Rubén Darío
Una de las tristes noches de mi vida –aquella en
que más me martirizaba el recuerdo de la más pérfida de las mujeres–, dirigí
mis pasos fuera de la gran ciudad, en donde las gentes hacen sus negocios y se
divierten en la sociedad y en el sport.
En el tranquilo cielo estaba, como en una pálida
bruma de ensueño, misteriosamente fatal, la Luna. Su resplandor descendía a
bañar de plata las grandes planicies y a enredar en los árboles, negros de
noche, temblorosos hilos de luz.
¿Por qué será? –dije con una voz tan secreta que
solamente la escuchó mi alma–; ¿por qué será que hay almas solitarias con las
cuales se encarniza el dolor? Y recordé que el poeta de los Poemas
saturninos encuentra el origen de ciertas amargas existencias en el astro
extraño, Saturno.
II
Por el camino que al claro de Luna se extendía,
ancho y blanquecino vi venir una carreta desvencijada, tirada por dos
escuálidos jamelgos viejos. Seguramente era una compañía de saltimbanquis, pues
alcancé a ver un negro oso, trajes de farsa, panderos y baúles viejos. Mas
cerca, no tuve duda alguna; reconocí al doctor Casandra, a la señorita
Colombina, a Arlequín...
Una súbita inquietud se apoderó de mí. Entre
toda aquella comparsa faltaba un rostro caro a la pálida y melancólica Selene.
Colombina sonrió maliciosamente, hizo un pícaro
guiño y después se inclinó en una bella reverencia. Arlequín dio tres saltos.
El doctor se contoneó. El oso pareció decirme, con una mirada: «Estás convidado
a la cacería de Atta–Troll.» Y cuando busqué en mis bolsillos alguna moneda de
cobre, ya los dos jamelgos viejos y escuálidos iban lejos, con un brote
inusitado, al argentado brillo de la Luna.
III
Largo rato quedé sumido en mis acostumbradas
meditaciones. De repente vi llegar, en carrera azorada y loca, por el camino
blanquecino y ancho la figura cándida de Pierrot. ¡Debía de haber corrido
mucho! Su cara expresaba la angustia; sus gestos, la desolación. Con su
conocida mímica explicaba de qué modo se había quedado atrás; cómo sus
compañeros le habían abandonado mientras él contemplaba, en un celestial
éxtasis, el rostro de la Luna.
Yo le indiqué la senda que seguía la carreta. Le
manifesté cómo yo era un lírico amigo suyo, que vagaba esa noche,. al amor de
Selene, martirizado por el recuerdo de la más pérfida de las mujeres. Y él
sinceró en su máscara de harina la más profunda manifestación de condolencia.
Después siguió, en carrera precipitada, en busca
de la alegre compañía. Y mi alma sintió una inmensa amargura, sin saber por
qué, al contemplar cómo se perdía, en la extensión del camino, aquella pobre
figura del hombre blanco, de Pierrot, el silencioso enamorado de la Luna.
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