Rubén Darío
PAPIRO
... Fijos los
ojos en un voluminoso rollo, abstraído por la lectura, a la sombra del árbol,
no se dio cuenta el dueño de la quinta –hasta que un ruido de voces se escuchó
muy cerca– de que llegaban sus convidados. Cuatro hermosos esclavos iban delanteros,
llevando la litera en que el noble Mecenas se dignaba acudir a la cita del
poeta. Atrás se escuchaban el venir de la alegre concurrencia; la risa de
Lidia, alegre y victoriosa, era un anuncio de júbilo en la fiesta. La voz de
Aristio Fusco, franca y cordial, vibraba al par de la de Elio Lamia, el gran
enamorado, famoso por sus escándalos. Y no eran superados sino por la de Albio
Tíbulo que, comentando un sucedido, pregonaba a plena garganta la veleidad de
la mujer romana.
Bajo una viña
se detuvieron todas las literas y, a una sola voz, todas las bocas saludaron al
dueño de la casa, que se dirigió sonriente, alzando los brazos, satisfecho,
complacido, aceptando el honor:
–¡Buen día,
Horacio!
Horacio repartía
sus saludos, y hacía señas a esclavos y servidores; sobre todo a su esclava
preferida, que, cerca de él, tenía ya lista un ánfora de Grecia, llena de vino,
y sonreía...
Cuando las
copas estuvieron llenas de exquisito vino de Sabina, el caballero Arecio, que
con Augusto el emperador privaba, como era notorio, dijo discretas razones en
honor del poeta, y celebró el sublime culto de las musas que dan la dicha del
alma la felicidad incomparable de los verdes laureles. Recordó también al César
que, protegiendo a los maestros líricos, cumplía un celeste designio, y se
hacía merecedor de los más encendidos himnos y más cordiales elogios. Todas las
voces, todas las manifestaciones de aplauso fueron para el favorito. Solamente
Ligurino, mancebo rubio que agitaba, como una soberbia melena, el oro de su
tesoro capilar, haciendo una mueca ligera alzó la copa y se mostró arrogante y
desdeñoso. Reíase no muy discretamente de las palabras pronunciadas por el
amigo imperial y, mirando de soslayo, satirizaba al anfitrión.
Quintilio
Varo, tímidamente, con los labios entreabiertos, habla de Solón y de
Arquesilao, diciendo que han sido buenos amadores del vino. Líber debe
ser el Dios preferido.
–¡Bebe!
–exclama Horacio–. Los que a Catón acusan, no tienen el justo conocimiento de
la vida.
Una carcajada
de cristal se escucha, y es Lidia que agita con la diestra un ramo de rosa y
muestra entre el rojo cerco de su risa la picara blancura de sus dientes.
–Amo el vino
–dice– lo propio que la boca de Telefo. Es gran placer mío la música de los
hexámetros de Flacco y me gozo en deshojar esta flor en nombre de Venus, mi
reina.
Ligurino,
semejante a un efebo, dice:
–Opino como
la hermosa –y su rostro se empurpura, sobre su cuerpo delicado y equívoco.
Mirtala tiene
clavados los ojos en Horacio. Mírlala, la altiva liberta, que, no lejos, está
meditabunda, apoyada la barba en la mano. Crispo Salustio se hace oír y clama
en alabanza de quien tan cordialmente hospeda.
–No hay aquí
–dice– las grandes riquezas de Creso, ni las copas de oro en que beben los
varones a quienes la suerte ha colocado sobre tronos y pingües preeminencias;
no apuramos cécubo principal, ni jugo de parras egregias; mas la casa del poeta
trasciende al dulce perfume de la amistad leal, protegida por el amable aliento
de las musas.
Todos los
circunstantes dirigen su mirada hacia el lírico que ha empezado a hablar
acompasando sus palabras en suaves movimientos de cabeza, que hacen temblar
sobre su frente la corona de mirto fresco que no ha poco tejiera el esclavo
favorito. Dice el poeta su amor tranquilo por la naturaleza; canta la leche
fresca, el vino nuevo, las flores de la primavera, las mejillas de las
muchachas y la ligera gracia de los tirsos. Recuerda fraternalmente a
Propercio y a Virgilio, saluda el nombre glorioso de Augusto y tiende su
diestra hacia su amigo Mecenas, que le escucha bondadoso y sonriente.
Parafrasea a Epicuro y enciende una hermosa antorcha de poesía en el alegre
templo de Anacreonte. Desgrana dáctilos como uvas; deshoja espondeos como
rosas; presenta al caballo Pegaso alado y piafante, mascando el suave freno
tiburtino. Elogia una ánfora del tiempo del cónsul Manlio, ánfora llena de
licor, ánfora que puedo describir, puesto que la estoy mirando: Alrededor de la
panza tiene figurada una viña copiosa; bajo la viña el gran Baco en su florida
juventud y rodeado de ménades y de tigres, cuyas fauces se humedecen con la
dulzura que les impone la majestad del numen; cerca está la figura de Sileno,
que ríe viendo danzar un coro de faunos, los cuales levantan sobre sus cabezas
sortijas de caireles y pámpanos recién cortados.
Cuando
Horacio, después de un largo rato de discurso, ha sido abrazado por Mecenas y
por Fusco, y halagado con sonrisas por el coro de sus lindas amigas, yo me he
retirado a la arboleda en donde el poeta hace siempre su paseo favorito.
Yo, Lucio
Galo, que sufro bajo el orgullo de los patricios, escribo esta página
confesando un mal hecho, que he llevado a término premeditadamente, pues lo he
pensado desde el día primero en que he puesto mis pies en el suelo de esta
villa. Amo a Filis la esclava de Jantias, el Foceo. He sufrido hondas amarguras,
ásperas tristezas. He bebido el vinagre de los celos, he visto los besos de
Jantias a Filis y me he mordido los puños abrumado en mi esclavitud y lleno de
desesperación, puesto que ella me ha dado su alma. Convencido de que Horacio
atiza la pasión del más odiado de los rivales, he ido, ahora mismo, a cortar
con un hacha el tronco del más pesado árbol de la arboleda, para que si la
suerte me ayuda, Horacio quede aplastado como un ratón bajo una piedra.
Yo, Lucio
Galo, un lustro después de haber escrito lo anterior, confieso que no me
arrepiento de lo intentado. Filis era indigna de mi cariño, es cierto. El
árbol no dio muerte al vate ilustre y él ha dejado al mundo los lindos versos
que empiezan así: lile et nefasto te posuit die...?
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