7 de mayo de 2010

Una cita: El paso de Vicente Vita

Adolfo Calero Orozco

Abril 20. Se acerca la hora crepuscular. En la sierra de Managua, los cafetos, los espadillos, la grama y el musgo sienten ya el alivio de la brisa, tras la jornada canicular del sol recio y ambiente inmovilizado. Despierta el bosque de la siesta tropical.

En nuestra montaña hay alegría de amanecer y regocijo de anochecer. La aurora y el crepúsculo son tan decidores la una como el otro, solo que las palabras irisadas de la primera tienen el tinte halagador de las promesas y el privilegio de los tonos vespertinos es un mensaje de sabiduría; las altas noches y las horas meridianas guardan también estrecha semejanza; el apaciguamiento de los ritmos monteros, la suavidad de los susurros de la arboleda y sensación de quietud que lo invade todo –silencios que imponen silencio.

Y en una modesta vivienda de las sierras, como un pájaro que sintiéndose herido valora al solitario refugio de su nido, está –recién llegado- un hombre que al escuchar las primeras pisadas de la muerte, voló igualmente a su refugio de soledad y silencio, como el caballero que elige un paraje discreto para la escena de una cita.

No se le ven en su semblante señales de prisa, impaciencia, desdén ni miedo. Sí, muestra la huella de un cansancio tan grande que ha llegado a inundarle hasta la luz de sus ojos que ahora parecen más serenos. Un cansancio que no perdona ni el gesto reposado de sus manos ni siquiera la curva de sus pálidos labios; que se escucha en el eco de su voz y que se adivina anidado tras la amplia frente. Fatiga de peregrino, fatiga que a lo largo de los caminos se cansó ella misma y se le subió al caminante sobre sus hombros y se los agobió. Si auscultáramos al hombre, oiríamos que le compás de sus palpitaciones también padece, como sus pies, de andar cansino.

Afuera, como si el campo hubiera despedido con un bostezo el sopor del mediodía, el regocijo del atardecer se ha vuelto canto en las ramas, vuelos bajo el diáfano azul. El salto de una ardilla sorprende a la paloma que parece huir de la fronda, pero solo traza en el espacio raya circular y vuelve a su misma rama. El curré bullicioso, son su pecho condecorado de amarillo –chichitote y azul- caimito pasa y al pasar parece que va en persecución de su mismo pico, y que ya lo alcanzó.

Adentro, el herido vuelve sus ojos hacia la puerta, aguza el oído en espera de una llamada.

Será una entrevista interesante.

Se trata de un sujeto filósofo y artista, dispuesto a exprimir hasta la última gota de novedad de esta su postrera emoción. Sabe de cierto que ella vendría y la espera sin prisa ni temor, pero no se puede librar de un vivo deseo por adentrarse todo lo más posible en el misterio de la ocasión: como es ella, cuál será su primer saludo, que deja el contacto de sus manos…

Mientras divaga, un miraje retrospectivo se presenta ante su espíritu. Es el mundo que se queda. ¿El mundo? Casi llega a sorprenderlo el mundo, como una parición que por primera vez se presentara. Pero sí, efectivamente es el mundo; hay, pues, un mundo: para dejarlo. Una rara sensación de desprendimiento es su reacción ante el miraje. Casi se le dificultó al herido discernir con claridad si aquel mundo que se presentaba era un recuerdo borroso de ignorada procedencia o la reproducción de una realidad familiar. Pero no. No eran vagas memorias. Era, positivamente, cosa concreta la que de él se estaba alejando a una velocidad vertiginosa. A medida que aquello se perdía sobre los carriles de una distancia infinita, no solamente se empequeñecía mas y mas, sino que también se reducía en su entendimiento la noción de lo que se alejaba… Era que todas las ligaduras se aflojaban hasta la desimportancia mas absoluta? Era ello obra de la vecindad cada vez más próxima de la Esperada? Que sería… Que sería…? En vez de respuesta alguna, se dio cuenta de que todo se oscurecía. El mundo, la presencia del mundo, el recuerdo del mundo, se tornaban por grados más y más abstractos. Todavía le asaltó como un amago de idea, la nebulosa duda de si la abstracción absoluta no sería Nada… Pero el esfuerzo de la especulación lo cansó más.

Una ráfaga golpeó las ventanas del reducido cuarto y el eco del golpe lo estremeció. Por los pies sintió que se le subía una oleada de miedo. La llama de un sirio parpadeó y al enderezarse otra vez, iluminó mejor la angustiosa fisonomía de un Crucificado; el herido puso vista sobre él, y sin que ello le pareciera extraordinario ni milagroso vio como el Cristo de la Cruz lo miraba y desprendía sus brazos del madero en un gesto acogedor de bienvenida. ¿Miedo? Tenía realmente miedo: El ánimo volvió a él convertido en una ligera sonrisa, y como si la sonrisa hubiera sido la señal convenida. Llamaron.

Pensó que ya era la muerte. Y se imaginó que se levantaba para franquearle el paso; y que a pesar de sus meditados proyectos para recibirla, al abrir apenas la puerta el cansancio se le convirtió al instante de un sueño tan invenciblemente dominador que no pudo más, ni supo más. Y cayó en brazos de Ella, dormido como para no despertarse otra vez.

Las hormigas de Fervonio

Adolfo Calero Orozco

Fervonio Barquero era un soldadote rudo, grande de tamaño, parco de palabra, despacio en el caminar, a la hora de las balas, sereno hasta la inconsciencia; es decir, valiente. Seria pura estupidez o una falla orgánica, pero lo cierto es que fervonio no tenía la más ligera noción del miedo y, claro, desconociendo el miedo, desconocía también el valor, que no es; si no la ausencia del miedo el cual a su vez no es otra cosa que la prima manifestación del instinto de conservación, que trata de imponerse induciéndolo a uno a huir del peligro. La cosa más natural del mundo.

Otra condición de Fervonio era que jamás hizo gala de su valentía, el pobre: como ni siquiera sabia que era valiente… y así, nunca se aprovecho para contar episodios lindísimos en los que el había hecho barbaridades mientras que a otros compañeros suyos les estaban temblando las piernas.

Cuando el Zanjón del Santo Cristo, el enemigo nos dio una pela tremenda. Fervonio se había hecho de un corralillo de piedra y desde allí, con 7 hombres, le estaba haciendo estragos al contrario; pero las otras posiciones comenzaron a flaquear debido a un cuerpo de rifleros que nos estaba volando filo que daba gusto, yo me mantenía cerca de Fervonio cuando vimos pasar a los primeros 2 generales puestos en viajes; uno de ellos ya había votado el sombrero, el otro no supe si llevaba sombrero o si eran solo las manos en la cabeza. Tras ellos me desprendí yo también, y, aunque corría como un incendiado, lo más que logre fue no perderlos de vista pero alcanzarlos nunca.

Solo Fervonio, como que no era con él, ahí te van balas y “aguántense muchachos”. Cuando los muchachos ya no podían aguantarse más dieron el colazo en firme. En el corralillo solo quedaron 2 mal heridos, 1 muerto y los rifles abandonados, ¿Quién iba a estar entonces pensando en rifles, sin saber si quiera cuantas leguas iba a tener que abrirse?

Claro que en el corralillo quedo también Fervonio, que como no sabía correr, pero ni cambiar el paso, cayó prisionero. El que le hecho el guante fue un general enemigo que comandaba el grupo más osado del ataque. El tal general tenia enteros todos los nervios del combate, y así fue que en cuanto avanzaron a Fervonio, solo fue mentarle a su madre y sin más ni más lo amarro contra un chilamate, mando formar 5 números frente a él y tras el “carguen armas”, le dijo: -“Oiga, desgraciado, despídase, que estos son sus últimos momentos”. Fervonio se quedo viéndolo; después paseo la vista por los soldados del pelotón; después hablo: -“Por mí no se atrase… De quien quiere que me despida si no conozco a ninguno?”

Varios de los soldados se rieron. El general primero se asustó, en seguida soltó una carcajada y soltó a Fervonio después, diciendo: -“déjenlo muchachos… Que hombre más bruto…!”

Fervonio ni gracias dijo, sino que con su mismo paso aquel, se fue a agregar, “pecho de paloma” como lo tenía a la fila de avanzado. Muchos de los de esta fila, si el general hubiera seguido tan nervioso y si Fervonio no ha salido con eso, se hubiera doblado también con el pecho pasconeado, hasta donde el mecate los dejara.

En las guerras ese es el momento peliagudo: cuando lo acaban de avanzar a uno. El que logro anochecer ya esta salvado; y así fue como Fervonio Baquedano consiguió vivir un tiempo más, hasta darme ocasión de volver a encontrarlo, meses despues, y cuando ya sabía yo el cuento de su milagrosa escapada. Fue entonces cuando le dije: -“Hombre Fervonio dicen que te viste “alitas de cucaracha”; que por un pelo no te doblaron sobre mecates, cuando el zanjón de Santo Cristo”.

-“que le parece, amigó. Casi me parten en ese día”.

-“Bueno, pero vos que sentiste esa vez, cuando tenias las cañas huecas frente a frente?”, le pregunté.

Y Fervonio, siempre grandote, siempre despacioso, se llevo a la nuca su mano derecha, y rascándose suavecito, con aquel su modote sin prisa me contestó: -“pues amigó, viera usted que hormiguero más bravo el que tenía ese chilamate”.

La máquina de escribir

Mercedes Gordillo

Al morir mi padre, apenas tenía diez años de edad y era hija única. Mi mamá y yo lloramos desconsoladas durante muchos años. Heredamos un negocio de muebles, la casa de tres habitaciones, sala, comedor, diferentes enseres y una vieja máquina de escribir Remington que nadie usaba. Después de cursar estudios de bachillerato en un colegio de monjas, a mis 17 años mi mamá decidió en la Escuela de Comercio Julieta Matamoros de Morán por el barrio San Antonio, famosa por sus clases de secretariado, oficio que ya empezaba a ponerse de moda entre las muchachas de mi edad. Yo aprendía mecanografía.

