Sergio Ramírez
Las
manos cruzadas bajo la nuca, Lisandro Ramírez se balanceaba plácidamente
empujándose con la punta del botín, recostado en la hamaca de manila colgada en
los pilares del corredor que daba al cerco de piñuelas de la calle ronda,
mientras Migdalia Laguna, a su lado, se adornaba con flores de reseda la
cabellera humedecida asomándose a un trozo de espejo, al tiempo que cantaba el
vals Sortilegio que él le había compuesto cuando años atrás empezaron en la
penumbra del coro de la iglesia parroquial sus amoríos clandestinos.
El
estuche del violín descansaba en el piso cerca de su botín, y se le antojó que
debía acompañarla. Decidido a incorporarse, se agarró de los bordes del
cabezal, pero en el impulso la cuerda se rompió y fue a dar de nalgas contra el
suelo de talpetate. Repuesto del susto se río, ella riéndose con él mientras
trataba de ayudarlo a pararse, y todavía se reían como locos cuando Lisandro
Ramírez se encontró con los ojos curiosos de Napoleón, su cuñado, que lo
espiaban tras el cerco de piñuelas. Lo vio un instante, porque cuando al fin
estuvo de pie, ya había desaparecido y sólo oyó el alboroto de las ruedas de su
carretón de aguador y el entrechocar de los cántaros, alejándose por la calle.
No
había escuchado acercarse el carretón, distraído por los trémolos enamorados de
la voz de Migdalia Laguna que entonaba su vals, como siempre lo hacía, después
de bañarse en cuclillas en la jofaina enlozada, dentro del aposento donde
habían disfrutado la tarde entera vigilados por las gallinas que se posaban por
turnos en el vano de la ventana.
Napoleón,
el mudo impertinente, dejaría de repartir el agua para ir derecho a calentarle
los sesos a su esposa con el cuento, estaba seguro. Descolgó del clavo en la
pared el saco de dril para ponérselo con movimientos urgidos, tan urgidos que
no acertaba a meterse las mangas, un enredijo encima de su cabeza; recogió el
estuche del violín y se fue sin despedirse, mientras Migdalia Laguna retomaba
con despecho la primera estrofa de la letra del vals que lo acompañó, como un
reclamo adolorido, hasta la esquina del billar.
Lisandro
Ramírez tenía para entonces siete años de casado. Un día antes de su boda con
Petrona Gutiérrez, el padre Estanislao Mormeneo, que lo había nombrado maestro
de capilla a pesar de su juventud, lo mandó llamar a la sacristía, lo hizo
arrodillarse y le exigió el juramento de abandonar a Migdalia si quería recibir
de sus manos el sacramento del matrimonio. Migdalia Laguna cantaba a la hora
del rosario y él la acompañaba en la soledad del coro con el violín, y desde el
altar mayor el padre Mormeneo los había visto besarse más de una vez.
-
¿Han pasado a más? - lo increpó, jalándolo de la oreja.
Por
toda respuesta, Lisandro Ramírez abatió la cabeza. Entonces, sin soltarle la
oreja, lo hizo avanzar siempre de rodillas hasta el altarcito enflorado de la
sacristía y él juró dejarla, la mano en el Cristo crucificado mientras
aguantaba la risa, sabiendo que juraba en vano.
Migdalia
Laguna era lo de menos Mirta, Eulalia, Diamantina, Filomena, el padre Mormeneo
no las conocía y, por lo tanto, no entraban en el falso juramento que había
prestado, pero sí en las cuentas entonces implacables de Petrona Gutiérrez, que
a los dieciséis años y ya esperando al primero de los catorce hijos que tuvo,
había averiguado que una desbocada multitud de mujeres existía en su vida, cada
una de las cuales había merecido, a su turno, la partitura de un vals.
