Rubén Darío
¿Por qué las hagiografías tienen sus olvidados,
como las profanas historias de los hombres políticos del siglo? A estos
olvidados pertenecen Santa Judith de Arimatea y San Félix Romano. Apenas en las
inéditas apuntaciones de un anciano monje del monte Athos hállase un esbozo de
sus vidas y nárrase cómo padecieron el martirio, bajo el poder del cruel
emperador Tiberio, 20 años después de J.C.
Cayo Félix Apiano, era de noble familia. Habíale
dotado la naturaleza de un aspecto hermoso y gallardo. En sus primeros años de
Roma, cuando aún señalaba su distinción la franja de púrpura de su pretexta,
habíale consagrado Casia, madre suya, al dios Apolo.
Su gusto por la armonía era extremado. Tocaba
instrumentos músicos y frecuentaba a poetas de renombre entonces, por cuya
relación entró en el amor de las musas. Pero al mismo tiempo, las costumbres
paganas presentaron a su alma juvenil el atractivo de los placeres, e
inclináronle a gozar de la vida, coronada de flores. Así pasaba la existencia
en canto y fiestas, mimado por las gracias y preferido por las cortesanas.
Viajó después a diversos países, no tanto por el deseo de dar a su espíritu de
poeta y a sus ojos deseosos el regalo de paisajes nuevos, sino para deleitarse
con amores nuevos, mirar femeninos ojos nuevos, besar bocas nuevas. Su vida
habíase hecho famosa por sus excesos. Poseíale el demonio de las
concupiscencias. Su padre, un día, cansado de sus escándalos, envióle por algún
tiempo a Judea, recomendado a la vigilancia, al afecto y buen consejo del
pretor.
En Arimatea, cerca de Jerusalén, había nacido
Judith, hija de José. Su familia era de buen nombre en la ciudad de su
nacimiento. La niña, desde su infancia, apareció dotada de singular vivacidad y
hermosura. Su voz alegró la casa de sus padres y en sus ojos ardía una llama
extraña. Creció y dio su aroma de mujer, como una roja rosa loca. Su sangre era
como de rosa roja. Su corazón era de virgen loca. Poseíala el demonio de las
concupiscencias. Un día, al paso de una caravana de mercaderes, Judith
desapareció. El viejo padre lloró sobre su infamia.
Judith era la realización de un perturbado
ensueño de belleza; belleza en que hubiese intervenido la mano de Satanás,
maravilloso y terrible cincelador de simulacros de pecado. Esa belleza especial
y cuyo íntimo encanto produce una a modo de delectación dolorosa en el
sensitivo que cae bajo su influjo, la tuvo la otra Judith que degolló al
guerrero Holofernes; Herodías, centifolia cruel de los Tetrarcas; Salomé, cuya
danza de serpiente hizo caer la santa cabeza del bautizador de Dios, pues todas
las hembras humanas que nacen con ese don de satánica beldad, gustan de la
sangre, se regocijan con las extrañas penas, se encienden de placer ante el
espectáculo de los martirios.
Ellas son trasunto de aquella visión del
evangelista Juan, la cual tenía, sobre su cabeza, escrita la palabra Misterium.
Son la abominación hechicera y atractiva: son la
condenación. Judith de Arimatea pudo tener por nombre Pecada.
En una taberna del burgo de Betania, diviértense
unos cuantos mercaderes de granos y soldados de las guardias pretorianas.
Varias prostitutas sirven el vino, y luego, al son de los instrumentos, danzan.
Entre todas llévase la palma María, mujer de cabellos de oro apellidada
Magdalena y Judith, mujer de cabellos negros, de Arimatea.
Ambas poseen en la hermosura de sus cuerpos
setenta veces siete encantos, pues son el habitáculo de siete espíritus del
mal.
Ambas tienen en las miradas de sus ojos caricias
húmedas, promesas candentes; en sus cabellos, ungüentos despertadores del
deseo; en sus labios, sonrisas que son un llamamiento al combate carnal. María
es lánguidamente apasionada; Judith más fogosa y violenta; María se inclina
como una gallarda palma; Judith, en su paso serpentino, hace danzar sus ojos,
sus senos, sus brazos, su vientre, como si en ella se contuviese toda la
inicial primavera de la sangre.