Las clases resultaron difíciles, debía acostumbrarme a colocar los dedos sobre teclas cuyas letras no guardan orden alfabético. Durante el primer mes pude darme cuenta de que la profesora de apellido Doña era lunática, tenía mal genio, la mayoría del tiempo fruncía el ceño y no dejaba pasar ni un solo error, como repetir una letra o poner un espacio de más. Por lo general exigía dos páginas de reparación escribiendo cien veces la frase: “como es de su conocimiento”, o “por este medio”, “su atento y seguro servidor”.

El castigo era tedioso, lograba terminarlo con gran esfuerzo, concentración y lentitud, teniendo que soportar el calor del sol de la tarde bajo un techo de zinc, sin cielo raso, escuchando el sonido incesante del teclado de las máquinas. La entrada era a las tres, salía a las cinco, dos horas que me parecían eternas.

En lo único que la maestra no pudo reprocharme fue en ortografía, aprendida a fondo en el colegio La Asunción. Ocasionalmente la profesora me dirigía unas cuantas palabras:

— Menos mal que usted maneja bien la ortografía. De otra manera su aprendizaje hubiera sido peor.

Al final del año tuve tres meses de vacaciones. En ningún momento se me ocurrió practicar en la Remington de mi casa. Nuestra máquina de escribir estaba puesta sobre una vitrina llena de libros y se mantenía enllavada, a mi mamá no le gustaba leer.

Un día por curiosidad deseé abrirla, nos costó encontrar la llave, sarrosa por el tiempo. Finalmente logramos hacerlo sin quebrar un solo vidrio ni romper la madera del mueble. Quedé absorta ante la cantidad de textos empolvados que encontré. De inmediato me puse a hojearlos, descubrí una enciclopedia llamada El Tesoro de la Juventud, que me encantó. Allí pude leer los maravillosos cuentos: La sirenita, de Hans Cristian Anderson o Alicia en el país de las maravillas que nunca terminó de gustarme y la bellísima historia de Genoveva de Brabante. Mi madre, sorprendida, comentaba emocionada:

— Saliste igualita a tu papá.

Cierto día me puse a guardar varios ejemplares y no me di cuenta que la máquina estaba mal colocada en la parte superior de la vitrina, la Remington cayó al suelo estrepitosamente. Por suerte di un salto hacia atrás y no recibí ningún golpe, pero pudo haberme roto la cabeza.

Al terminar las vacaciones tuve que regresar a la escuela de comercio. Nada había cambiado, se escuchaba el ruido constante y aburrido de las máquinas. El aprendizaje me parecía inútil porque en el fondo de mi corazón yo no deseaba encerrarme en una oficina mañana y tarde y menos escribir cartas comerciales que no interesaban. Terminé los dos años requeridos detestando la mecanografía. Además, había comenzado para mí la época de enamorados y novios, asistía a fiestas, me gustaba bailar, ir al cine a matinée con mis amigas, planear un paseo o una lunada a lo cual mi madre nunca se opuso.

En una de las fiestas, a mis 19 años, conocí a un joven ingeniero de nombre Gustavo Martínez, guapo, de buena familia, nos enamoramos perdidamente. Mi madre y sus parientes estaban encantados y la boda se decidió rapidísimo. Vivimos en la misma casa. Mi mamá resultó ser una espléndida suegra hasta el día de su muerte producida por un infarto violento, el hogar había sido armonioso, casi perfecto, aunque sin hijos.

Después de esa separación tan dolorosa, mi vida emocional sufrió un cambio profundo. A pesar del consuelo de mi marido, no lograba sacudirme la tristeza, permanecía silenciosa y triste.

Por esos días mi esposo recibió una oferta de trabajo en Guatemala, una empresa constructora le ofrecía el doble de sueldo, traslado de los muebles, casa de alquiler, entre otros privilegios que no podíamos rechazar. Tomamos la decisión de aceptar la propuesta, el negocio de mi madre lo manejaría un pariente.

Al llegar a Guatemala pasé una agradable temporada haciendo nuevas amistades y conociendo el pintoresco país. Me dedicaba a los oficios domésticos hasta que encontré a Cándida, una excelente nicaragüense que hacía todo.

En algunas ocasiones volvían a mi mente recuerdos de mi infancia y juventud. Un día cualquiera recordé la vitrina de libros de mi padre, la habíamos traído con nosotros como recuerdo familiar. La máquina de escribir estaba en el mismo lugar. De nuevo busqué la llave y me puse a revisar libro por libro. Desde ese día, como por encanto, todo cambió en mi rutina. Podía pasar horas dedicada a la lectura, siempre deseaba leer más y más, encontré Los hermanos Karamazov, Los Miserables, de Víctor Hugo, poemas de Rubén Darío y Federico García Lorca, la novela Flor de durazno, de Wast y a muchos autores apasionantes, incluso, humorísticos como el español Jardiel Poncela. Mis lecturas se convirtieron en un mundo mágico, delicioso, que estimuló mi imaginación. Cierto día sentí un capricho improvisado, irrefrenable, deseaba escribir memorias que llevaba guardadas íntimamente. Busqué un cuaderno rayado y un bolígrafo de tinta negra y empecé a escribir a mano un tema relatado por mi madre durante mi infancia.

Después de escribirlo en forma de cuento me pareció bien, leía y releía para corregir errores. De pronto recordé la máquina. Para mi sorpresa funcionaba muy bien, como si estuviera nueva. Comencé a usarla para copiar mis escritos. Al poco tiempo adquirí gran velocidad, parecía tener años de práctica, mis relatos llegaban rápidamente al final, aun sin ver las letras de la máquina. Cuando terminé de pasar el tercer texto, algo llamó mi atención: una palabra absolutamente desconocida al final de una historia.

Sorprendida, ordené los papeles y comparé cada una de las páginas, pensando que me había equivocado. Asombrada, me di cuenta de que algunas de mis palabras no guardaban relación con lo que se leía.

— ¡Que raro!, pensé.

Comparé otra vez los escritos originales con la copia y aunque coincidían en el título y algunas expresiones, el tema resultaba diferente y hasta inferior a lo que yo había hecho, refiriéndose a cosas que yo no conocía ni había imaginado jamás.

Esa tarde decidí contarle todo a Gustavo, tenía miedo de que pudiera creer que estaba suponiendo cosas, acaso podría pensar que me estaba volviendo loca. Sin embargo, mi esposo con su carácter sereno, me escuchó pacientemente, muy contento de que estuviera escribiendo; además, le gustaban mis relatos. Tampoco él comprendía el problema. Propuso hacer una prueba que me pareció muy sensata: él me dictaría los cuentos mientras yo los pasaba a la máquina. Me sentí mucho más segura y nos dirigimos hacía el estudio, serían las seis de la tarde y encendimos las luces. Saqué el papel limpio, lo introduje en el aparato y esperé que Gustavo empezara el dictado. De la manera más tranquila leyó el título: La máquina de escribir, al mismo tiempo que yo lo transcribía. Él leía con cierto énfasis, deteniéndose en comas y puntos finales, mis dedos corrían ágilmente.

El cuento tenía cinco páginas que iba sacando una por una; al terminar comenzamos a compararlos. El título seguía siendo el mismo, pero a partir del primer párrafo, el asunto cambiaba totalmente: tema, palabras, expresiones. Como último recurso se nos ocurrió cambiar de lugar. Ahora, él escribiría en la máquina y yo le dictaría el cuento. Al terminar, completamente asustados, nos dimos cuenta de que la historia otra vez era distinta, deshilvanada, incluso, torpe. Sin saber qué pensar nos retiramos al dormitorio, pasamos la noche sin dormir tratando de comprender el extraño fenómeno sin encontrarle explicación. Muy temprano en la mañana salimos decididos a deshacernos del artefacto, lo dejamos abandonado en un basurero público lejano a la ciudad y salimos corriendo.

Palomas blancas y garzas morenas

Rubén Darío

Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher!

Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía -lo recuerdo muy bien- lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

Inés crecía. Yo también, pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo -¡mi mundo e mozo!- y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, -un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos.

Partí.

Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé, -todavía vaga y misteriosamente,- en mi prima Inés.

Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito.

Tiempo.

Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!

Mi prima, -pero, ¡Dios santo, en tan poco tiempo!- se había hecho una mujer completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me dirigía la palabra, me ponía sonreírle con una sonrisa simple.

Ya tenía quince años y medio Inés. La cabellera, dorada y luminosa al sol, era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era una creación murillesca, si veía de frente. A veces, contemplando su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El traje, corto antes, había descendido. El seno, firme y esponjado, era un ensueño oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables; la boca llena de fragancia de vida y de color de púrpura. ¡Sana y virginal primavera!

La abuelita me recibió con los brazos abiertos. Inés se negó a abrazarme, me tendió la mano. Después, no me atreví a invitarla a los juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y qué!, ella debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo amaba a mi prima!

Inés, los domingos iba con la abuela a misa, muy de mañana.

Mi dormitorio estaba vecino al de ellas. Cuando cantaban los campanarios su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto.

Oía, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta veía salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca de mí pasaba el frufrú de las polleras antiguas de mi abuela, y del traje de Inés, coqueto, ajustado, para mí siempre revelador.

¡Oh, Eros!

-Inés...

¿...?

¡Y estábamos solos, a la luz de una luna argentina, dulce, una bella luna de aquellas del país de Nicaragua!

La dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril, temeroso. ¡Sí! se lo dije todo: las agitaciones sordas y extrañas que en mi experimentaba cerca de ellas, el amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis ideas fijas en ella, allá en mis meditaciones del colegio; y repetía como una oración sagrada la gran palabra: ¡el amor! ¡Oh!, ella debía recibir gozosa mi adoración. Creceríamos más. Seríamos marido y mujer...

Esperé.

La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a mí se me imaginaban propios para los fogosos amores. Cabellos áureos, ojos paradisíaco, labios encendidos y entreabiertos!

De repente, y con un mohín:

-¡Ve! la tontería...

Y corrió, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela, rezando a la callada sus rosarios y responsorios.

Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de locuela:

-¡Eh, abuelita! me dijo...

¡Ellas, pues, ya sabían que yo debía «decir!»

Con su reír interrumpía el rezo de la anciana que se quedó pensativa acariciando las cuentas de su camándula. Y yo que todo lo veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas amargas, ¡las primeras de mis desengaños de hombre!

Los cambios fisiológicos que en mí se sucedían, y las agitaciones de mi espíritu me conmovían hondamente. ¡Dios mío! Soñador, un pequeño poeta como me creía, al comenzarme el bozo, sentía llenos de ilusiones la cabeza, de versos los labios, y mi alma y mi cuerpo de púber tenían sed de amor. ¿Cuándo llegaría el momento soberano en que alumbraría una celeste mirada el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgaría el velo del enigma atrayente?

Un día, a pleno sol, Inés estaba en el jardín, regando trigo, entre los arbustos y las flores, a las que llamaba sus amigas: unas palomas albas, arrulladoras, con sus buches níveos y amorosamente musicales. Llevaba un traje -siempre que con ella he soñado la he visto con el mismo,- gris azulado, de anchas mangas, que dejaban ver casi por entero los satinados brazos alabastrinos, los cabellos los tenía recogidos y húmedos, y el vello alborotado de su nuca blanca y rosa, era para mí como luz crespa. Las aves andaban a su alrededor currucuqueando, e imprimían en el suelo oscuro la estrella acarminada de sus patas.

Hacía calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jazmineros. La devoraba con los ojos. ¡Por fin se acercó por mi escondite, la prima gentil! Me vio trémulo, enrojecida la faz, en mis ojos una llama viva y rara, y acariciante, y se puso a reír cruelmente, terriblemente. ¡Y bien! ¡Oh!, aquello no era posible. Me lancé con rapidez frente a ella. Audaz, formidable debía de estar, cuando ella retrocedió como asustada, un paso.

-¡Te amo!

Entonces tornó a reír. Una paloma voló a uno de sus brazos. Ella la mimó dándole granos de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual. Me acerqué más. Mi rostro estaba junto al suyo. Los cándidos animales nos rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y fuerte de aroma femenil. Se me antojaba Inés una paloma hermosa y humana, blanca y sublime; y al propio tiempo llena de fuego, de ardor, un tesoro de dichas. No dije más. La tomé la cabeza y la di un beso en una mejilla, un beso rápido, quemante de pasión furiosa. Ella un tanto enojada, salió en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un opaco ruido de alas sobre los arbustos temblorosos. Yo abrumado, quedé inmóvil.

Al poco tiempo partía a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no había, ¡ay! mostrado a mis ojos el soñado paraíso del misterioso deleite.

Musa ardiente y sacra para mi alma, el día había de llegar! Elena, la graciosa, la alegre, ella fue el nuevo amor. ¡Bendita sea aquella boca, que murmuró por primera vez cerca de mí las inefables palabras!

Era allá, en una ciudad que está a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno de islas floridas, con pájaros de colores.

Los dos solos estábamos cogidos de las manos, sentados en el viejo muelle, debajo del cual el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente. Había un crepúsculo acariciador, de aquellos que son la delicia de los enamorados tropicales. En el cielo opalino se veía una diafanidad apacible que disminuía hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por la parte del oriente, y aumentaba convirtiéndose en oro sonrosado en el horizonte profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los últimos rayos solares. Arrastrada por el deseo, me miraba la adorada mía y nuestros ojos se decían cosas ardorosas y extrañas. En el fondo de nuestras almas cantaban un unísono embriagador como dos invisible y divinas filomelas.

Yo extasiado veía a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera castaña que acariciaba con mis manos, su rostro color de canela y rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal, y oía su voz queda, muy queda, que me decía frases cariñosas, tan bajo, como que solo eran para mí, temerosa quizás de que se las llevase el viento vespertino. Fija en mí, me inundaban de felicidad sus ojos de minerva, ojos verdes, ojos que deben siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por el lago, todavía lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla, se detuvo un gran grupo de garzas morenas de esas que cuando el día caliente, llegan a las riberas a espantar a los cocodrilos, que con las anchas mandíbulas abiertas beben sol sobre las rocas negras. ¡Bellas garzas! algunas ocultaban los largos cuellos en la onda o bajo el ala, y semejaban grandes manchas de flores vivas y sonrosadas, móviles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico las plumas, o permanecía inmóvil, escultural o hieráticamente, o varias daban un corto vuelo, formando en el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino.

Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel país de la altura, me traerían las garzas muchos versos desconocidos y soñadores. Las garzas blancas las encontraba más puras y más voluptuosas, con la pureza de la paloma y la voluptuosidad del cisne, garridas con sus cuellos reales, parecidos a los de las damas inglesas que junto a los pajecillos rizados se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres. Sus alas, delicadas y albas, hacen pensar en desfallecientes sueños nupciales, todas, -bien dice un poeta,- como cinceladas en jaspe.

¡Ah, pero las otras, tenían algo de más encantador para mí! Mi Elena se me antojaba como semejante a ellas, con su color de canela y de rosa, gallarda y gentil.

Ya el sol desaparecía arrastrando toda su púrpura opulenta del rey oriental. Yo había halagado a la amada tiernamente con mis juramentos y frases melifluas y cálidas, y juntos seguíamos en un lánguido dúo de pasión inmensa. Habíamos sido hasta ahí dos amantes soñadores, consagrados místicamente uno a otro.

De pronto, y como atraídos por una fuerza secreta, en un momento inexplicable, nos besamos en la boca, todos trémulos, con un beso para mí sacratísimo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer. ¡Oh, Salomón, bíblico y real poeta! tú lo dijiste como nadie: Mel et lac sub lingua tua!

Aquel día no soñamos más.

¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! Tú tienes en los recuerdos profundos que en mi alma forman lo más alto y sublime, una luz inmortal.

Porque tú me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el inefable primer instante del amo.

Inesilla

Adolfo Calero Orozco

Mi vecinita Inés contaba todavía muy pocos años cuando su mamá comenzó a decir que la chavalita era loca. Ante tan autorizada palabra sus hermanitos no tardaron en llamarla loca también, y muy luego su señor papá, en una ocasión que ella cometió una ligera falta, corriente en personitas de su edad, se evitó la molestia de castigarla declarando “que a la Inesita había que perdonarla, porque era loca”. Nunca nadie se tomó el trabajo de explicar porqué era loca la chiquilla, ni falta hizo que se tomaran la molestia, porque el antiguo fallo había sido aceptado ya sin discusión en casa y sin demora en el vecindario, y después en todo el pueblo, se tuvo como verdad de clavo pasado que la Inés era loca. Nada de raro tiene, pues, que ella mismo bien pronto haya entrado a formar parte del número de quienes sencillamente creyeran la proclamada condición de su propia persona, y una vez se le oyó decir:

-“Ay, porqué seré yo tan loca”

Ni su familia ni la gente querían decir con aquello de la locura de Inés, que la muchacha anduviera mal de la cabeza; el significado preciso del calificativo nunca se definió, que alguien supiera, pero todos parecían aceptarlo como una manera de decir que la chica era persona de pensar y actuar disparatados, distinta de la demás gente. El modo de ser de ella: franco, llano, expansivo y, a veces, original, servía para confirmar la especie. Tal vez, si la mamá no hubiera empezado tan con tiempo con la cancioncita esa de la locura, tal modo de ser le habría valido únicamente para tener más amigos y ser más estimada por todos.

A mí me tocó verla crecer muy de cerca.

En la escuela, Inesilla siempre estaba contenta y risueña y no solo metía bulla durante los recreos; sino también un poco, en las lecciones, y aquello afortunadamente se descontaba como muy natural en ella, puesto que era loca. Y como fuera también muy solícita, y tenía, desde luego, viva la inteligencia que fuera de su manía suele concederse a los locos, pues no había la muchacha de cometer la locura de hacer ella muchas veces el trabajo de sus compañeras, afanándose por ayudarles y escribirles sus tareas aún antes de haber escrito la suya propia? Ante tales cosas las mismas beneficiadas no podían dejar de reconocer que solo una loca podía exponerse a sufrir castigos por presentarse a clase sin sus tareas listas, después de haber empleado su tiempo haciendo muy bien los trabajos ajenos.

Pero Inesilla, como la pobre sabía bien que era loca, aceptaba buenamente las consecuencias de su condición y seguía sin enmendarse.

Más crecida ya, los muchachos buscaban su compañía que era amena y alegre gracias a que su locura nunca fue melancólica; menos mal. Y sus compañeras no tan afortunadas sabían explicar fácilmente la preferencia con que las aventajaba diciendo que, “claro! a los hombres siempre les han gustado más las locas”. Por suerte, con eso de su ligereza de mollera, la muchacha no le concedía ninguna importancia a su popularidad ni la usó nunca para picar el amor propio ajeno, y con eso alas amigas se les dificultaba menos perdonarla.

