Eduardo
Zepeda-Henríquez
“-Con
muy buen sentido, nuestro pueblo, ante la celebración del cumpleaños y la del
santo, prefiere la última. -Ambas son aniversarios, porque tienen una
periodicidad anual. Pero mientras el santo se refiere estrictamente al nombre,
el cumpleaños está relacionado con el número. En aquél lo característico es la
conmemoración bautismal; en éste, el hecho de vivir un año más, lo cual, en
definitiva, significa contar con un año de vida menos. El primero es una devota
repetición onomástica; el segundo, en cambio, una variación de años
correlativos. En fin Dionisia, el uno contribuye a identificarnos, y el otro
nos va haciendo distintos, al menos en el aspecto”.
Así, rematando con volátil ironía, reflexionaba
Don Eduardo Henríquez, al dirigirse a su cuñada, Doña Dionisia Robleto
Duarte, arrebolada y doncellil, quien era una segunda madre para las hijas del
matrimonio Henríquez Robleto, y a quien, por lo mismo, las cuatro jovencitas llamaban
Mamá Nicha. Igual que todos los
años, ese día, 13 de
Octubre, el caballero festejaba su
santo, rumbosamente, en compañía de la familia cercana, incluida una buena
representación de sus 22 miembros arraigados en el humedal de Chontales.
Noventa
años después, Don Eduardo se habría extrañado, sin llegar al asombro, de que en
nuestro tiempo predomine entre los
nicaragüenses la celebración del
cumpleaños, y, sin duda, él hubiese achacado tal cambio al creciente
laicismo en las costumbres. Sin embargo, el propio dueño de casa,
paradójicamente, añadía entonces al significado litúrgico de aquella
celebración en el día de San Eduardo, confesor, un elemento cívico: el recuerdo
inoxidable y emotivo de cuando Nicaragua se vio felizmente libre de un
usurpador, de un comandante guerrillero llamado William Walker, y liberándose
de él hasta borrarle de la galería de Presidentes de la República; dignidad que
el aventurero se había otorgado a sí mismo. El caso es que, exactamente un 13
de Octubre, y siendo aún muchacho Don Eduardo, aquel tiranuelo e invasor tomaba
Granada, a la vez que el barrio en que residían los Henríquez.
En
tal fecha, el señor Henríquez solía contar a sus invitados algunos milagros de
su Santo Patrono, como el de que a éste se la había aparecido San Juan
Evangelista en figura de pordiosero, y no llevando dinero consigo aquel santo
rey (al igual que todos los reyes), a pesar de que ese dinero se acuñaba
con su perfil o su sello, entregó al supuesto mendigo el anillo que era símbolo
de la realeza. Pero,
superada con creces esa prueba de amor al prójimo, el Apóstol San Juan, por ministerio de unos
peregrinos, devolvió el anillo a su dueño, el rey, con el recado o la gracia de
anunciarle la fecha de
su muerte.
Las
lecturas de Don Eduardo no eran ordenadas, aunque sí habituales. No se quemaba
las pestañas, pero casi. Una de sus materias predilectas era la hagiografía,
así como la exégesis bíblica. Y tenía siempre a mano la Biblia de Torres Amat y
la del Padre Scío, además de obras devotas como los Opúsculos de San Buenaventura o las Epístolas de Santa Catalina de Siena. Pero sobre todo, consultaba el Año
Cristiano del jesuita Jean Croisset, en
la versión del Padre Isla. Allí encontraba diamantes como las visiones que
había tenido San Eduardo, con los
ojos de la carne, del propio Dios encarnado; lo mismo que aquellas profecías del santo rey; sus raros
vaticinios de lo distante, más
que del futuro: unas predicciones en el espacio, y no en el tiempo.