Las
sospechas aturdieron por primera vez el corazón inocente de Petrona Gutiérrez
cuando un día, mientras él andaba ausente en uno de sus toques religiosos en
Santa Teresa y ella barría el aposento, se encontró debajo del cofre donde
guardaba con llave sus papeles de música, la partitura del vals Desconsuelo,
dedicado a Mirta Cordero, cuya letra, encendida de reclamos amoroso, leyó,
deletreando las sílabas encima de los signos musicales de la gruesa hoja
pautada que saltaron como alacranes emponzoñados frente a sus ojos furibundos.
Forzó la chapa de la cerradura, y entre los legajos de sones de pascua,
pastorelas, himnos litúrgicos, requiems y misas de gloria, encontró escondidos
otros valses dedicados a Eulalia Cabestrán, Diamantina Arburola, Filomena
Arceyut.
La
mañana que debía regresar, ella lo esperó como siempre en la puerta de la casa,
y al verlo acercarse entre la partida de filarmónicos que lo acompañaban a lomo
de bestia en sus giras musicales por Santa Teresa, la Conquista, Dolores, El
Rosario, cargando sobre los arneses de las monturas sus instrumentos de viento
y los estuches de los violines, fue como siempre a encontrarlo a media calle, y
como siempre agarró la rienda del caballito mortecino que montaba, para
llevarlo hasta el cobertizo del pesebre donde él, como siempre también, se
apeó, adolorido por las largas horas del trote, y desvelado, además, porque hasta
la madrugada no había terminado la última de sus serenatas galantes.
Petrona
Gutiérrez se pasó la mañana sin decirle nada, entregada a sus oficios, mientras
él, olvidado ya de su desvelo, componía un nuevo vals sentado en las gradas de
la acera, vestido con su saco de dril martajado en sus andanzas de varios días,
el tintero abierto a su lado. Pero a la hora del almuerzo, no escuchó el grito
acostumbrado desde la cocina, llamándolo a comer. Entró, y en la mesa servida
descubrió las partituras de los valses rotas en pedazos junto al plato todavía
humeante.
Se
había ido por el cerco del solar, cargando en una funda de almohada su ropa, a
refugiarse en casa de su madrina, quien la había criado junto a Napoleón, el
mudo, porque eran huérfanos. De todas maneras se sentó a comer, y al poco rato
fueron apareciendo en la casa abandonada los músicos que acudían como de
costumbre a los ensayos, sabidos ya de la desgracia porque la madrina,
instalada a su puerta en un taburete, denunciaba a todo el que pasaba las liviandades
del compositor.
-
¿Qué pensás hacer? -le preguntó Gilberto Quesada la tuba entre sus manos.
-
Pues nada -le contestó Lisandro Ramírez, tras enjuagarse la boca-, empezar a
enamorarla otra vez.
Para
hacerla volver, pasó más de un mes poniéndole serenatas, la orquesta convocada
cada noche junto a la puerta cerrada de la casa de la madrina, asediándola en
las esquinas cuando salía a los mandados como en los días de su noviazgo.
Petrona Gutiérrez no aceptó regresar a su lado sino cuando oyó que le cantaba
desde la calle, con acompañamiento pleno de cuerdas y vientos, el vals
Abandono, el primero que hasta entonces le componía.
Vuelve
por bruta -le dijo empurrada la madrina cuando fue a dejársela de regreso,
llevándola de la mano-. La que quiere calvario, que aguante su cruz.
Esa
vez que Napoleón, su cuñado, lo sorprendió con Migdalia Laguna, en lugar de
dirigirse a la iglesia para el rosario de las seis, regresó a la casa contrito.
Ya el mudo entremetido estaba adentro, lo supo porque divisó el carretón cagado
con los cántaros frente a la puerta. A estas horas le estaría explicando a
Petrona Gutiérrez, con alarde de señas, todo lo que había visto, haciéndolo
víctima no sólo de las evidencias, sino que adornando el cuento con
exageraciones de sus manos, una nueva desgracia porque Migdalia Laguna jamás
había entrado en las cuentas de sus reclamos.
