29 de mayo de 2012

La piragua del cónsul


Alejandro Bravo
A Miguel Ángel Herrera

 Mariano Marín salió a pescar.  Empujó el bote en la caleta de San Diego después de haber cargado los casorios.  Navegó hacia las costas de Chontales. Buscaba un lugar donde colocar las redes, un punto donde los gaspares aprovechan la corriente para viajar desde las islas del Nancital hasta las calmuras del archipiélago de Solentiname.  Pensaba regresar temprano ese día, antes del almuerzo pues el viento estaba bueno.  Comería en su casa y arreglaría el chagüital luego.

Izó la vela y navegó lago adentro buscando el lugar apropiado.  Detrás suyo la mole del volcán Concepción empezaba a tomar por la distancia un tono azulado, distinto del verde-plomizo que pintaba visto desde el patio de su casa.  Ubicó el lugar calculando su distancia con la serranía chontaleña que tenía frente a sus ojos y el tamaño que presentaba el volcán a su espalda.  Bajó la vela y arrojó el ancla.  Colocó las redes nadando a ratos, a ratos maniobrando su bote con el canalete.

Cuando terminó el trabajo tomó un buen trago de agua  y se comió un plátano cocido con un pedazo de queso seco que la Patricia le alistó.  Se colocó un pañuelo rojo en la frente para que no lo molestara el resplandor y preparó el regreso.  Izó la vela, la orientó para aprovechar el viento en el viaje de regreso a la isla, y maniobró el timón para esquivar las olas que empezaban a encrespar un viento sureste.Qué raro este tiempo, pensó Mariano.  No son días en que sopla sureste.  Ya se me complicó el regreso tempranero.

De pronto, un golpe de viento rompió la vela.  Jodida mujer ésta.  Nunca pudo remendarme bien esta vela.  Ahora voy a tener que regresar a puro canalete.  Pensó también que maldita la hora en que se la trajo de Honduras.  La hubiera dejado en Olancho donde la conocí.  Lo único bueno que me ha dado es el chavalo.  El recuerdo del hijo le dulcificó ese carácter tan inflamable que había heredado de su familia. Pensó en la belleza de la sonrisa de su mujer cuando iluminaba su rostro, en su imaginación prodigiosa, en los cuadros coloridos que sin maestro alguno pintaba. Remó con fuerza a casa.

Un sábalo grande de unas ochenta libras de peso, empezó a saltar en las cercanías del bote.  La luz reflejada en las escamas del pez provocaba efectos tornasoles.  Todo el animal parecía de oro en el aire del mediodía ventoso. El pez saltó muy cerca del bote e hizo saltar el canalete de las manos de Mariano.  El hombre trató de alcanzarlo pero el trozo de madera se alejó con rapidez llevado por quien sabe qué desconocida corriente.

Marín izó la vela rota con la esperanza que otro bote o un barco de los que viajaban entre Granada y San Carlos viera en lo alto su problema y le auxiliara. Toda su vida había estado asociada con el agua.  La mayor parte de sus años alrededor del Gran lago de Nicaragua.  Unos cuantos en Granada, estudiando en su adolescencia en una escuelita de curas donde lo enviara su padre, para que aprendiera a “ser alguien” en la vida.  Su niñez y vida de trabajo en el paraíso que es la isla de Ometepe, en la finca familiar que lleva el nombre del santo patrono del pueblo de Altagracia.  Dos años los pasó en Honduras donde tuvo que refugiarse por las ideas políticas aprendidas con los jóvenes granadinos con los que pasaba las noches en juergas o largas conversiones. En Honduras vivió como leñador en las proximidades del pequeño lago de Yojoa.  Viajando a Olancho  comerciaba con granos básicos de cuando en cuando, y allí conoció a su mujer.

Hasta ahora el agua había sido benévola con él.  Le había prodigado alimento y diversión.  Llegó a sentirse un ser anfibio.  A pensar que lejos del agua podía morirse. Todas esas ideas cruzaron por la mente del pescador mientras la corriente arrastraba el bote con dirección sureste y la tarde avanzaba con lentitud. El viento cesó de soplar y el lago se volvió tranquilo, como un tazón de leche. Una bruma empezó a levantarse en los últimos minutos de la tarde.

El hombre ya se había resignado a pasar la noche en el lago.  Pensó arriar los trozos de vela para cobijarse con ellos cuando divisó entre la bruma una piragua que avanzaba impulsada por remeros con dirección a Granada. Se quitó de la frente el pañuelo y lo agitó, gritando con fuerza que le dieran auxilio.