Cierta
vez, refería el caballero, en su fiesta onomástica de aquel año, y ante la
insistencia de las señoras y los muchachos, dispuestos a escucharle con no
menos interés que atención, Eduardo III divisó en la calle a un inválido, que
reptaba penosamente hacia la iglesia. Y el soberano piadoso, quien justamente
iba a misa en ese instante, llevó a cuestas al pobre, que en el acto se puso
“bueno y sano”,
dando gracias al Cielo y proclamando también las virtudes heroicas del rey
anglosajón. Don Eduardo igualmente cantó viejas
tonadas al rasgueo de la guitarra,
exhibiendo a un tiempo su habilidad con algunos sones punteados. Se
hallaba tan contento, que podía decirse que “bailaba sin son” y, desde luego,
sin apurar una sola copa: aunque allí se ofreciera champaña, vino moscatel,
ponche de frutas, el cual empezaba a ser conocido popularmente como “bole”
(quizá corruptela de “bowl”), y chicha de coyol, por supuesto para la
muchachada. El festejado era abstemio, y apenas probó su copa a la hora del
brindis. Eso sí, nunca rechazó a quien quiso beber con él, y, más de una vez,
ante la insistencia machacona de alguien avispado o “a media asta” (dicho con
acrobática metáfora nicaragüense), vació la copa, pero haciendo que el vino
resbalara por la barbilla y por dentro del cuello duro, de pajarita.
Y
llegó la hora del baile, que era especialmente la de los cuerpos jóvenes. La hora de dar vueltas a la
manivela del gramófono con bocina (aquella “victrola” de La voz de su amo); la
de hacer girar el disco de ebonita, y la de seguir el compás de los valses, con
sus movimientos astrales de rotación y traslación. Pero ese día se bailaron con
preferencias aires más animados, como la polca y el pasodoble, acaso porque a
la juventud “le va la marcha”, según se dice ahora. Al final, acabaron bailando
todos con todos, trenzando los pasos y haciendo figuras de caracol, de cadena y
de puente; a pesar de que ya comenzaba entonces a oler a naftalina cualquier
reminiscencia de las danzas corteses.
Se
bailaba, naturalmente, en la sala de una casa “colonial”, de sobria
arquitectura y de una sola planta. Así, en la misma habitación principal, sus
dos puertas (la de afuera y la que daba al interior), una frente a otra y con
postigos altos, establecían una comunicación de aire entre la calle y el patio
central de la casa, ajardinado. En aquel tiempo, todas las ciudades
nicaragüenses “estaban” en el campo, porque vivían exclusivamente en función de
este, y también por su aldeana pequeñez. Pero ese ruralismo se hallaba
compensado por tener dichas ciudades, como la Granada de nuestra historia,
jurisdicción propia (y hasta nostalgia de capitalidad estatal), minorías
influyentes en toda la nación, tradicional urbanidad y peculiar decoro
urbanístico. Y conviene repetir, para el caso, que las puertas del hogar
de los Henríquez eran
verdaderas “puertas al campo”,
y las cuales,
como ciertas flores, se mantenían abiertas para dar paso a la brisa
mañaniega o a la vesperal, cerrándose apenas a la luz solar más embravecida y,
ya con plena clausura, a la hora en que la marea del sueño subía hasta los
párpados de Don Eduardo y los suyos.
Pero, en aquel momento preciso, la onda
expansiva del jolgorio se propagaba todavía...., cuando, de pronto, un
olor fétido y penetrante inundó la casa entera, haciendo que todos los
presentes salieran a la calle impetuosamente, como en una estampida. Era la
inconfundible seña de identidad de una mofeta (el zorrillo o zorro meón
nicaragüense) lo que “aguaba” la fiesta, y precisamente por aquello de “hacer
aguas”. En tanto que Don Eduardo Enríquez Gutiérrez, conservando su buen humor
y valiéndose de una creencia de origen campesino, decía con voz alzada, pero
con el tono característico de dar una broma a los jóvenes. –¡Todo el mundo, a
respirar hondo, que es bueno para los pulmones!
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