12 de marzo de 2012

La fiesta de Roma

Rubén Darío

Lucio Varo hablaba lentamente, y sus palabras eran como ritmadas por el ruido de los remos. Una gloria vesperal empur­puraba la fiesta del cielo, y caía, regia, sobre Roma. Se hubiese pensado en una decoración voluntaria de la naturaleza en ho­menaje a la ciudad divina. Doraba, roja, la luz, las lejanías; caía a rayos oblicuos sobre los jardines que en lo pintoresco de la ribera atraían con la alegría de sus flores, de sus mujeres y de su vino lesbiano. Flotaba como un aire de salud universal, que inmergiese en un baño maravilloso de fuerza y de bienestar, elevando y purificando el pensamiento, ayudando a la formula­ción de la palabra, cuidando y transportando, como un incienso misterioso, la fragancia humana.

Como en un punto del navegar se descubriese un paraje en que se descorría a la manera de una cortina el espectáculo de las cosas inmediatas, dejando contemplar el panorama de la capital cesárea, el poeta se puso de pie, y mientras Pablo le miraba con fijeza, recostado al borde de la barca, él prosiguió, elevando un tanto la voz, armoniosamente, de modo que se pensaría escuchaba el instrumento invisible que le iba acompañando.

–He aquí la última de mis diosas –dijo–. He ahí a Roma, a quien tantas ofrendas he hecho en el templo de la Salud. En ella se sostiene la fe que me resta. Su faz, en una visión del futuro, se me aparece siempre irradiando un brillo único; su cabeza firme sobre la columna de su cuello vigoroso, sostiene el orgullo simbólico de su corona de torres. Es la diosa dueña de la inmortalidad y de la victoria, favorecida directamente del Divus Pater Júpiter, que le ha hecho el don de su voluntad y de su rayo. La loba de Rómulo, ¿saben que he pensado, era el conjunto de todas las divinidades que debían dar la existencia y la fortaleza al Padre cívico? Cuando el infante apareció a la vida del día en ella Vaticano favoreció el grito primero que anunciara el triunfante nacimiento; Fabulino desató en la len­gua la primera fórmula verbal que fue fundamental eslabón en la infinita cadena del discurso futuro; en la leche del providen­cial cuadrúpedo ofrecieron Educa el manjar primordial que más tarde sería en augusta transubstanciación la carne vigorizada de un pueblo omnipotente, y Potina la copa concentradora de un licor de luminosa energía; y cuando el Fundador caminó por la primera vez, al amor de los montes nativos, aprendiendo el paso que place a los númenes, con él iban Abeona y Adeona, con él volvían Iterdica y Dominuca, todas encarnadas en la Lupa de las manos de bronce, nodriza y maestra del varón predesti­nado para hacer brotar de la tierra la flor insigne de la potencia y de la libertad humanas. Roma es y será invencible al Tiempo. La Salud del Pueblo Romano tendrá siempre como Vesta un fuego encendido en honor suyo, no en templos que caerán al paso de los carros de los siglos, ni custodiado por vestales frági­les a la culpa y a la muerte, sino en el alma de todo hombre libre y noble, vigilado y atizado por la mente de una raza im­perecedera, sustentada por influencia suprema, en el cumpli­miento de un destino imperioso. 

Yo recuerdo que siendo niño conducíame mi padre a sus granjas, en tiempo en que se cele­braban las fiestas de los dioses rústicos. En la campiña de mi vida había una discreta comunicación con la vida de la campiña, aunque jamás mis ojos tuvieran el sagrado terror de la visión corporal de una divinidad. Presenciaba los regocijos primavera­les tomando en ellos parte, y veía saltar gozoso el chorro de la sangre del puerco votivo, del toro de la ofrenda; y luego, coro­nado de hojas frescas, me internaba por los bosques, saturando mi cuerpo infantil de las esencias del campo, con la confianza en la bondad de los númenes contentos, en la virtud de la suo-vetaurilia propiciatoria. Antes de que el arado desflorase la ne­gra tierra, antes de que de la espiga copiosa se recogiese la co­secha, la plegaria se dirigía a la diosa favorecedora, el sacrificio precidáneo era ofrecido a Ceres, y aún contemplo la cabeza blanca de mi padre, encina familiar, al presidir la acción de solicitud o de gracias. Yo adornaba con flores cogidas en las ve­cinas praderas, los simulacros de la Primavera y de Marte Sil­vano; mis oídos pueriles habrían creído escuchar voces sobrena­turales que salían de los troncos de los árboles, de los carrizos, de las riberas y de los diamantes de las fuentes. Alguna vez con­duje en mis manos que se alzaban en acto de honor el ánfora de aceite que se vertía sobre el bloque de piedra del ara primi­tiva; y aguardaba ver aparecerse la figura del lar protector, sur­gir del agua cercana las ninfas tutelares, mientras se despertaba en mi espíritu en flor una mezcla de curiosidad y miedo. 