            La piragua se dirigió hacia el lugar donde Mariano se encontraba y le tiraron un cabo.  Marín lo ató diestramente a la proa de su bote para que lo remolcaran, acercó su embarcación a la otra y la abordó.  Dio gracias al jefe de los remeros.  Este le contestó secamente que a quien correspondía agradecer era al señor cónsul. Mariano avanzó entre los hombres hacia el asiento con respaldo, como poltrona que ocupaban los viajeros.

Un hombre pálido con gafas redondas de montura de oro era el único pasajero de la piragua.  En la proa se estibaban, fuertemente amarrados unos baúles con sus pertenencias. Marín agradeció su salvamento al señor cónsul.  El hombre le respondió en un español cargado de acento nasal y pleno de erres arrastradas que era un deber prestar auxilio a quien lo necesitara en alta mar. El pescador recordó que uno de sus contertulios granadinos con pretensiones de poeta, le llamaba Mar Dulce al Gran Lago.

Preguntó al hombre pálido hacia dónde se dirigía. El cónsul hizo un ademán, indicándole que se sentara delante de sí. Dijo que su destino era Granada. Su nombre era Horatio Rose, cónsul de Francia en Nicaragua. Venía con instrucciones del Emperador Napoleón III a presentar cuanto antes sus cartas credenciales al ilustrado gobierno. El Emperador había sido visitado años atrás cundo fuera hecho prisionero político por un nicaragüense que, visionario, dijo al sobrino del gran Emperador Bonaparte, que su estrella iba a ascender y que su destino estaba no sólo en la restauración del imperio de Napoleónico, sino la construcción de un canal que, pasando por Nicaragua, uniera Atlántico y Pacífico.

El cónsul era nacido en Languedoc. Tenía antepasados con castillos y algún título de nobleza rural. Su abuelo había abrazado con fuerza la causa de la Revolución y padecido prisión con Donatien Alphonse, el Marqués de Sade. Su padre había pertenecido a los Inmortales que resguardaban a Napoleón el Grande en el fragor de las batallas y sobrevivió a la retirada de Moscú y al desastre de Waterloo. El cónsul era un liberal convencido. No aspiraba a título alguno, más que al de Doctor en Economía Política de L’ecole des Hautes  que había fundado Napoleón en Paris y desde cuyas cátedras, la mayoría de los socialistas utópicos habían profetizado una nueva sociedad.

Marín oyó de la boca del cónsul un discurso de modernización del estado, de grandes empréstitos franceses para desarrollar Nicaragua, de un canal por todos soñado, ferrocarriles surcando la nación.  De libertad, igualdad, fraternidad. Mariano se atrevió a preguntar por qué se transportaba en piragua y no usaba la comodidad y velocidad de los nuevos vapores que surcaban el lago.

El cónsul Rose encendió la palidez de sus mejillas cuando respondió que nadie se atrevió en San Carlos a transportarlo a Granada en Viernes Santo.  Sólo este grupo de marinos codiciosos que le estaban cobrando una fortuna.  El hombre había viajado de Le Havre a Filadelfia en barco.  Por tren se dirigió a New York donde tomó un vapor de la Transit Accesory Company.  Remontó el río San Juan hasta San Carlos donde hubo de viajar como hombre primitivo, gracias a la superstición de los nicaragüenses.

A librar a Nicaragua de esas dos plagas había venido.  De la penetración del capital anglosajón y de la superstición.   De paso, la presencia francesa espantaría de territorio nicaragüense las ambiciones británicas sobre su Costa Atlántica.  Por eso tenía prisa y se había embarcado en esta piragua.

La embarcación avanzaba a gran velocidad en el lago tranquilo.  A Mariano le extrañó que los marineros no buscaran abrigo en cualquier islote cercano a la costa chontaleña, preparan sus alimentos y comieran en común, como es su costumbre. Tampoco rezaron el Angelus.

El cónsul, trajeado con un levitón negro, pantalones y botas de montar hablaba de sus planes futuros.  De instalarse en Granada y comprar una hacienda de cacao en el volcán Mombacho.  Había leído mucho sobre Nicaragua.  Tan pronto se instalara, enviaría por su esposa Angelique y sus tres hijos.  Dijo a Marín que le corría prisa.  Tenía que ganarle la mano a los yanquis en la concesión para la construcción del canal.  El nombre de su amigo Fernando de Lesseps se haría grande con el canal por Nicaragua.  Le prometió a Marín que una vez que llegaran a Granada, pagaría a los marineros para que le dejaran en su isla de Ometepe.