Así las cosas, y cuando todavía Inés andaba en los dieciocho, cometió la locura de ponerle atención a uno de sus enamorados, y ¡mayor locura todavía! Acabó por enamorarse ella también. La señora mamá decía –Inés, desde chiquita fuiste loca y ahora está más loca que nunca”. Efectivamente, la muchacha hacía unas cosas… Por ejemplo, su novio, para ir al trabajo, todos lo días se desviaba de su ruta hasta venir primero a pasar por casa de Inés y ella, como si no hubiera tenido nada mejor que hacer, estaba desde muy temprano pendiente del reloj y con amplia anticipación venía a situarse junto a la ventana de casa y de ahí nadie conseguí retirarla, sino hasta después que le muchacho había pasado y le había dicho: -“Adios, amor”. Entonces ya se tranquilizaba un poco y lograba dedicarse con alguna atención al pequeño trabajo doméstico que le correspondía hacer. Pero aquello no era más que por unas horas, pues apenas sonaban las doce, ahí estaba de nuevo Inés en la ventana, soportando pacientemente el resplandor meridiano como si hubiera sido grata brisa marina y allí se quedaba hasta que, otra vez, para el receso del mediodía, pasaba el novio frente a la ventana, y… la bobería del “adiós, amor”.

Por la noches, desde muy antes de la hora de la amorosa visita, Inés se las arreglaba para terminar sus quehaceres, y al espejo! y dele al polvo!, y al perfume! y al peine! y a cambiarse el vestido del día. Todo por ir a estarse muy sentada en la salita de la casa, en espera del dichoso novio.

En una ocasión ocurrió cierto percance en el taller del muchacho y él resultó malamente golpeado, quedándose sin visitarla por una larga semana. Entonces la locura le dio por estar angustiada y por querer saber de él, y no solo una vez al día, sino dos, tres ya hasta más; y también por hacer toda clase de preguntas: que si su vida no corría peligro, que si no quedaría desfigurado, que si las manos, que si los pies… y todavía se empeñaba diariamente en hacer que alguno de sus hermanos fuera a casa del novio a inquirir por su salud y a llevarle flores, más alguna cartita. Esto de las flores había que verlo: cortaba todas las del jardín de su casa y las repartía: unas iban al altar de la Virgen para que curara pronto al muchacho, otras a casa de él. Y si en el jardín no las había suficientes, pues no debía la muy loca gastarse sus economías mandándolas a comprar dónde las tuvieran?

La mamá ya ni se sorprendía de esas cosas, porque con aquella cabecita que Inesita había tenido desde chica, todo podía esperarse de ella. Menos mal que su novio había encontrado, seguramente muy agradable la locura de la muchacha, porque cada día se mostraba más prendado; y al fin y al cabo si el que se iba a casar con ella nada decía, pues para que sentarse a llorar?

Poco más de dos año tardó el feliz noviazgo, durante el cual las ocasiones de la pedida de mano y la fijación del plazo casi trastornaron de viaje a la Inesilla. Y al término del plazo, el matrimonio! Locura igual…! El joven no tenía capital, ni los padres de ellos tampoco. Apenas había el logrado juntar algunas economías, y casi todas se le fueron en la compra de las cosa para la casa. Total, dos muchachos pobres, hijos de dos familias pobres. Casarse así, sin un porvenir asegurado! Las amigas de Inés lo atribuían todo a su vieja locura.

A su tiempo vino un bebé. Un encanto de criatura, realmente, que a cualquier mamá le hubiera enloquecido de gozo. Y cuánto más a Inés que ya tanto flaqueaba por ahí! Y esta vez, sí que vino a comprobarse que la locura es contagiosa, porque también a Eduardo se le pasó (Mil perdones; ya era tiempo de haber anunciado que el nombre del ahora marido de Inés era Eduardo; y tiempo también de advertir que lo de Inesilla es cosa del narrador, pues a la niña del cuento la llamaron siempre Inés o Inesita, pero Inesilla nunca. Este diminutivo se lo vino a aplicar el cuenta-cuentos por el especial cariño que desde chica tuvo, y también como más propio para una niña de cabeza poco salida).

El contagiado Eduardo dio en decir que su nene era el más lindo del mundo, que aquel pedacito de gente quien apenas sabía lloriquear, era un niño vivísimo que hacía cosas de criatura mayor; que lo reconocía desde antes de verlo solamente por la voz, que esto y que aquello… y a medida que pasaban las semanas, le dio por ver destellos de precoz inteligencia en los gestos y manejos más corrientes en un chiguincito de su edad. Y ni podía contradecírselo, porque visiblemente se contrariaba. Pobre Eduardo, estaba loco él también.

Me tocó que salir del pueblo pocos días después que Eduardo e Inesilla se gastaron quien sabe cuántos córdobas, que buena falta deben haberles hecho, celebrando el bautizo de Eduardito –cosa de ellos. Y buscando la vida en benques madereros de los ríos chontaleños, en las minas de la costa y en los bananales de Cabo de Gracias, me estuve ausente por varios años.

Cuando por fin volví al pueblito, todo lo encontré igual. Las mismas viejas bancas y las mismas telarañas en el Cabildo; los mismos taberneros esperando quitarle su semana a los pobre mozos; el mismo sacristán y hasta las mismas mulas ramoneando grama en la soleada plaza; o tal vez esas mulas eran hijas de las que yo dejé años antes.

-“Demen razón de la Inesita y de Eduardo”, fue una de mis primeras preguntas.

-“Uh…! Esos se largaron de aquí hace tiempo… hicieron la locura de irse a vivir a Mangua”.

Pero cómo? Ya no están ellos, ya no estaba Inesita en el pueblo?

Mi gente debe de haberme notado lo mucho que me contrario saberlo, y se sorprendieron de ello: -“No nos imaginamos que te interesaran tanto”

Pues quizás yo tampoco lo había advertido hasta entonces. Si que pensando y repasando vine a caer en cuenta que durante todos los años de mi ausencia, siempre solía recordar a Inesilla; cierto también que al disponerme a regresar entraba en mis cálculos, allá de un modo poco aparente; pero muy perceptible, que se me prometía ser otra vez amigo de ellos, escuchar su alegre paria, sus disparates, oírla reír con aquel su modo único que las otras muchachas del pueblo nunca tuvieron, qué sé yo!

Como era natural, salí de casa a recorrer las antiguas calles, a decir qué-tal a las amistades de antaño; más por donde quiera que fuera no podía librarme de encontrar en todas partes una tremenda cordura. La torrecita de la iglesia se gastaba una seriedad manifiesta, el paso de la gente era tan mesurado que cada transeúnte que me encontraba era otro que pasaba destilando buen juicio. El boticario, mi amigo desde los pupitres de primer grado, me exhortó a fincarme formalmente en el pueblo, a pensar en serio y a casarme, y todo ello con unas razones de aplastante sentido común, Y cuando cayó la tarde, nadie ha visto jamás una tarde tan adusta que aquella.

No pude menos que preguntar –“Y así son siempre las tardes por aquí?”

-“Pues claro! Ya no te acordás… y eso que no hace tantos años que te fuiste...
Me confesé a mi mismo que todo aquello pesaba más más de lo que yo podía soportar.

Y otra cosa: me acosté muy temprano y antes de dormirme ya tenía resuelto volver a marcharme, aunque a mi gente no se lo dejé saber hasta muy después, para evitar conjeturas. Aquel mi pueblo a pesar de sus mismas telarañas y sus mismos litros de aguardiente, y su mismo sacristán, y aunque las mulas de la plaza hayan sido o no las mismas, ya me pareció otro pueblo distinto -un pueblo demasiado cuerdo!- desde que supe que la Inesilla no vivía más en él.

Puede ser que la diferencia hay sido en verdad la ausencia de mis amigos, o tal vez la verdadera diferencia fue que el pueblo no había cambiado ni un ápice.

Pero yo no estaba par detenerme hasta encontrar una explicación, ni se si hubiera valido la pena. Lo cierto es que de veras me largué y que desde entonces no he vuelto más.

Naturaleza muerta

Rubén Darío

He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té.

Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro incrustado, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo, y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña.

Acerquéme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas de cristal.

¡Naturaleza muerta!

La cieguita

Mercedes Gordillo

Los sábados íbamos al Parque Central, me llevaba mi papá a darle de comer a las tortugas. Los muchachos del colegio les tiraban piedras, ese día ellos estaban allí. Una tortuga ciega sintió una pedrada en su concha, pero yo la llamé por su nombre.

– Cieguita, Cieguita le dije, me oyó y se vino caminando, salió de la pila y despacito me siguió hasta mi casa.

Han pasado años, ya tengo 15. La Cieguita todavía vive aquí.

El Gatillo

Adolfo Calero Orozco

Eran tiempos de excepcional actividad en casa presidencial. Los conservadores que se había quedado rodeando a don Bartolo después de su divorcio con el General Chamorro, pretendían y proclamaban que “estaban salvando al partido”. Sostenían que con gran sentimiento veían ellos la creciente influencia del liberalismo alrededor del presidente y del gobierno y que su única esperanza era que don Bartolo hablara antes que acabará de malearse.

“Que don Bartolo hablará: significaba que dijera quien era su candidato para oponerlo al General Chamorro en las elecciones que venían, y los conservadores bartolístas aspiraban a que tal designación no recayera sobre un liberal; los liberales parecían conforme con cualquier resultado que no favoreciera a Chamorro ni a ninguno de sus reconocidos amigos.

Desde luego, esto ocurría después que los políticos de Casa Presidencial- auxiliados por la legación de un país amigo- habían acabado de convencerse de que la reelección de don Bartolo era un imposible, debido a la barrera que le imponía la Constitución con su artículo 105, que la gente dio en llamar “el artículo siento mucho”.

Se especulaba en grandes, aventurando posibilidades: que don Zutano, que el Gral. Tal, que el Dr. Mengano… Nadie discutía entonces (eso nunca se había discutido en Nicaragua) que el candidato del Presidente tenía la victoria asegurada y como en su bolsillo, por muy bulliciosa y libre que fueran las elecciones; de ahí que el visto bueno de don Bartolo equivaliera prácticamente a la presidencia.