Creía rozarme con los dioses, pero no llegaba jamás a percibirlos. Y ya en mí había el deseo de realizar cosas grandes. De mis labios brotaban extraños ritmos y melopeas que yo inventaba, que no decían nada, incomprensibles en verdad para mí mismo, pero que irían y serían comprendidos por los seres superiores a quie­nes iban dedicados, tal los himnos antiguos en boca de los Arvales. Ya pasada la edad primera fui asiduo al culto hercúleo, y en la felicidad de mis primeros amores mis dedos entretegieron muchas coronas de rosas. Una música incesante, una luz áurea y dichosa ha precedido siempre la danza de mis horas en esos dulces años. Las Musas me favorecían, y nada turbaba mi paso por el camino del mundo. Un día cayeron en mis manos las obras de Ennio, y conocí por él a Evémero, y respiré el desconocido perfume de los versos de Epicarmo. La duda fue poco a poco filtrándose en mi alma. Sentí como la invasión de una dolencia sutil que poseía mi antiguo gozo. Después caí en un sopor indefinible, en una debilidad hasta entonces no sentida, cual si desfalleciese...

–Era el hambre de Dios –interrumpió Pablo. Varo continuó: –Todos los dioses fueron cual ocultándose a mi deseo, o es­quivándose a mi fatiga. Hasta el momento en que comprendí que la única divinidad en que podía esperar, ya perdidas las primeras ilusiones, ya puesto el pensamiento en mi tarea sobre el mundo, ya determinando la misión de nuestra raza sobre la tierra, era Roma, Roma el apoyo del amor y de la libertad fu­turas. Roma la Buena Diosa. Veneremos la memoria de Augus­to, que ha hecho revivir el culto de Venus Generadora, de Marte Vengador y de Apolo Palatino, pues las tres divinidades se jun­tan, para mí, en el corazón, en el brazo y en el cerebro de Roma. La Venus maternal reproduce en la sangre romana sus llamas y sus rosas, alimentando los flancos victoriosos de donde brotarán ciudadanos innúmeros, hábiles en las artes de la paz, dueños del campo, robustos en las faenas agrícolas y gozosos en la existen­cia urbana, adoradores de la claridad y de la fuerza; Marte Ven­gador hace reverdecer los viejos laureles y crecer y vestirse de hojas fragantes los nuevos; castigará siempre las afrentas de la Patria, armará el brazo nacional y mantendrá el decoro y la dignidad Capitolina; y Apolo Palatino, no tan solamente el de Accio, ni aquél cuyo templo ostenta sobre la cuadriga de oro la figura del Sol, sino el Arquero eterno, el Numen que anima y animará por siglos de siglos la romana mente, encenderá el co­razón romano, y hará que el verbo latino, la sangre latina, perpetúen su imperio, en una victoria inacabable. 

Yo sueño con una fiesta de Roma, repetida como los juegos seculares, a la cual con­currirán en lo porvenir todas las naciones del universo. Si un Dios ha de venir que se revele más grande que los dioses cono­cidos, hoy ocultos, o enfermos, o prófugos, él presidiría, encar­nado en un sacerdote magno, los coros ofertorios y las pompas sagradas. Los ministros del culto nuevo darían gracias a la po­testad divina por las victorias logradas, por la riqueza, por la conservación de la Salud popular y de la Belleza consagrada y respetada; por las espigas de los surcos y las rosas de los jardi­nes, por los senos y vientres que dan al amor y a la patria culto y vástagos. Sería el reino apolíneo bajo la corona de Roma. Y las naciones agitarían palmas, celebrando la supremacía y la es­pada de oro de la conquistadora que daba la paz y la dicha. No en el templo de Apolo Palatino, sino en la plaza pública, re­sonaría el Carmen secular escrito por el primer poeta de la tie­rra, y cantado por un inmenso coro de hombres y mujeres po­seedores de juventud y de hermosura. Se estremecería el cora­zón del orbe. Iría el canto bajo la azul cúpula celeste, sobre las colinas llevado por el viento propicio al mar. Ya no serán tan sólo los escitas, los indos y los medos, la Galia y la Germania, quienes acatarán a la Señora terrenal; habrá quizás mundos nue­vos que se inclinen delante de tanta majestad...

Tras una corta pausa, comenzó a recitar los versos que antes había compuesto, quizás contemplándose él mismo en el poeta venidero que cantaría el secular carmen:

Roma, grandiosa Roma, alta Imperia, señora del Mundo!
A tu mirada se levanta la gloria
Toda vestida de fuerza, con la palma sonora en la diestra
Y la sandalia mágica sobre el cuello de trueno.

Tú, este vino de fuego que nos pone en las venas el ritmo,
Esta violencia de la latina sangre,
Transmutaste de la ubre que a los labios sedientos de Rómulo
Llevó en el primitivo día la áspera Lupa.

Siete reyes primero contemplaron las siete colinas,
Y del prístino tronco brotó la rica prole;
Coronó la República el laurel de los montes Sabinos,
El de la bella Etruria y la palma del Lacio.
Magno desfile de altos esplendores! Las arduas conquistas,
El patricio y la plebe, literas consulares,

Hachas, lictores, haces...
¿En qué gruta aún resuena, misteriosa y divina armonía,
La olímpica palabra que en la lírica linfa,
En la lírica linfa escuchó de su náyade Numa?

Y he ahí el coro de águilas: ¿De dónde vienen victoriosas?
De los cuatro puntos del cielo; de la ruda Cartago,
De las islas felices, de la blanca y sagrada Atenas.
Y las tuyas ¡oh César! de los bosques augustos de Galia.

Y llevadas por todos los vientos
Que bajo el solar fuego soplan sus odres
Del soberbio Imperator resplandece la altiva diadema
Y su mano, al alzarse, cual la de Jove rige
Capitolina…

Pablo volvió a interrumpir:
–Yo anuncio al Dios del triunfo venidero.
Y Varo:
–¡Roma será inmortal!...

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