Mariano divisó en la lejanía las luces del puerto de Granada.  Distinguió la intermitencia del faro del muelle.  Los silenciosos marinos remaban con fuerza y la piragua parecía volar sobre el lago en calma.

El capitán tocó la campana para avisar que la piragua avanzaba en la penumbra.  Se veían con nitidez las siluetas de las torres de las iglesias.  Marín recordó sus noches de tertulia con los jóvenes de la ciudad.  Pudo percibir el ajetreo en el muelle de los que se preparaban para el arribo de la embarcación.

De repente, todo desapareció de golpe y se encontró de nuevo en medio lago rodeado de la más completa oscuridad.  Ni el cónsul, ni los marineros le dirigieron palabra alguna.
Mariano no comprendía nada.  Aquello le parecía una pesadilla.  Empezó luego a hilvanar los hechos.  La aparición de la piragua que ya había cedido su lugar de primacía a los barcos de vapor.  La mención del cónsul francés que había salido en viernes santo del puerto de San Carlos, estando ahora cerca la navidad.  Se fijó en los marineros.  Su color parecía de cera.  La palidez misma del rostro del cónsul no era normal.  Los baúles tenían un tinte antiguo, intemporal.  El temor empezó a apoderarse de Marín.

La calma del lago desapareció.  El oleaje se volvió duro y continuo.  El capitán esquivaba sabiamente el choque frontal con las olas, cortándolas de costado.  Volvió a divisar luces de puerto.  Desechó sus temores.  Creyó que las emociones fuertes que había sufrido durante el día le jugaron una mala pasada.

El puerto que ahora aparecía ante sus ojos era el de La Virgen.  Vio con claridad del amanecer que un vapor de la Compañía del Tránsito estaba anclado junto al muelle.  De nuevo escuchó el tañido de las campanas y vio el ajetreo de los estibadores, la piragua realizó maniobras para atracar y de pronto, todo desapareció como por arte de magia y se encontró en pleno lago.
           
Mariano se desmayó de la impresión. Cuando recuperó el conocimiento, ya la tarde estaba cayendo y se encontraba frente a San Carlos. Percibió la esquina del puerto donde el lago se hacía río para ir a caer al Mar Caribe. De nuevo, vio repetir a la tripulación la maniobra de  nunca atracar, el toque de la campana, los marineros remando con lentitud bajo las órdenes del capitán, y el ajetreo de los estibadores en el muelle del puertecito.

Antes que todo volviera a desvanecerse Marín exclamó: ¡Cristo sálvame! Se vio de pronto en el lago.  El frío del agua le avivó los sentidos. Nadó hacia el puerto. Cuando llegó a tierra la gente se agolpó a su alrededor haciéndole un montón de preguntas.  El sólo atinaba a hablar del cónsul y de la piragua. Cuando las gentes se hubieron calmado contó su historia y vio que los presentes se persignaron con horror.

¡La piragua penadora! Musitó uno de los curiosos.

¿Qué es eso? Preguntó Marín y alguien narró atropelladamente la historia de un arrogante francés que zarpó un Viernes Santo de San Carlos hace muchos años, desafiando la maldición de un sacerdote anciano y nunca llegó a puerto.  Seguirá navegando hasta la consumación de los siglos, sentenció el narrador.

Marín se salió del grupo para buscar a un pariente suyo en San Carlos.  Un tal Bladimir Espinoza que era tenedor de libros de un comerciante de hule. Pensaba estarse un par de días en casa del primo, reponiéndose del susto para buscar luego el medio de viajar a Ometepe donde su esposa lo creería ya muerto.

Al preguntar por Espinoza le dijeron que ese señor hacía ya años había dejado San Carlos.  Marín alegaba que no hacía mucho que lo había visitado en Ometepe.  Creyó que la gente le mentía. Cuando pasó frente a una barbería, se contempló en un espejo y vio su pelo completamente blanco.  Se sacudió, creyendo que lo traía cubierto de polvo, pero la blancura no cedió. Se fijó en el calendario que colgaba de una pared de la barbería.  Marcaba el tiempo veinte años después del momento en que empujara su bote en la caleta de San Diego para ir a colocar sus redes.

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