28 de mayo de 2012

Gabriela y la luna


Tania María Almendárez

A Gaby Cordero

Una tarde Gabriela volvía de casa de su amiga Isabel donde había estado jugando por largo rato. Llevaba su muñeca en brazos e iba a paso rápido pues empezaba a oscurecer y en casa la esperaban su mamá, su abuela y su hermano para cenar. Entre la maleza, a un lado del camino, Gabriela vio una luz brillante. Un poco asustada se acercó.

Llena de asombro descubrió a nada menos que la Luna en cuarto creciente tirada en el suelo. Fascinada por su hallazgo, Gabriela la recogió, le sacudió el polvo y la observó por unos minutos entre sus manos. Mientras tanto, trataba de imaginar qué había pasado. ¿Acaso la Luna se había aburrido de vivir tan sola en el cielo y se dejó caer? O tal vez alguien la había robado y luego la perdió en aquel lugar. Todavía intrigada, pero muy contenta Gabriela puso la Luna en su bolso,  que luego escondió bajo su ropa.

Se acercaba la navidad y en aquellos días empezaba a soplar un aire fresco por las tardes. Gabriela abrazó fuertemente a su muñeca para que no sintiera frío. Sonreía y pensaba: ¡Qué hermoso regalo de navidad he recibido! Al llegar a casa y durante la cena, sintió muchas ganas de contar a su familia lo que había pasado. Pero temerosa de recibir un regaño o de ser obligada a devolver la Luna a la noche, prefirió guardar el secreto sólo para ella.

Así pasaron varios días. El mundo entero se preguntaba dónde estaba la Luna. Las personas de todas partes de la Tierra salían a observar el cielo noche tras noche con muchos deseos de verla de nuevo. Aún aquellos a los que nunca les había importado, estaban muy tristes y la echaban de menos. No podían imaginarse una Noche Buena sin los delicados rayos de la Luna iluminando nacimientos y pesebres. 

¿Será que la Luna está molesta con nosotros? –preguntaban todos. Mientras tanto, Gabriela prefería quedarse en su cuarto. Abría la gaveta donde había ocultado la Luna para ver como se iba poniendo llena y hermosa. La observaba detenidamente hechizada por su luz y encanto. La acariciaba. ¡Qué linda es mi lunita! –decía– y la volvía a acariciar.

Gabriela se sentía contenta y orgullosa de su posesión maravillosa, pero también estaba triste porque sabía que las demás personas extrañaban el brillo de la Luna en el cielo y la buscaban desesperadamente, cada vez con menos esperanzas de encontrarla. Y así fue como en la noche de vísperas de Navidad, Gabriela envolvió cuidadosamente la Luna en su pañuelo bordado y salió de casa decidida a devolverla a su lugar. Caminó por un rato hasta llegar a la cima de una colina, subió a la rama más alta de un árbol,
tomó la Luna con su mano derecha y extendiendo su  brazo hacia el cielo, la colocó en aquel espacio que las estrellas siempre le han reservado en el firmamento.

La Luna agradecida empezó a brillar más que nunca y todos salieron de sus casas a contemplarla llenos de gozo hasta el amanecer. Esa noche se escribieron las más bellas canciones y poemas en honor a la Luna. Desde entonces la Luna siempre está en el cielo para todo aquel que quiera apreciarla. Y Gabriela sigue guardando hasta ahora el secreto que sólo conocen ella y su amiga la Luna que alumbra su almohada a través de la ventana.

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