21 de mayo de 2012

Respecto a Horacio


Rubén Darío

PAPIRO

... Fijos los ojos en un voluminoso rollo, abstraído por la lectu­ra, a la sombra del árbol, no se dio cuenta el dueño de la quin­ta –hasta que un ruido de voces se escuchó muy cerca– de que llegaban sus convidados. Cuatro hermosos esclavos iban de­lanteros, llevando la litera en que el noble Mecenas se dignaba acudir a la cita del poeta. Atrás se escuchaban el venir de la alegre concurrencia; la risa de Lidia, alegre y victoriosa, era un anuncio de júbilo en la fiesta. La voz de Aristio Fusco, franca y cordial, vibraba al par de la de Elio Lamia, el gran enamo­rado, famoso por sus escándalos. Y no eran superados sino por la de Albio Tíbulo que, comentando un sucedido, pregonaba a plena garganta la veleidad de la mujer romana.

Bajo una viña se detuvieron todas las literas y, a una sola voz, todas las bocas saludaron al dueño de la casa, que se dirigió sonriente, alzando los brazos, satisfecho, complacido, aceptando el honor:

–¡Buen día, Horacio!

Horacio repartía sus saludos, y hacía señas a esclavos y ser­vidores; sobre todo a su esclava preferida, que, cerca de él, tenía ya lista un ánfora de Grecia, llena de vino, y sonreía...

Cuando las copas estuvieron llenas de exquisito vino de Sa­bina, el caballero Arecio, que con Augusto el emperador privaba, como era notorio, dijo discretas razones en honor del poeta, y celebró el sublime culto de las musas que dan la dicha del alma la felicidad incomparable de los verdes laureles. Recordó tam­bién al César que, protegiendo a los maestros líricos, cumplía un celeste designio, y se hacía merecedor de los más encendidos himnos y más cordiales elogios. Todas las voces, todas las ma­nifestaciones de aplauso fueron para el favorito. Solamente Ligurino, mancebo rubio que agitaba, como una soberbia melena, el oro de su tesoro capilar, haciendo una mueca ligera alzó la copa y se mostró arrogante y desdeñoso. Reíase no muy discretamente de las palabras pronunciadas por el amigo imperial y, mirando de soslayo, satirizaba al anfitrión.

Quintilio Varo, tímidamente, con los labios entreabiertos, ha­bla de Solón y de Arquesilao, diciendo que han sido buenos ama­dores del vino. Líber debe ser el Dios preferido.

–¡Bebe! –exclama Horacio–. Los que a Catón acusan, no tienen el justo conocimiento de la vida.

Una carcajada de cristal se escucha, y es Lidia que agita con la diestra un ramo de rosa y muestra entre el rojo cerco de su risa la picara blancura de sus dientes.

–Amo el vino –dice– lo propio que la boca de Telefo. Es gran placer mío la música de los hexámetros de Flacco y me gozo en deshojar esta flor en nombre de Venus, mi reina.

Ligurino, semejante a un efebo, dice:

–Opino como la hermosa –y su rostro se empurpura, sobre su cuerpo delicado y equívoco.
Mirtala tiene clavados los ojos en Horacio. Mírlala, la altiva liberta, que, no lejos, está meditabunda, apoyada la barba en la mano. Crispo Salustio se hace oír y clama en alabanza de quien tan cordialmente hospeda.

–No hay aquí –dice– las grandes riquezas de Creso, ni las copas de oro en que beben los varones a quienes la suerte ha co­locado sobre tronos y pingües preeminencias; no apuramos cécubo principal, ni jugo de parras egregias; mas la casa del poeta trasciende al dulce perfume de la amistad leal, protegida por el amable aliento de las musas.

Todos los circunstantes dirigen su mirada hacia el lírico que ha empezado a hablar acompasando sus palabras en suaves mo­vimientos de cabeza, que hacen temblar sobre su frente la corona de mirto fresco que no ha poco tejiera el esclavo favorito. Dice el poeta su amor tranquilo por la naturaleza; canta la leche fres­ca, el vino nuevo, las flores de la primavera, las mejillas de las muchachas y la ligera gracia de los tirsos. Recuerda fraternal­mente a Propercio y a Virgilio, saluda el nombre glorioso de Augusto y tiende su diestra hacia su amigo Mecenas, que le es­cucha bondadoso y sonriente. Parafrasea a Epicuro y enciende una hermosa antorcha de poesía en el alegre templo de Anacreonte. Desgrana dáctilos como uvas; deshoja espondeos como rosas; presenta al caballo Pegaso alado y piafante, mascando el suave freno tiburtino. Elogia una ánfora del tiempo del cónsul Manlio, ánfora llena de licor, ánfora que puedo describir, puesto que la estoy mirando: Alrededor de la panza tiene figurada una viña copiosa; bajo la viña el gran Baco en su florida juventud y rodeado de ménades y de tigres, cuyas fauces se humedecen con la dulzura que les impone la majestad del numen; cerca está la figura de Sileno, que ríe viendo danzar un coro de fau­nos, los cuales levantan sobre sus cabezas sortijas de caireles y pámpanos recién cortados.

Cuando Horacio, después de un largo rato de discurso, ha sido abrazado por Mecenas y por Fusco, y halagado con sonri­sas por el coro de sus lindas amigas, yo me he retirado a la ar­boleda en donde el poeta hace siempre su paseo favorito.

Yo, Lucio Galo, que sufro bajo el orgullo de los patricios, escribo esta página confesando un mal hecho, que he llevado a término premeditadamente, pues lo he pensado desde el día pri­mero en que he puesto mis pies en el suelo de esta villa. Amo a Filis la esclava de Jantias, el Foceo. He sufrido hondas amar­guras, ásperas tristezas. He bebido el vinagre de los celos, he visto los besos de Jantias a Filis y me he mordido los puños abru­mado en mi esclavitud y lleno de desesperación, puesto que ella me ha dado su alma. Convencido de que Horacio atiza la pasión del más odiado de los rivales, he ido, ahora mismo, a cortar con un hacha el tronco del más pesado árbol de la arboleda, para que si la suerte me ayuda, Horacio quede aplastado como un ratón bajo una piedra.

Yo, Lucio Galo, un lustro después de haber escrito lo ante­rior, confieso que no me arrepiento de lo intentado. Filis era in­digna de mi cariño, es cierto. El árbol no dio muerte al vate ilustre y él ha dejado al mundo los lindos versos que empiezan así: lile et nefasto te posuit die...?

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