13 de marzo de 2012

La pluma azul


Rubén Darío

No me siento fuerte de cabeza cuando estoy con mis hijitos. ¡Son tan monos, tan bellos, tan picaruelos y tan tiernecitos! Cuando los miro, cuando pienso en ellos, ¡Cuantas ideas fugaces, suposiciones locas, felices o adversos presentimientos pasan por mi alma! A través de unos ojitos húmedos y vivarachos que me ven de un modo inefable, observo que está a punto la aurora de la vida intelectual; una boquita sonrosada que sonríe, me ofrece un relámpago de dicha; una vocecita que, ora parece trino dulcísimo, ora sonido desapacible, o sollozo profundo, o alegre nota musical, ¡cuánto me hace sufrir, gozar o reí, loquear hasta aturdirme! ¡Lo que piensa uno de sus hijos! ¿Ser padre será una felicidad o una desgracia? Cuando me acuesto al lado del rapazuelo de Piquín, el mayor de los que me han quedado, y que ya tiene la avanzada edad de dos años y medio; cuando estoy con él entretenido en amena e instructiva conversación, cuando me saca el pañuelo del bolsillo y emprende fuga, y me obliga a que le persiga, y se ríe después en mis propias barbas con burlona risa, y me tira de las orejas, y me da un beso, y me estrecha la mano y se despide con la formalidad de un caballero; él, el mayor bribón de cuantos he conocido, el más perverso y adorable de los chiquirritines, francamente, me olvido de mi mismo, retrocedo a la infancia, soy su igual, el igual de ese señor Capitán Pulgar, que sale a la puerta a recibir mimos y carantoñas de las señoritas que pasan, y toma actitudes de hombre satisfechos, y la hecha de majo, con su pantalón, su chaqueta y su corbata nueva; y me dice: ¡Papá; vamos al teatro! ¡Yo, quiero ir al congreso! Cuando observo al otro rorro echado en su cuna, gorjeando como un pajarito enjaulado, y me acerco a él y me tiende sus manecitas como dos botoncitos de azucena, ¡ah!, soy él más dichoso de los mortales!

¡Ah!, pero cuando al registrar mi cofre veo una pluma azul… ¡Cuando se nubla la frente con el recuerdo de que tuve un angelito que voló al cielo, y me dejó esa inapreciable reliquia, ese indicio de su tránsito fugaz por este mundo; cuando pienso en que le vi ponerse lívido y retorcerse en crueles contorsiones y quedar inmóvil, frío y mudo..., ¡ah! esto es horrible, entonces, realmente, soy muy desgraciado!

Una vez llegué más tarde que de costumbre a mi casa, obligado por los trabajos extraordinarios de la oficina. Aunque era día de fiesta, y día de mi cumpleaños, yo no había reparado en ello, hasta que mi costilla me llamó la atención a ese respecto. Brava noticia, ¿con que hoy es día de mi santo? ¡Pues vaya si me he acordado de echar una cana al aire y la casa por la ventana! ¡Vaya si alguna alma cariñosa me ha sacado ahora del olvido, con un rico presente, de esos de chuparse los dedos!

Ya no digamos un presente –repuso mi buena compañera, que los tiempos no son para prendas, ni siquiera con una simple tarjeta de felicitación.

Y diciendo esto se le encendió el rostro en justa y santa indignación a la madre de mis hijos, quien continuó engolfándose en graves consideraciones sobre las desigualdades humanas. Decía nada menos que la sociedad es extremadamente injusta, y que efímeras posiciones sociales y vanas riquezas valían más en el concepto público que el modesto mérito y la virtud oscura que no se envuelven con las galas y atavíos de la opulencia.

Entremos en el salón de la señora Tal o del señor Cual que cumple tantos abriles, y allí veremos blanquear las numerosas esquelas sobre bandejas de plata bruñida; allí veremos brillar elegantísimos jarrones dignos del arte de palissy, y telas finísimas, dignas del arte de Jacquard, primorosas obritas de escultura, en las cuales el cincel ha dejado prodigiosas huellas, ramos de flores multiformes, macetas exquisitas, que alegran la estancia con sus olores y la embalsaman con sus aromas; todo aquello, en fin, con los numerosos amigos del festejado han querido agasajarle en aquel aniversario de su natalicio o día del santo de su nombre... Y lleguemos por la noche, cuando la radiante luz de las lámparas y de las palmatorias ilumine el agradable sitio en que danzan unas cuantas parejas llenas de voluptuosidad y de placer, al compás de la música que inunda el recinto de gratas armonías; y comparemos todo esto con un hogar humilde, silencioso y olvidado, en donde nada está indicando que la sociedad participa de nuestro regocijo, ni nada manifiesta que se cumplen respecto de nosotros aquellas reglas de fina cortesía que suelen prodigarse a los que, merced a su nacimiento, a su posición o a su buena fortuna, merecen de la sociedad más atenciones.

¿Pero piensas no terminar esas lamentaciones de Jeremías? Dudo de que sea muy discreto y razonable lo que llevas dicho y desearía.

¿Qué doblara esa hoja del libro?

Eso es, dejemos a un lado esos cuadros que nos finge nuestra propia vanidad: con fiestas o sin ellas, claro está que yo nací tal día como hoy para aumentar a los pocos años el número de los...

¿Por qué te casaste conmigo? 

No, no quiero decir eso; para aumentar el número de los padres de familia y de los ciudadanos pacíficos. Pero, ¿y Lulú? También se ha tardado ella de venir del Kindergarten. ¿Qué le sucederá?
No bien acababa de preguntar por mi angelito, cuando se me apareció por el espaldar de la silla, queriendo cubrirme los ojos con sus aterciopeladas manecitas, de modo que tuve que agacharme para que lograra su intento y me dijera:

¿Quién soy yo, papá?

¿Quién será de veras, esta señorita, quien será? ¡Ah, picarona, ya te descubrí! Ven acá, gatita, muchacha mala, terrible, espantosa Lulú. 

–Y mientras la ponía sobre mis rodillas y la colmaba de besos, ella me decía:

Te traigo una cosita, te traigo una cosita.

¿Una cosita? Veámosla.

Y corrió hacia el aposento, y a pocos minutos reapareció con un paquetico en la mano, que se empeñaba en ocultar, y mirándome al soslayo con una carita risueña y avergonzada, y caminando despacio, y con inimitable coquetería, me dijo:

Toma en el día de tu santo.

Y diciéndome esto y estrechándola yo entre mis brazos, quise comérmela, y estuve al punto de hacerle daño.

Abrí, y el obsequio era una pluma azul bordada sobre una tela de cañamazo. Y aquella pluma, que era la primera labor de sus manos, tenía encima prendido con hilo blanco, un papelito en el cual estaban pintadas unas patitas de mosca que decían: A papá –Su Lulú.

¿Qué mortal fue más dichoso que yo el día de su cumpleaños? Mas aquel angelito, que era la dicha de mi hogar, emprendió su vuelo, dejándome sólo esa pluma azul arrancada de las alas de su espíritu.

Y gracias a Dios que he salido ya de mi compromiso de escribir un artículo sobre una pluma azul, arrancando una sencilla página de álbum íntimo de un padre, que deseara tener el ingenio de Edmundo de Amicis o de Juan de Dios Peza, para contento y solaz de sus lectores.

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