Félix ha mirado a la danzarina y arde en su ser
la llama del deseo.
Júntanse las voluntades por un gesto indicador.
Tiemo después. Betania. Un huerto. Sol. Flores.
FÉLIX. –Amada, es un bello día.
JUDITH.–Es un bello y dulce día, amado mío.
FÉLIX. –Tenemos manzanas en los árboles. Jamás
he visto más alegres a los pájaros.
JUDITH. –Jamás las mariposas han sido para mí
más lindas, mis mejores mensajeras de buenas nuevas.
FÉLIX. –Un beso.
JUDITH. –Un beso.
FÉLIX. –Ciertamente, oh, Judith, la felicidad
puede encontrarse sobre la tierra. He aquí cómo nosotros la hemos encontrado.
Yo fatigado de las delicias pasajeras, te he escogido como a la ola en que mi
nave arrojó el ancla. Tú eres la depositaria de mi corazón.
JUDITH. –Tú me elegiste.
FÉLIX. –Yo te elegí, oh, poderosa mujer. Te
conocí cuando dependías de un mercader de Roma. Nuestros espíritus se
comprendieron. Nuestras miradas se dijeron nuestros secretos. Tú eres la
esperada de mi alma y de mi cuerpo.
JUDITH. –Yo me sentí arrastrada por tu fuerza
incomprensible.
FÉLIX. –Y he aquí que tú contienes el misterio
supremo del placer, tú has hecho vibrar como nunca el arpa de mi vida, desde el
primer instante en que tus besos me incendiaron.
JUDITH. –Sé amar.
FÉLIX. -¿Nada más? Sabes matar. Juntas la
caricia con el dolor. Adoras los oscuros misterios. Llevas tus leones de amor,
jugando y saltando, hasta el borde del precipicio de la tumba.
JUDITH. –Sé amar. (Exeunt.)
VOZ DE LA BOCA DE SOMBRA. –Sembrad rosas y
manzanas. Gozad de los goces de la lujuria, juntaos como el jugo de la
mandrágora y la sangre de la zarza. Sois predestinados para el mal y para el
placer, pues uno no es sin otro.
JUDAS ISCARIOTE. –Félix, hermano de mis buenas
horas, voy a morir. Estoy al caer al fondo de un precipicio. Juntos hemos
recorrido las tabernas alegres, juntos hemos visto las hermosas mujeres. Yo,
cerca del maestro, he creído encontrar la felicidad y la dicha. He sido nombrado
guardián del tesoro de mis hermanos. Una sombra vaga me ha impulsado siempre a
tirar los dados. Esa sombra vaga me ha impulsado siempre a tirar los dados y a
seguir con los ojos de mi alma la visión de una riqueza fácil y probable. Soy
un tempestuoso pecador entre gentes tranquilas y buenas.
Ayer me has visto en compañía de aquellos
pescadores. Aquellos pescadores eran mis compañeros. Él era aquel nazareno de
ojos incomprensibles de soberana y dulce majestad.
Mas he aquí que he perdido todo el tesoro a los
dados. Todo el tesoro está en poder del centurión que conmigo tiró ayer los
dados. Hoy jugué lo último que tenía, ¡oh, Félix!, treinta dineros que cayeron
en mis manos como treinta brasas. Jugué y perdí, querido compañero de tabernas.
Mientras no tenga construido un muro eterno delante de mis ojos, no dejaré de
contemplar una faz triste que me mira. Yo soy el que viene a decirte adiós. No
mires en mí sino al elegido de la suerte, o más bien a la víctima de la
fatalidad del mal. Tengo una cuerda para mí pescuezo. Cuenta mañana que el
cuerpo que cuelga en Hacéldama es el de quien se ahorcó porque el juego le
arrancó hasta el último pedazo de piel. Yo no soy, oh Félix, sino por
necesidad, suicida. Vendí un cordero por salvarme. He perdido el precio del cordero,
y mi existencia no me pertenece ya. Cuenta mañana esto a tus hijos.
