7 de febrero de 2012

El sátiro y el centauro


Rubén Darío

I
Ciento veintinueve años habían pasado después de que Valeriano y Decio, crueles emperadores, mostraron la bárbara furia de sus persecuciones, sacrificando a los hijos de Cristo, y sucedió que un día de claro azul, cerca de un arroyo en la Tebaida, se encontraron frente a frente un sátiro y un centauro.

(La existencia de estos dos seres está comprobada con testimonios de santos y sabios.)

Ambos iban sedientos bajo el claro cielo, y apagaron su sed: el centauro, cogiendo el agua en el hueco de la mano; el sátiro, inclinándose sobre la linfa para sorberla.

Después hablaron de esta manera:

–No ha mucho –dijo el primero–, viniendo por el lado del Norte, he visto a un ser divino, quizá Júpiter mismo, bajo el disfraz de un bello anciano.

Sus ojos eran penetrantes y poderosos; su gran barba blanca le cala a la cintura; caminaba despaciosamente, apoyado en un tosco bordón. Al verme, se dirigió hacia mí, hizo un signo extraño con la diestra y sentíle tan grande como si pudiese enviar a voluntad el rayo del Olimpo. No de otro modo quedé que si tuviese ante la mirada mía al padre de los dioses. Hablóme en una lengua extraña, que, no obstante, comprendí. Buscaba una senda por mí ignorada, pero que sin saber cómo pude indicarle, obedeciendo a raro o desconocido poder.

Tal miedo sentí, que antes de que Júpiter siguiera su camino, corrí locamente por la vasta llanura, vientre a tierra y cabellera al aire.

II

–¡Ah! –exclamó el sátiro–. ¿Tú ignoras acaso que una aurora nueva abre las puertas del Oriente, y que los dioses todos han caído delante de otro Dios más fuerte y más grande? El anciano que tú has visto no era Júpiter; no es ningún ser olímpico. Es un enviado del Dios nuevo.

Esta mañana, al salir el sol, estábamos en el monte cercano los que aún quedaban del antes inmenso ejército caprípedo.

Hemos clamado a los cuatro vientos llamando a Pan, y apenas el eco ha respondido a nuestra voz. Nuestras zampoñas no suenan ya como en los pasados días, y a través de las hojas y ramajes no hemos visto una sola ninfa de rosa y mármol vivos como las que eran antes nuestro encanto. La muerte nos persigue. Todos hemos tendido nuestros brazos velludos y hemos inclinado nuestras pobres testas cornudas pidiendo amparo al que se anuncia como único Dios inmortal.

Yo también he visto a ese anciano de la barba blanca, delante del cual has sentido en influjo de un desconocido poder. Ha pocas horas, en el vecino valle, encontréle apoyado en un bordón murmurando plegarlas, vestido de una áspera tela, ceñidos los riñones con una cuerda. Te juro que era más hermoso que Homero, que hablaba con los dioses –y tenía también larga barba de nieve.

Yo tenía en mis manos, a la sazón, miel y dátiles. Ofrecíle y gustó de ellos como un mortal. Hablóme, y le comprendí sin saber su lenguaje. Quiso saber quién era yo, y díjele que enviado de mis compañeros en busca del gran Dios, y rogábale intercediese por nosotros.

Lloró de gozo el anciano, y sobre todas sus palabras y gemidos resonaba en mis oídos, con armonía arcana, esta palabra: ¡Cristo! Después levantó sus imprecaciones sobre Alejandría, y yo también como tú, temeroso, huí rápidamente como pueden ayudarme mis patas de cabra.

III
Entonces, el centauro sintió caer por su rostro lágrimas copiosas. Lloró por el viejo paganismo muerto; pero también, lleno de una fe recién nacida, lloró conmovido al aparecimiento de una nueva luz.

Y mientras sus lágrimas caían sobrela tierra negra y fecunda, en la cueva de Pablo el ermitaño se saludaban en Cristo dos cabelleras blancas, dos barbas canas, dos almas señaladas por el Señor. Y como Antonio refiriese al solitario su encuentro con los dos monstruos, y de qué manera llegase a su retiro del yermo, díjole el primero de los eremitas:

–En verdad, hermano, que ambos tendrán su premio; la mitad de ellos pertenecen a las bestias, de las cuales cuida Dios sólo; la otra mitad es el hombre, y la justicia eterna la premia o la castiga.

He aquí que la siringa, la flauta pagana, crecerá más tarde en los tubos de los órganos de las basílicas, por premio al sátiro que buscó a Dios; pues el centauro ha llorado mitad por los dioses antiguos de Grecia y mitad por la nueva fe; sentenciado será a correr mientras viva sobre el haz de la Tierra, hasta que dé un salto portentoso y, en virtud de sus lágrimas, ascienda al cielo azul para quedar para siempre luminoso en la maravilla de las constelaciones.

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