El presidente don Bartolo Martínez era un hombre de costumbres y modales excesivamente sencillos y muy poco amigo de hacerse sentir, cuando los políticos que los rodeaba trataban de estrecharlo, forzando su criterio a favor de tal o cual personaje, buscando como don Bartolo le echara su bendición candidatural, el recurso del presidente era hacerse como que no oía y seguía imperturbable su carita de ídolo, limitándose a parpadear ocasionalmente, sin dar señal alguna que aprobara o rechazará lo que estaban diciendo.

Aparentemente los liberales que se mantenían cerca de don Bartolo ya habían llegado a convencerse que ni el Dr. Román y Reyes, ni ningún otro de ellos tenían la menor oportunidad de ganarse la consagración candidatural, y limitaban sus actividades a intensificar y ahondar más las diferencias entre el Presidente y su antiguo jefe, el General Chamorro. Su mejor día fue cuando el propio don Bartolo mandó llamar al General y le dijo, sin parpadear: “Queda ud. con la ciudad por cárcel”.

Los días, sin embargo, seguían pasando sin que la incógnita se aclarase.

Ya era tiempo que el oráculo hablara, pronunciándose decididamente a favor de alguien; y de donde menos se esperaba salto la liebre. Una mañana, muy temprano, alguien le hablo a don Bartolo de don Carlos Solórzano.

-“El hijo de don Federico?” pregunto él con manifiesto interés.

Ante la respuesta afirmativa y la evidente actitud favorable del presidente, el tópico tomo fuerza y claro.

Don Carlos no sabía una palabra, tranquilo en su hermosa casa frente al parque central.

Como el tiempo apremiaba y entonces don Bartolo no había llegado a inclinarse por ningún nombre propio los interesados se apresuraron en llevar el asunto de una vez hasta el fin.

En nombre de su partido el Dr. Román y Reyes acepto a don Carlos Solórzano la misma mañana. Ya podía pensarse en los arreglos que darían por resultado un vicepresidente liberal y un grupo de congresales liberales a cambio del apoyo de este partido.

Pero eso es político y el cuento es otro.

Pronto llego la ocasión de la primera entrevista entre don Carlos y el generoso Presidente que le daría su apoyo todo poderoso.

Cuando don Carlos entró al despacho presidencial, los ojillos de don Bartolo se fijaron en él, lleno de sorpresa. Aquel caballero entrado en años, de atildada presencia y digno porte no era “el hijo de don Federico” que el tenia in-mente cuando lo acepto como sucesor suyo para la Primera Magistratura!

Pero todo estaba ya muy encaminado… Además el nuevo señor le cayó bien a don Bartolo. Él mismo desembuchó la verdad al marcharse, don Carlos, consagrado ya como futuro presidente de Nicaragua: -“bueno, a lo hecho pecho. Pero este no es el gallo que yo creía… Don Federico tenía otro hijo, verdad?”

-“Si señor. Los Solórzano de don Federico son varios”.

-“Claro! Y el que yo creía era otro: el gatillo!”

Y así fue, como don Federiquito, ojos verdes, rubio, gordito y bajo hermano de don Carlos no fue presidente de Nicaragua como hubiera podido serlo si don Bartolo hubiera sabido su nombre de pila antes de aceptar a don Carlos.

La dama del horóscopo

Eduardo Estrada Montenegro

(Esta es la historia de una mujer que toma decisiones de su vida con base a una especie de horóscopo menstrual, que heredó de su abuela, método utilizado por generaciones, y que un amigo suyo logra finalmente descubrir. La última predicción había sido su muerte y estaba tan convencida de ello que regresó al viejo pueblo donde había nacido.)

Hace muchos años conocí a una bella y linda mujer de piel acanelada, de tratos suaves y de ojos negros, como su cabello, con rayos plateados al natural, diríase canas, pero como tenía un poco más de 25 años, no eran de vejez, sino de herencia. Y le venían en mucha gracia y se combinaban con su sonrisa de puro corazón y sus manos hermosas y suaves.

Helena había regresado a su antigua provincia, debido al hastío que le producía el bullicio de la ciudad moderna, la continua fiesta, el licor y las drogas. Quería paz. Y alquiló una hermosa casa colonial, con amplios corredores, y un jardín con plantas diversas, entre las que se destacaban hermosos helechos que colgaban de los aleros del corredor de la vieja casa de paredes de adobe y techos de tejas con sabor a barro.

Vivía con sus dos hijos, pues se había separado, recién llegaba a la ciudad, pues su esposo no soportó la monotonía de aquella provincia, con sus muchas iglesias coloniales, su vetusta y musgosa catedral, y especialmente en Semana Santa, con sus múltiples procesiones y santos de tamaño natural que sacaban por las principales calles de la ciudad.

Una vez que pasaba por su casa, vi a su hermoso perro negro con sus orejas gachas, peludo, galante y una vez visto el perro, miré hacia dentro de la casa y ahí estaba ella, con su hermosa cabellera negra y hebras plateadas, sus ojos también negros, pero iluminados y su cuerpo esbelto, vestido con una blusa negra y un pantalón crema.

-Hola, hermosa, señora --le dije, tal como la había tratado siempre.

-Hola, caballero --me respondía--. Pase adelante....

Y desde luego que me agradaba estar con ella, compartir un rato de la mañana calurosa, en la sala principal de su hogar.

Siempre me interrogué por las causas de su traslado de una ciudad floreciente a un pueblo viejo y tradicional como éste --del cual no diré su nombre para no ofender a sus habitantes.

Y entonces me aventuré a interrogarla a fondo.

-Sé que te viniste por el hastío de la ciudad, que querías paz en tu corazón y encontrarla en tu pueblo natal, donde naciste y no en el extranjero.

-Ya veo que no te das por vencido --me dijo sonriendo.

-Sí, a decir, verdad, no me doy por vencido.

Luego hubo un largo silencio, yo temía que se hubiera disgustado, pero su silencio era una lucha entre decirme su secreto o seguirlo ocultando.

-Por mi parte, te prometo guardar el secreto --dije, interrumpiendo el silencio profundo que se había formado en aquella hermosa casa colonial.

-Ah, como creerte, apenas hace unos meses nos conocemos…

-Mi bella señora --le contesté muy serio mirando a sus ojos--, dígame usted cuando he fallado a mi palabra. Mi amistad y cariño hacia usted ha sido firme.

-Guardar un secreto vas más allá de la amistad, pues siempre hay tentación de contárselo a otra persona…

-Puedo arrodillarme, si quiere…

-No, no es necesario…

-Entonces, por favor, dígamelo que desespero…

-Bueno, hace muchos años hago uso de una especie de horóscopo menstrual.....

-¿Horóscopo menstrual? –-exclamé perplejo.

-Sabía que te iba a extrañar y sorprender… y hasta te ibas a burlar de mí.

-No, no…para nada, estoy abierto a toda experiencia -–le repliqué con amabilidad.

-Bueno, eso espero…porque esto no se lo he contado a nadie.

Mientras me advertía sobre su secreto, yo seguía con la interrogante de qué jodido era ese tal horóscopo sexual o menstrual, y cómo una mujer como ella, culta, inteligente y de buenas maneras, podía guiar su vida con base a supersticiones. ¿Pero a caso la humanidad no ha vivido siempre así?, me dije a mí mismo, y en eso estaba cuando al punto esencial de esencial del tan difícil secreto que había arrancado casi con súplicas.

-La vida no es fácil, Ernesto. Y cuando tus tradiciones religiosas no te dan respuestas, a veces se recurre a otras opciones, y mas cuando este recurso, es heredado de tus abuelos. Y sus predicciones se cumplen.

En verdad seguía atónito, pues desde mi adolescencia creí haber superado mis creencias religiosas y supersticiones, de hecho había sido hasta ateo militante, y aunque había superado esa actitud recalcitrante, seguía firme en mi visión científica del origen del universo y del hombre….Todo estos pensamientos se me venían a la mente mientras la escuchaba, pero cuando sentí que finalmente iba a darme detalles de secreto, fui todo oído.

-Cada vez que menstruo, consulto mi horóscopo menstrual.…

-¡Helenaaaa…! –exclamé--. En verdad no lo puedo creer…

Después de disculparme por mi exabrupto –no podría calificarse de otra manera-- e insistir para que continuara con su relato, me narró que cuando era una adolescente su abuela, una viejecita de unos 80 años, la llamó a su cuarto y le dijo:

“Me querida Helenita: Quiero compartir con vos un viejo secreto que heredé de mi madre que está en el cielo y que me ha servido en toda mi vida, en las buenas y en las malas, y gracias a lo cual pude sacar adelante a la familia. Sé, mi hija querida, que ya estás preparada para tener hijos y por eso quiero darte un regalo que se ha transmitido de generación e generación.

“Tomá este papel que contiene lo que te puede suceder según el día en que te toque menstruar, consúltalo con paciencia y sabiduría y verás que podrás enfrentarte a los males de este mundo y las acechanzas del demonio.

“Hija, el mundo está lleno de maldades. Gracias a estas reglas, podrás saber si te vendrá buena o mala fortuna, si serás feliz en el amor, si tu esposo te es infiel, si tendrás buena o mala salud, si alguien quiere hechizarte o embrujarte.”

Poco a poco Helena me fue contando su historia, estaba como en un trance, erguida, con los ojos ligeramente cerrados, y sus manos cruzadas. De repente abrió sus ojos y como atónita, me dijo que le apenaba mucho haberme contado su historia, que ella misma no se explicaba como podría practicar algo tan irracional, pero que casi siempre le daba resultados.

