Arquímedes
González
Su única carta enviada a España fue tan breve como un telegrama y lo que
anunciaba no era motivo de alegría. Vicenta Brisa, nacida
hace cincuenta años en Benaguacil, Valencia, ha leído las
palabras miles de veces: “Ésta es la primera y última carta que enviaré. Me va
bien. Te odio mucho”.
El viaje es fatigador. Nunca ha salido tan lejos y menos de su
tierra. Está cansada de ir sentada y con frío dentro del avión, pero quiere
salir de esta agonía de desconocer dónde está su hijo, José Víctor Durán,
nacido el treinta y uno de diciembre de mil novecientos ochenta y que
desapareció de su familia, de su novia Pepa y de sus amigos, Pedro, Rafael y
Antonio. La carta tiene
la siguiente dirección: barrio San José Oriental, de la I.T.R., una cuadra al
sur, Ciudad Jardín, Managua, Nicaragua.
A Vicenta le han dicho que este país ha sido atormentado por dictaduras, terremotos, huracanes, violencia, corrupción y que tiene un inmenso lago pero no imagina que está repleto de mierda. La estampilla en la carta muestra la fotografía de un puente. Con una lupa ha leído que dice: Bienvenidos a Ocotal.
Carga dos fotos de José. En una, está ella tomándole el brazo.
José aparece de esmoquin negro, corbata de pajarita, un rosario en el pecho,
una pulsera en su muñeca derecha, los ojos casi cerrados y sin sonrisa. Vicenta
ríe orgullosa porque fue el día de la graduación de José. Ella está con un
vestido rosado, un par de pendientes de perlas falsas y sin el anillo de casada
que hace años tiró por el inodoro.
En la otra fotografía están Pepa y José. Pepa sonríe enamorada. Tiene brazos
blancos como si nunca se hubiera bronceado y las manos entrelazadas a la altura
del vientre. Viste pantalón amarillo y camisa café sin mangas. José aparece de
pantalón gris, con chaleco más una camisa manga larga café y corbata dorada. Se ve pálido. Tiene los ojos abiertos, boca empurrada
y expresión triste.
Vicenta carga copias del pasaporte de José, las actas de comparecencia a la Guardia Civil de Benaguacil, las reiteradas súplicas enviadas al embajador español en Nicaragua pidiéndole diligencia para ayudarla a localizar a su hijo y la última de hace tres meses quejándose porque no atienden su caso que comenzó con los extraños malestares de José. Su hijo tenía náusea, vértigo, golpes en el pecho, dolor de cabeza, espasmos en la panza, hormigueo en el cuerpo y sudoración. Cada día era algo diferente y en emergencias no sabían qué hacer. Los exámenes no revelaron ninguna enfermedad física. Le recetaron calmantes y descanso, pero José sentía que algo dentro de él lo mataba.
Era un cáncer invisible para los médicos, pero que a diario avanzaba dentro de su cabeza carcomiéndole los pensamientos, borrándole los recuerdos, provocándole tristeza y rabia y acorralándolo a la oscuridad. Dejó dos trabajos. Se tornó irrespetuoso con Pepa a quien hasta le gritó. Obligó a su mamá a dejarlo solo viendo la televisión y a la hora de desayunar, almorzar o cenar, cogía su plato y se encerraba en su cuarto. Ordenó que su comida y el pan no tuvieran sal, y bebía agua embotellada. Tuvo altercados más frecuentes con Pepa. No quiso hablar con sus mejores amigos de la infancia, Pedro, Rafael y Antonio, y cuando su madre lo hostigó para que le dijera lo que le molestaba, la abofeteó y escapó de casa. Fue el último día que se vieron.
A los seis meses de su desaparición, Vicenta, desesperada,
mostró la carta a un grafólogo, quien concluyó que José padecía
depresión. José no lo sabe. Se siente aturdido, como si dentro de su mente no
saliera el sol y ráfagas de viento le desordenan sus pensamientos, pero lo peor
son las voces que le hablan, lo acosan, lo molestan y no lo dejan dormir. Por
una de ellas descubrió que Pepa, su novia de hace dos años, lo traiciona con
Antonio. Rafael y Pedro sabían los desgraciados y no dijeron nada. Otra le
advirtió que Vicenta, su propia madre, lo quería matar con sobredosis de sal y
cloro, y la tercera voz, lo invitaba a embriagarse. Debía huir donde no lo
pudieran herir. Entró a una librería, al azar consultó guías turísticas y dio con
Nicaragua. Dos de las voces le aseguraron que ahí estaría a salvo. La tercera,
discutió y rechazó.
Retiró sus ahorros del banco y a los tres días salió de Valencia a Madrid con escala en Miami y de ahí a Managua. En la capital alquiló un cuarto de hotel. Los primeros días fueron estupendos, pero al mes, le robaron la pulsera que le regaló Pepa. Quedó tan nervioso que no salió de su cuarto en dos días. “Vámonos”, le ordenaron las voces, pero primero había que escribir a su madre. Al pegar la estampilla vio la imagen del puente de Ocotal. Dos voces le ordenaron que fuera a esa ciudad. La otra, estaba dormida.
Retiró sus ahorros del banco y a los tres días salió de Valencia a Madrid con escala en Miami y de ahí a Managua. En la capital alquiló un cuarto de hotel. Los primeros días fueron estupendos, pero al mes, le robaron la pulsera que le regaló Pepa. Quedó tan nervioso que no salió de su cuarto en dos días. “Vámonos”, le ordenaron las voces, pero primero había que escribir a su madre. Al pegar la estampilla vio la imagen del puente de Ocotal. Dos voces le ordenaron que fuera a esa ciudad. La otra, estaba dormida.
En Ocotal padeció mareos, el pulso se le aceleró y un día caminando por
una de las calles, se desmayó. Lo hospitalizaron. El médico preguntó, pero José
habló poco. Insistió en que estaba bien. El doctor le explicó que podía ser
presión alta. José le dijo que era de España. Sin embargo, una de las voces
mintió al afirmar que se llamaba Víctor Iglesias, como Enrique Iglesias. Le
contó que tenía veintiún años, que andaba de paseo y que por favor, no avisaran
a nadie. Tras el incidente, descansó en el peor hospedaje a merced
de los mosquitos. Comió en distintos lugares. Los jueves y viernes se emborrachó. Conoció
a otros españoles que lo llamaron Víctor, pero las voces se inquietaron y le
aconsejaron que para no correr riesgos se fuera a las montañas.
A petición del coro compró una cuerda, zapatos de escalador, frazada, comida enlatada y en pocos días se le esfumó el dinero restante. Estaba flaco, barbudo, tenía la mirada más triste del mundo y muchas ganas de llorar. Las voces revoloteaban, le ordenaban lo que no debía hacer y lo guiaban adonde no debía ir, a la cima de la montaña donde escaló el árbol más grande, sujetó la soga a la rama y decidió acabar con las voces y el cáncer. No podrían matarlo. Él las mataría primero. No contaban con esta jugada. Sintió la brisa fría. Admiró el paisaje y recordó a Pepa.
Vicenta, en Managua, descubrió que la dirección era falsa. Resolvió ir a Ocotal. Paró un taxi y rezando por encontrarlo
con vida, pidió que la trasladara a la Terminal de autobuses que iban a esa ciudad.