LA HIJA DE JAIRO. –Judith, yo vengo a ti, pues
has sido la amiga de mí infancia. No contemples ahora como antes las pupilas de
mis ojos. No miras los dos puntos negros que hay en el centro de las pupilas de
mis ojos. Porque si tal miraras, oh, Judith, caerías en el sepulcro.
Yo he visto, después del tiempo en que hemos
hecho juntas ramos de rosas, en mis años juveniles, cuando estaba en Arimatea,
el sol del cielo frente a frente. Mas después no he de decirte lo que he visto.
Cuando miraba el primero quedaba en mi vida la impresión sombría, la huella de
su potente luz, como un halo extraño. La impresión que hoy ha quedado en mi
alma, en los ojos de mi alma no me lo preguntes, Judith, hermana mía
JUDITH. -¿Has mirado acaso el sol original del
amor?
LA HIJA DE JAIRO. –La muerte. (Exeunt.)
LONGINOS. –Y o soy el ciego que miró por la
virtud del agua y de la sangre. Ambos son los humores en que el supremo
misterio se recrea: ¡oh, agua del corazón mar; sangre del corazón del hombre!
Todo se ha cumplido. Es la hora ya en que Cristo
ha muerto. El Cristo ha partido desconsolado del mundo. Los hombres no le
comprendieron como las tinieblas. Porque los hombres están llenos de tinieblas,
dijo el profeta. Mas he aquí, que la resurrección anuncia el triunfo del divino
símbolo.
JOSÉ. –No te conozco, pobre mujer. Vengo de
lejos. Nada hay en mi bolsillo. Es ya tarde. Voy a descansar después de un
trabajo tal, que mi alma de anciano está contenta cual si fuese el alma de mi
infancia. No puedo darle limosna.
JUDITH. -¡Padre!
JOSÉ. -¿Padre? No te conozco, pobre mujer.
JUDITH. –Díganle lo que yo no puedo decirte, mi
cabello despeinado y mis ojos rojos de llanto.
VOZ DE LA BOCA DE SOMBRA. –he aquí, oh, José de
Arimatea, que esa pobre mujer desgarrada es tu hija. Ella ha pecado y ha
emblanquecido tus cabellos con deshonra; mas un día llegó en que la amiga de
María Magdalena y la amante de Félix, oyera la voz el maestro celeste, y su
corazón fue conmovido como todo corazón cuando se le hiere en su más sensible
fibra de amor. Y la pecadora miserable se levantó en busca de su salvación. Y
su cabellera perfumada de ungüentos, desdeñó las flores.
Y fue el día viernes, el último día viernes en
que la tierra tembló y se rasgó el velo del templo. Y tú, oh, José de Arimatea,
que has tenido un refugio de piedra para el cuerpo del Salvador, tuviste unos
ojos que eran carne de tu carne, ojos femeninos y filiales, junto a los de las
tres Marías y de Juan, cerca de las cruces del suplicio, y la gracia penetró en
el espíritu de la pecadora, como un puñal de luz sacrosanta, y el señor perdonó
a la hija de José de Arimatea, como había perdonado a María Magdalena.
JOSÉ. –Pues que así pecó, perdónela Dios como a
María la Magdalena. Borre la bendición del Padre de luz la maldición del padre
de carne.
Camino el desierto, van dos túnicas de pelo de
camello. Cuatro pies se despedazan sus sandalias, contra las piedras del
camino. Van dos elegidos de Dios que antes eran pecadores, a predicar la fe de
Cristo, que no ha mucho tiempo fue crucificado en Judea por el pretor Pilatos.
Uno es Félix de Roma, que va camino del Circo de
los leones.
Otro es Judith de Arimatea, que va camino del
Circo de los leones.
Ambos han padecido y hecho penitencia por veinte
años. son seres del Señor. Su paso es santo.
EL POETA. –Yo digo la palabra que encarna mi
pensamiento y mi sentimiento. La doy al mundo como Dios me la da. No buco que
el público me entienda. Quiero hablar para las orejas de los elegidos. El pueblo
se junta con los aristos. A ellos mi ser, la música intencional de mi lengua.
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