Ya
tenían seis hijos para entonces, de los catorce que fueron en total, y a
Lisandro Ramírez no le preocupaban más las llamaradas de celos de su esposa,
que se habían ido apagando, sino sus burlas y chifletas, que eran las armas con
que ahora, artera y maligna, se defendía de sus infidelidades desde la tarde en
que lo había sorprendido con Leopoldina Betanco.
Le
dijo esa vez que iba para la iglesia, porque había una función solemne de
difuntos, y ella lo siguió por su verdadero camino sin que advirtiera los pasos
cautelosos que de lejos iban tras de los suyos en su persecución. Lisandro
Ramírez, confiado, penetró en el patio, el estuche del violín colgado de su
mano, y ella se escondió tras una pila de leña hasta que lo vio desaparecer por
la puerta que Leopoldina le entreabría sigilosamente. Petrona Gutiérrez esperó
con calculada paciencia a que se desvistieran, y cuando irrumpió en el aposento
los encontró sentados en la cama, él en calzoncillos, Leopoldina Betanco en
fustanes.
-
Vine a cobrarle una misa que me debe- le dijo él, sin saber por qué, enredando
las palabras.
Petrona
Gutiérrez, sin responderle nada recogió con movimientos tranquilos la ropa del
marido regada en el suelo, el sombrero, el saco, los pantalones, la corbata, y
se llevó todo, dejándolo en calzoncillos, nada más en posesión del estuche del
violín. Lisandro Ramírez, humillado y disgustado como nunca, regresó a la casa
ya muy noche, vestido con una mudada ajena después de haberse pasado encerrado
en el aposento de Leopoldina Betanco por largas horas, hasta que, tras recurrir
a todos los músicos de su orquesta en demanda de auxilio, encontró una que le
quedara.
Entró
furioso, pero ella no hacía sino reírse embozada bajo la cobija en la cama,
sacudida por los estertores de su risa incontenible, mientras él lanzaba
improperios en la oscuridad, tropezando en busca del quinqué que al fin encontró
pero que no pudo encender porque se le cayó de las manos, quebrándose en el
piso en medio de un reguero de aceite que le empapó los calcetines, ya que
había hecho descalzo todo el trayecto de regreso, caminando en la oscurana como
un alcaraván, pues ninguno de los botines que le enviaron hasta su encierro era
de su medida.
Fue
a partir de entonces que Petrona Gutiérrez aprendió a reírse de las
inconstancias y devaneos del compositor, como se reía maléfica ahora, tras el
informe de Napoleón, mientras cortaba con la navaja la punta de los puros
chilcagre que fabricaba, la tabla sobre sus piernas, para poder criar a sus
hijos que ya empezaban a llenar la casa, así como horneaba rosquillas que los
niños mayores salían a vender por las calles, porque el violín no daba lo
suficiente para tanta boca.
-
¿No querés aceite de cusuco, para que te huntés en las nalgas? Es milagroso
para las caídas -le dijo zumbona, al otro lado de la pared, cuando él
depositaba el estuche del violín en lo alto del ropero del aposento, hasta
donde había llegado cauteloso, abrigando la vana esperanza de pasar
inadvertido.
Lisandro
Ramírez siguió componiendo valses en homenaje a cada nuevo amor y lejanos
quedaban ya los días en que Petrona Gutiérrez, el más tierno de sus hijos en el
cuadril los otros siguiéndola por la calle, prendidos de su larga falda, volvía
llorando a la casa de su madrina cada vez que la descubría una nueva veleidad,
lejano el día en que intentó envenenarse con pastillas de permanganato de
potasio, en que desesperada por los celos le quebró el violín, aporreándolo
contra la pared, para lamentarse después arrepentida, porque reponer el violín
habría de costarles infinidad de angustias.