Una vez que menstruó el 7 de mayo de 1975, el papelito arrugado y sepia de su abuela le advirtió que su pareja le sería infiel. Y la predicción fue efectiva, tanto así, que se divorció. Otra vez se le anunció fortuna y se casó con un hombre próspero con quien recorrió medio Mundo, y después le predijo que una enfermedad terrible visitaría su hogar y quedó viuda con dos hijos.

Cuando me contó rápidamente todo esto, de inmediato me rasqué la cabeza y busqué alguna teoría que me permitiera rebatir sus afirmaciones.

-Es pura coincidencia –enfaticé--, deben ser predicciones muy abiertas vos lo interpretás a tu manera.

-No, Ernesto, mi madre murió después de una predicción que tuve el 25 de Mayo de 1978.

Y así me contó uno que otro suceso que estaba relacionado con el famoso horóscopo menstrual. Dándome por vencido, al final le interrogué:

-¿Y por qué has regresado a esta ciudad provinciana?

Hizo una leve pausa y con sus ojos lagrimosos, me dijo:

-Ahora me ha anunciado la muerte y quiero morir en mi pueblo.

Me quedé viendo sus grandes ojos fijos, su boca pequeña y graciosa, pintados de rosa. Tomé sus manos y le dije que contara conmigo que yo siempre iba a estar ahí, como amigo, apoyándola. Para combatir sus supersticiones, quise mas de una vez tener acceso a su horóscopo menstrual, pero nunca quiso mostrármelo ni decirme las 31 predicciones que contenía.

Cuando me la encontraba, al menos una vez por mes, siempre le preguntaba:

-¿Y ahora qué?

-Me viene un nuevo amor.

-¿Y la muerte qué?

-Se ha dejado de repetir, y a Dios gracias, todo me predice un nuevo amor.

-¿Y el papelito?

-Lo he roto, quiero vivir el presente y me he conformado con el amor que me anuncia.
Muchos meses después volví a visitarla, y ahí estaba su perro negro en el umbral de la casa de puertas altas con sus orejas gachas y en la sala ella, con su eterna sonrisa y, a su lado, un caballero que me miró con recelo.

Paisaje

Rubén Darío

A poco andar se detuvo.

El sol había roto el velo opaco de las nubes y bañaba de claridad áurea y perlada un recodo de camino. Allí unos cuantos sauces inclinaban sus cabelleras hasta rozar el césped. En el fondo se divisaban altos barrancos y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos brillantes como vidrios. Bajo los sauces agobiados ramoneaban sacudiendo sus testas filosóficas - ¡oh, gran maestro Hugo! - unos asnos; y, cerca de ellos, un buey gordo, con sus grandes ojos melancólicos y pensativos donde ruedan miradas y ternuras de éxtasis supremos y desconocidos, mascaba despacioso y con cierta pereza la pastura. Sobre todo, flotaba un vaho cálido, y el grato olor campestre de las yerbas pisadas. Veíase en lo profundo un trozo de azul. Un huaso robusto, uno de esos fuertes campesinos, toscos hércules que detienen un toro, apareció de pronto en lo más alto de los barrancos. Tenía tras de sí el vasto cielo. Las piernas, todas músculos, las llevaba desnudas. En uno de sus brazos traía una cuerda gruesa y arrollada. Sobre su cabeza, como un gorro de nutria, sus cabellos enmarañados, tupidos, salvajes.

Llegosé al buey en seguida y le echó el lazo a los cuernos. Cerca de él, un perro con la lengua afuera, acezando, movía el rabo y daba brincos.

-¡Bien!- dijo Ricardo.

Y pasó...

El chanchito de San Antonio

Adolfo Calero Orozco


La devoción principal de Pancho Pilarte, finquero de la Ñoca sobre el Rio San Juan, nunca fue, como pudiera creerse, San Francisco el Seráfico de Asís. Sería tal ves, porque para el 4 de octubre lo menos que tiene en el San Juan es un cordonazo que parecen dos o sería cosa de familia, quizás; pero la verdad en que el santo que Pancho ha festejado es el de Padua. Cuando Pancho habla de él todavía, lo llama san Antoñito, y se le ve la devoción en el rostro sonriente; una devoción mezclada con lo que bien podría ser la grata añoranza de grandes fiestas en el pasado o la confiada esperanza de fiestas no menos sonadas para el futuro; porque la manera en que Pancho Pilarte le muestra el cariño a su santo predilecto es haciéndole un 13 de junio que empieza desde el 12 y no acaba hasta muy entrado el 14. Lo que se llama una señora parranda.

Además, san Antoñito es como persona de la familia, en esa finca de la Ñoca. Se le cuentan las cosas que pasan, se le reza a diario, se le quiere con todo el corazón, se le piden cotidianas mercedes y hasta ocurren sus disgustillos con él cuando no se porta lo bastante generosos en los favores o milagros que se le piden, y ocasiones ha habido en que la esposa de Pancho Pilarte le haya hechado en cara a su querido santo los boyos gastados anualmente en su fiesta; esto –repito- cuando alguna vez el santo debía haberse portado mejor… como, por ejemplo, cuando el novio e la Payita se fue a la revolución y no volvió nunca. Pobre Goyo, a quien un riflero lo blanqueó en las lomas de Colorado.

Y esto otro que pasó, comienza temprano un días de mayo de mil novecientos veintitanto: muy con tiempo el devoto y precavido Pancho tomó su bote y se vino rio abajo hasta el medio-queso, y en seguida, medio-queso arriba, se fue subiendo a canaletazos vigorosos, hasta llegar a la finca del general Candela, contra los mojones de Costa Rica; allí vivía una familia que además de ser amiga de nuestro hombre era también devota de San Antonio y criaba chanchos, detalle este que era lo que principalmente había hecho a Pancho emprender tal viaje que en redondo le cogería el día entero. En llegando, se fue de una vez al grano; apenas un “ideay” muy cordial y la respuesta de rigor a las preguntas cajoneras por la Paya, la payita, Toñito, Panchito, la Inesita y Tatín, que en escrupulosa sucesión representan la esposa y la prole de Pancho. Y a continuación…

-Pues yo vengo por un chanchito para San Antonio, y ya saben que los espero el 13, a todos: desde el general, si ya subió hasta al Milor… pero me le quitan unas pulguitas para ese día.

-Te equivocás con el Milor no se consigue una pulga ni para remedio, si me dijeras garrapatas…

-Bueno, que me dicen del chanchito?

-Ajáh… Te gustó el del año pasado!

-Malo no estaba, pero me costó mucho sebarlo.

-Ahora tenemos uno de media ceba, caponcito y que si lo ves te lo llevás.

-¿Y cuanto llora?
-Eso eso es lo de menos. Viendo a la dama se enamora el pretendiente.

-Bueno y decime que hubo del sancarleño que le salió a la Payita para semana santa? Se entendieron?

- Si el tata es el último que sabe las cosas…

-Bueno, hablemos lo del chancho. Me gustaría mas grandecito que el del año pasado.

- Pues vos decís, pero aquel que te llevaste no parecía moto.
-No digo yo que no, pero les diré que hizo falta chancho… Como ni un solo de los invitados se quedó sin llegar, pues hizo falta chancho.

-¿Lo querés mas grandecito ahora, pues?

-Francamente, me gustaría más grandecito. Es que este año pienso invitar al policía de Costa Rica, a don Valentín, a doña María, a don José de doña María... esa gente come!

-Pues vamos al chiquero y vos escoges. Tenemos una chanchita que si la vez te enamorás; pero si pensás invitar a tanta gente, el remedio es que te lleves dos chanchos.

-¿Acaso sólo va haber chancho?

-Es verdad que no solo chancho das vos, y entonces con uno más grande podes tener, vamos al chiquero.
Y el trato quedó ajustado sin mucho palabreo, aunque, claro! Mediaron las observaciones de la vendedora, ponderando lo aseado del animal y las réplicas de pancho calculando las cabezas de guineo que costaría hacerlo crecer, y añadiendo lo justo que era escoger lo mejor para san Antoñito, un santo a quien no podían gustarle las mezquindades… total, que empezaron en 25 córdobas y regateando, regateando acabaron por cerrar en dieciocho.

Pancho permaneció todavía un rato mas después de cerrado el trato en la finquita del general Candela; lo justo para dar un bocado y, aliviado del propósito que lo había traído, platicar un rato de las cosechas, del temblorcito del otro día y del mal paso de la Eudomilia, una sobrinita de su mujer que había volado… -“tiempos estos, en que a los hijos no se les da todo el palo que debía ser”.

Ya era oscurito cuando Pancho arrimo de vuelta a su finca de la Ñoca. La familia entera formaba una guardia llena de curioso interés, esperando al chanchito –“¡pero que aseado el animalito!” –“¡Que lindo!” –“¡vele las nalguitas!”

Los chicos todos querían tocarlo, palparlo, chinearlo. Tatín preguntaba de qué color eran los ojos del marrano. La Paya también quería saber el precio:

-Ya te he dicho que si yo se una cosa es comprar: treinta tabules! Te parece caro?

-Treinta? Pues, como caro, a como están ahora las cosas…

-Bueno, andate de espalda: sabés en cuanto lo rematá? En cuanto decís vos: pues lo rematé en dieciocho?

La Paya no pudo menos que exclamar: -“¡Regalado!”

