas conchas las huellas de sus divinos pies des­calzos.)

Los buenos hombres de los alrededores nunca vieron mayor ¿Icaria en la casa del pescador, después de la tempestad.

¡Oh, qué rica cena! El pescador fumaba su pipa, mientras la lira sagrada cantaba; la mujer hilaba en la rueca; y el niño jugaba al calor del hogar, con dos grandes anillos –huesos res­tantes del pez Saturno.

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