Pero
jamás llegó a burlarse de él como lo hizo cuando años después se enamoró perdidamente
de Salomé Sabino, dueña de un estanco de aguardiente, quien altanera y
desdeñosa no cedió nunca a sus serenatas y a sus asedios. Ya habían nacido para
entonces todos sus hijos, y los mayores tocaban en la Orquesta Ramírez que se
hizo célebre en Masatepe y los demás pueblos del sur, solicitados para
funciones religiosas y fiestas danzantes. A la hora de los ensayos, cada tarde,
la calle se llenaba de gente, atraída por el alegre concierto de los
instrumentos que desbordaba las puertas abiertas; los muchachos, Francisco el
violinista, Alejandro el flautista, Alberto el chelista, Pedro el
contrabajista, Carlos José el clarinetista, olvidándose de la música sacra
tocaban los viejos valses secretos cuyas partituras volaban ahora libremente
desparramadas por la casa, y las muchachas, María, Laura, Ester, Angela, Luz,
los cantaban en coro; la casa que parecía vivir una fiesta perpetua mientras
Petrona Gutiérrez continuaba fabricando puros, gozosa también en medio del
jolgorio.
Aquella
pasión desenfrenada de Lisandro Ramírez por Salomé Sabino, que nunca tuvo
respuesta, lo llevó a cometer graves desatinos, al grado de instalarse todo el
día con su violín al lado del mostrador en la penumbra del estanco; dejaba el
violín para ayudarla, solicito, a trasegar el aguardiente de los barriles a las
garrafas; la perseguía desalado por las calles, abandonaba la orquesta a la
vista de sus hijos para sentarse a su lado en la iglesia a la hora de la misa.
Petrona Gutiérrez supo que le había ofrecido matrimonio y se rio otra vez de la
propuesta y de la rotunda contestación de Salomé Sabino:
-
Prefiero quedarme a desvestir santos que vestir músicos.
Salomé
Sabino envejeció sin casarse, y la única vez que mostró alguna debilidad en su
obstinación, fue cuando sonrió de manera caprichosa al aceptar de manos de
Lisandro Ramírez la partitura del vals Ilusión Perdida, que le entregó
enrollada y atada con una cinta roja en el estanco adonde ya nunca más volvió,
convencido al fin de que todos sus embates habían sido vanos. Ilusión Perdida
fue el último vals que compuso, y ya no sufrió más descarríos, frustrado para
siempre por aquel fracaso que Petrona Gutiérrez agradeció arrodillada como un
milagro delante del altar de sus santos, haciendo que todos sus hijos se
arrodillaran con ella.
Sosegado,
y en adelante enemigo jurado de los libertinajes, guardián implacable de sus
hijas, Lisandro Ramírez envejeció también al lado de Petrona Gutiérrez,
encolerizándose cada vez que ella le recordaba sus inconstancias y desvaríos,
implacable en sus cuyas al remojarle su derrota frente a Salomé Sabino.
Martirizado
por la ceguera en sus últimos años, sus nietas ya casadas y crianderas se
turnaban para vertir gotas de leche de sus pezones en sus ojos nublados por las
cataratas. Siguió componiendo hasta su muerte, el rostro pegado al papel
pautado para adivinar los signos, pero sólo música religiosa, himnos a la
virgen, marchas solemnes y misas de difuntos.
Una
tarde, mientras dormitaba, Petrona Gutiérrez lo arrancó de su mecedora,
agarrándolo de la manga para conducirlo, insistente frente a su resistencia,
hasta la puerta donde ella solía apostarse, siempre parlanchina, para detener a
los transeúntes y enterarse de lo que pasaba afuera.
-
¿Qué es la cosa? - gruñó molesto, cuando ella se detuvo, ya en la acera.
Petrona
Gutiérrez señaló hacia la calle, sin soltarlo, sabiendo que sus ojos ya no
podían ver más que sombras irisadas. Salomé Sabino, encogida sobre sí misma, se
alejaba rengueando penosamente, apoyada en su bordón.
-
Allí va tu ilusión perdida - le susurró al oído. Y se rio.
-
Qué ganas de fregar- dijo colérico Lisandro Ramírez, y se soltó con violencia
de la mano que lo retenía.
Managua,
noviembre de 1990
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