Señor, y a partir de aquel día la vida en la finca de la Ñoca giró prácticamente alrededor del chanchito, que, desde luego, fue al instante designado como el chanchito de San Antonio, o también más simplemente, el chanchito. Los muchachos madrugaban para ir por cabezas de guineo y rivalizaban en cuanto a quien se las traía mas hermosa; de la masa de las tortillas la Payita le apartaba su racioncita diaria al mimado cochino; los mas chicos se pasaban largas horas contemplándolo, acodado sobre las varas del chiquero, y mas de una vez, Pancho mismo, viendo al animal y como si hubiera de ser el mismo San Antonio quien se lo comería, pensaba en vos alta:

-“Tiene que gustarle”.
Aprovechando sus viajes rio arriba o rio abajo, el amigo Pilarte arrimaba el bote a las riveras del rio junto a los ranchos de sus amigos y les pasaba la invitación de rigor: -“Bueno, para el 13 lo espero”.
Y los invitados respondían con razones de elogioso cumplimiento. Ya sabían ellos como eran de rumbosos los san Antonio de la Ñoca. Otros hacían referencia a la alegre fiesta del año pasado. –“que fiestón aquel!”

Y todos prometían no faltar.

Con sus invitados de honor como el policía tico de la frontera, don Valentín, doña María y don José de doña María, las invitaciones las hacía Pancho sombrero en mano, y previos buenos días y como han estado, y salía gozoso de la buena acogida de tales señores que también sabían cumplimentarlo y agregaban saludos para la mujer y los hijos.

Ya la fiesta estaba boquera. Apretándose la barriga todos en cas, menos el chanchito, los Pilarte habían economizado lo bastante para alistar una fiesta como a ellos les gustaba: con bombas y cohetes, música, comilona y tragos. Tampoco faltaron algunos allegados que con solicitud y oportunidad de verdaderos amigos, se aparecían en la Ñoca, y diciéndole a Pancho: -“Hombre, para San Antonio”, presentaban su contribución para la celebración, que podía ser desde un litro de aguardiente o una gallina hasta un cortecito para los estrenos. La Paya, en el último viaje de Pancho a San Carlos, le encargó una botella de Vermú, para las señoras.

De ordinario, Pancho viajaba solo en su bote, apostando con el río cuando plácidamente se deslizaba aguas abajo; canaleteando bravamente cuando le tocaba ir corriente arriba. Su gozo era grande durante toda aquella temporada de preparativos y como todos los viajero del San Juan, el amigo Pilarte se allanaba al deseo que se le viene a uno de platicar con el río: -“Dejame llegar temprano, viejó”, -le decía puesta la vista sobre las cambiantes aguas cuando el caudal de estas parecía oponerse a su paso. O monologaba con base de que el río lo estaba oyendo: -“Vas a ver… Vas a ver gentío, y vas a oír cohetes… y va a faltar campo en el atracadero de La Ñoca para tanto bote”. Y una tardecita, cuando un cardumen de tiburones iba escoltando su bote, cosa usual en las aguas profundas del San Juan, Pancho, sin alarma, sin rencor por las aviesas intenciones de las fieras, mas bien entre guasón y burlesco, se dirigió a ellos categóricamente: -“A ustedes no los invito, bien pueden largarse a la bocana”.

                                                                                * * *

Cayó otra vez la noche en la vega del rio San Juan, este día de Junio. Una quietud inmensa como la que peas de continuo sobre aquellas regiones, pareciera que con la oscuridad se pusiese todavía mas densa. Y como la fauna nocturna del rio es tan callada (el paso de la víbora ni entre las hojas secas deja de ser cauto y silencioso, el vuelo de las cocorocas más se siente que se oye, el perro–de-agua cuando sale se sumerge con clavados que de tan cortantes no producen chasquidos y el pesado manatí se mueve como si sus ochocientas libras estuvieran fuera de la gravedad) hasta el discreto silbido de las tobobas mas bien semeja el cambio de llamadas de los centinelas avizores de nuestros cuarteles de antes, y en realidad ellos lo son, peligrosos vigías perdidos entre la fronda de los árboles que inclinan sus ramas hasta tocar las aguas el río.

Aquella misma noche, en tierra firme, sobre cúspide desnuda de una lomita próxima a los ranchos de La Ñoca, acaba de para su despaciosa marcha un tigre frontereño, gallardo y coludo, de señoriales bigotes y ojos aviesos de espía, un tigre que es medio-tico y medio-pinolero, con depredaciones en ambas repúblicas como los bandoleros de antaño.

Sobre las patas delanteras se yergue hermosa la bestia; hace como que bosteza, la roja lengua asoma y desde antes de acabar el bostezo ya está lamiéndose el hocico. Pero en contraste con la reposada dignidad de su porte, agita impaciente su felpuda cola y se golpea los ijares combados hacia adentro, señal inequívoca de que “el gato tiene hambre”.

Luego se queda quieto, como quien ya sabe adonde ir, baja la testa y emprende el pausado paso caminando contra el viento, rumbo a las casitas de La Ñoca. Rumbo al chiquero de La Ñoca!.

La tragedia debe haber ocurrido en cosa de instantes. Un angustioso aullido; unos entrecortados ladridos de perros; un sobresalto tremendo en el corazón de Pancho Pilarte; y cuando él salió todavía desnudo, echándose en la cara su lafuché montada y vengadora, los ladridos perseguidores perdiéndose en la distancia, un olor a sangre tibia y un chiquero vacio!

Ahí nadie mas durmió, aquella triste noche, oscura y fea. Hubo lagrimas de sentimiento y lagrimas de rabia; jotas, amenazas, juramentos, y, quien lo creyera! Hasta el humilde y manso San Antonio tuvo su parte en las recriminaciones. Que le hubiera costado a él despertar a Pancho un momento antes?

Cuando ya pasó un poco el estupor causado por la desgracia, hubo un ir y venir de lámparas localizando huellas y sangrientas señales del nefando crimen, y todavía con toda la indignación hirviéndole en las venas a Pancho Pilarte, calladamente y con el seño fruncido, comenzó a formular los planes para la venganza que se imponía.

-“Hay que matara ese hijo de tal”, dijo a señora Paya, Ninguna propuesta fue jamás mejor acogida. Los chicos tenían los ojos llorosos, pero los puños los tenían apretados. Claro que había que matar al criminal, vengar al chanchito, hacer algo!

Solo Pancho no contestó una palabra. El estaba esperando el regreso de los perros, que de tres que eran solamente volvieran dos, uno de ellos con sangre en el hocico y una oreja lastimada. El tercero se quedó en el monte, en el lugar donde el tigre se había sentado en él.

Todavía no había acabado de amanecer cuando Pilarte ya iba sobre el río, canaleteando con furia, en busca de ayuda para expedición de venganza.

Regresó temprano, con sus amigos y vecino Polito y Chumaría y dos perros extra. El resto del día se lo pasaron en cálculos, suposiciones, planes y cuentos de cazadores. Se limpiaron las escopetas y se le pusieron baterías nuevas al flaj-lai. A los perros se les dio una alimentación razonable.

Todos estaban claros, por las marcas de las cebollas que dejó el tigre pintadas en el suelo, que era “animal grande”. Tal vez el mismo tigre que había estado terminando con la ternerada de San Pancho, tal vez la hembra.

Muy bien atendido los cazadores con generosas raciones de comida y frecuentes jícaras de pinol, correspondían a las bondades de la familia con promesas de una muerte segura para el odiado animal y así se acababa el día.

Como a las seis de la tarde la expedición punitiva cogió el monte, guiada por los perros de La Ñoca, los mismos que la noche anterior habían perseguido solos al felino traidor. Había huellas claras y rastros de sangre a cada paso. Cuánta sangre derramada, desperdiciada! Pancho Pilarte no podía menos que calcular in-mente la mucha moronga que hubiera rendido semejante cantidad de sirope.

Los cazadores se felicitaban de que el chancho hubiera sido tan gordo y que el tigre hubiera estado tan hambriento como su audacia lo indicaba, pues seguramente el hartazgo tuvo que ser tremendo, y un tigre “jipe” ni salta ni se defiende ni ataca como un tigre que lleva los ijares combados por la morigeración. –“A este jota hay que agarrarlo todavía erutando” decía Polito, y agregaba: -“Así lo cogemos con el costal lleno, y que sepa el hijo de tal que ese chanchito le costó el cuero”. Esto le hizo recordar a Pancho que él le había ofrecido el cuero a San Antoñito, si la aventura acababa bien, con lo cual, sobre asegurarse la protección del santo, se lograba que el cuero quedara en la finca.

A poco andar dieron con el perro muerto la noche anterior, cuyo cadáver, maltratado ya por los zopes y hormigas, los otros perros rodearon dejando ir junto a él, por breves minutos solamente, lastimeros aullidos. Los inteligentes animales sabían que la ocasión no era para duelos prolongados y que bastaba cumplir con una corta formalidad para llenar un deber de compañerismo. Polito, el más experto, como que ya tenía varios tigres a su crédito, examinó el cadáver del perro, y comprobó las lesiones que la garra del tigre le causó en el pescuezo cuando lo alcanzó y se lo hachó bajo las posaderas para sentarse en él y seguir enfrentándose a sus otros dos enemigos, y por los estragos causados en los huesos del muerto confirmó la tesis de que se trataba de “animal grande”.

El flaj-lai que había sido encendido por primera vez al encuentro del perro difunto echo su cono luminoso en derredor. Que de chispas y brasas reveló, al volver fosforescente los ojos de todos los bichos y alimañas del bosque, a quienes la oscuridad de la noche sepulta en un cuasi-caos.

Hasta las arañitas del suelo mostraban rubíes refulgente en vez de ojos; en los añosos troncos, nuevos seres se revelaban por el fulgor ígneo de sus pupilas; de par en par, otros ojos hechos bolitas de fuego cruzaban delante de la zona luminosa, o cuando el cono de profusa luz giraba en derredor, surgían de la oscuridad como por un conjunto, y volvía luego a la tiniebla conforme la cabeza del cazador, donde el foco estaba fijo, seguía girando. Las otras cosas que la luz alcanzaba no se destacaban mucho, más bien la intrusa incandescencia del cono parecía desfigurarlas proyectando sombras absurdas sobre el fondo verdinegro del boscaje, tan apto para absorber rayos luminosos que aun a corta distancia el cuadro apenas enseñaba un circulo penumbroso.

Los vengadores apagaron su lámpara y continuaron en busca el tigre. Los perros estaban claros en cuanto a que lo único que importaba era dar con el tigre. Hubo zorrillos y canchuchos a la vista más de una vez durante la parada, pero ellos no le prestaron, sino una atención muy secundaria; mas bien les ladraron incomodados y como despreciativos y al desencandilarse la alimaña y buscar el refugio de lo oscuro la dejaban ir sin seguirla, contra lo que hubiera sido en circunstancias menos solemnes.

Los dos perros de la primera experiencia eran evidentemente los guías, guías seguros de su misión, de olfato sabio, inteligentes y leales hasta la muerte. Iban y volvían en círculos, en incursiones a línea recta, por los lados o hacia adelante y sus manifestaciones al recobrar contacto con los hombres fueron siempre de certeza. Con emisiones guturales que tenía de paciencia y de queja, parecían decir: adelante! Por aquí!

No pasó mucho tiempo cuando los perros dieron especiales muestras de inquietud; sobre las patitas traseras se incorporaban tocando con las de adelante las caderas de los cazadores, cada uno con su amo. En un momento dado se desprendieron todos juntos del grupo en la misma dirección y simultáneamente comenzó una reacción de ladridos incesantes, agresivos.

Polito dijo –“ahora si!” Luego ni una palabra mas. Se juntaron los tres hombres hasta tocarse uno con otro. Un ruido de hojarasca y rama que cedían el paso a alguna masa grande se dejó oír. Los ladridos seguían y alguna vez se mezclaba con ellos el aullido de dolor de un perro. Los ladridos se alejaban –“sigámoslo”, murmuró Polito. Luego los ladridos se quedaron estacionarios.

-“El flaj”, suplicó Pancho con vos a penas perceptible. Y Polito replicó con el mismo tono: -“Aguantate! Mas cerca” Los tres hombres avanzaron cogidas unas con otras las frías manos, jadeando al mismo compás, brincándoles de emoción sus corazones. Polito, tras exclamar: -“Ya lo plantaron”, apretó el botón de su lámpara y allá saltó el cono luminoso, radiante, rasgando la tiniebla un ligero movimiento de cabeza y quedó enfocado en el centro del círculo un bello tigre, medio echado sobre las patas traseras rectas y abiertas las delanteras, erguida la gran cabeza, en alto la cola. Pero en cosa de segundo el animal brinco fuera de la zona de luz y se alejó a saltos que fueran envidia de un campeón olímpico. –“Es mañoso” -, dijo Chumaría, o más bien quiso decirlo porque a medio hablar se le ahogó la voz de tan reseca que tenía la garganta.

Pero también los perros saltaron, sin agruparse, cada uno buscando un flanco distinto de la fiera. –“Cuidado me enfocas un perro!” – advirtió Pancho. El ruido del tropel cesó pero no los ladridos. Polito dijo –“Ya está”, - y alzó hasta iluminar las primeras ramas de un genízaro, ahí estaba el tigre, en una actitud que no era la de un fugitivo, erguida la cabeza, sereno mas bien, como que no hubieran perros ladrando abajo, ni un foco deslumbrante lo estuviera encandilando. Sus ojos brillaban como dos ascuas al rojo de fragua.

Pancho Pilarte ya se había echado su lacuché a la cara y apuntaba –“esperate!” – le advirtió Polito, “estas respirando muy recio”. Y cogiéndole la escopeta, apuntó calmosamente, tan calmosamente como el tigre esperaba lo que iba a suceder. Un disparo tremendo sonó y el eco irreverente en oleadas de trueno se fue escandalizando todos los rincones del bosque. El tigre ladeó violentamente su testa y se desplomó sobre la izquierda y al dar en la tierra hizo el estruendo de una tonelada. Los perros volvieron con sus ladridos ululantes, intermitentes y los hombres permanecieron unos instantes inmóviles.

Chumaría fue el primero en hablar: -“crees vos…?” Polito contestó: -“ya está quieto”, y avanzó hacia la masa inerte de lustrosa piel manchada de negro y crema y manchada de rojo por la sangre que él manaba de un agujero feo sobre la paletilla.

Estaba muerto, totalmente muerto, el tigre. Polito le puso un pie sobre la cabeza y se la sacudió varias veces.
Pancho pilarte le puso el pie sobre la barriga y se lo hundió cuanto pudo. –“aquí lo anda”- dijo.
-“¿Qué cosa preguntó Chumaría?”

-¿Mi chancho, hermano! El chanchito de San Antonio, y sonrió satisfecho como un gladiador victorioso.

El vientecito

Mercedes Gordillo

Durante las noches, acostada en mi cama, no podía dormir, tenía mucho miedo a la oscuridad. Si tenía sed prefería aguantarme. Si quería ir al baño mejor no iba. Si veía pasar una sombra, llamaba asustada a mi mamá, ella me decía suavemente:

– Todos los niños tienen un angelito que los cuida.

– ¿Y cómo es?, le preguntaba yo

– Chiquito como vos, anda desnudito, parece acabado de nacer, está en todas partes y no se ve.

– ¿Y camina?, pregunté curiosa.

– No, me contestó, porque él puede volar con sus alas abiertas.

Y me dormí con un vientecito delicioso, mirando una pluma que entró por la ventana.

Compañero de cama

Adolfo Calero Orozco

Pedro Montes estaba de mandador en “El Dulce Nombre”, una hacienda situada cerca de Nandayosi, por la costa sur. Como en aquel tiempo los caminos eran más largos que ahora, él nunca hacía el viaje a Managua de un solo tirón, sino que salía de “El Dulce Nombre” con la fresca de la tarde, prefiriendo las noches de luna para sus viajes. A la caída de la media noche llegaba a “La Plancha”, una fincucha de café; allí echaba un buen “peloncito” y muy al alba se ponía otra vez en marcha, con la bestia descansada y él fresco, y lograban entrar a Managua entre nueve y diez. El regreso lo hacía Pedro en la misma forma, pues “La Plancha” estaba más o menos a la mitad del camino y era de Fulgencio Roque, un compañero antiguo, tismeño como él, que dormía en un tabanco libre de puertas y con acceso al corredor de la casita, hasta donde podía subirse sin molestar ni pedir permiso a nadie con sólo que los perros lo conocieran a uno.

Muchas veces hizo Pedro Montes el viaje aquel y generalmente Fulgencio lo sentía llegar y echaban su platicadita. A la partida, Pedro tenía siempre buen cuidado de hacerla muy calladita para no despertar al amigo.

La vez del cuento era en febrero. Ya habían “cortado”, pero todavía hacía un frío que parecían dos. Pedro llegó a “La Plancha” a la hora de costumbre; la luna ya se había puesto y estaba muy oscuro. Lo único de particular que había notado Pedro en el camino era que hubo muchas exhalaciones en el cielo después que se fue la luna y que cuando entró a la finca los perros no le ladraron ni se le acercaron, como otras veces, para olfatearlo primero y colearle después, sino que más bien dieron su aulladita, y eso sin acercársele mucho. El desensilló y a tientas, como que conocía muy bien la casa, dio con el poste picado en escalones que conducía al tabanco. Subió y llamó a media voz:

¡Fulgencio!... ¡Full!... ¿Estás sorneado?

Fulgencio no le contestó. Pedro pensó: “Andará mujereando esta carajo… o tal vez en Managua…”.

Pero mientras se acomodaba, tentando dio con Fulgencio, que estaba acostado, medio envuelto en su “tigra”…, y dio también con una botella y un vasito, que por cierto hasta por poco los bota. Pedro murmuró: “Ah…!”, comprendiendo lo que había pasado, y aún pensó en tomarse él mismo un traguito sueñero, pero estaba cansado y prefirió echarse a dormir. Se envolvió él también en su chamarra y se estiró tras una ligera persignada; más tarde el frío lo hizo arrimarse un poquito a Fulgencio, y luego se quedó profundamente dormido.

A los primeros cantos del gallo Pedro se levantó. Pensó otra vez en el trago, pero tampoco lo tomó. Bajó cuidándose de no hacer ruido, aguó al caballo, se enjuagó él, ensilló y se puso en marcha pensando en una taza de café negro caliente donde la Chila López, por donde siempre le tocaba pasar a eso de las seis de la mañana.

No habría andado ni media legua cuando se encontró con un montado y dos hombres a pie; en la semioscuridad del amanecer no los conoció; pero cuando el montado dijo: “Adiós, amigo”, Pedro reconoció la voz:

¡Fulgencio! ¡Bandido! ¿Dónde pasastes la noche? ¿Dónde la Chila o dónde la Gregoria?

¿Sos vos? Idiay…!No te conocía!

-Yo, ¿y quién va a ser? Bueno, pero ¿de dónde te la traés? En mis cuentas yo acababa de dejarte en el tabanco de “La Plancha”…

-De buscar a éstos. Anoche se me murió Luis Ortega…, no tenía ni con quién enterrarlo… Entonces mejor me vine hasta donde la Chila López a pasar la noche y ahora me traje a éstos para ir haciendo el hoyo. Más tarde van a venir otros muchachos. ¿Por qué no nos volvemos y te quedás para luego?

-¡Luis Ortega!... Y ¿qué le pasó?

-Una culebra cascabel … Pero a vos, ¿qué te pasa?

-¿Dónde dejaste al muerto? ¡Contéstame!

-Pues en el tabanco…

-¡Chocho! Allí dormí yo…!y creía que eras vos…!Hasta te hablé…!Hasta creí que estabas tragueado!

-¡Bárbaro! ¡Dormiste con un muerto!

Pedro Montes estaba temblando. Sudaba helado. Tuvo una basca seca y un calenturón que casi se muere.