17 de mayo de 2012

El mojón


Fernando Centeno Zapata

Cuando los hijos del viejo Florentín salían para la celebración del santo de la tía Manuela, el padre les llamó y les dijo: “No quiero que vengan trasnochados, pues tenemos qui hablar”.

Ellos partieron con aquel comején en la intención, pero puestos en el lugar, se olvidaron de lo que les había dicho el viejo, y, no fue si no bien entrada la madrugada que se fueron apareciendo.

El viejo Florentín todavía estaba despierto, y cuando ellos quisieron acurrucarse en el tapesco, él los llamó: “No es pá mi bien que les quería hablar, ustedes saben cómo van las cosas con el nuevo vecino y agora tendrán que escucharme, porque ya mañana puede ser demasiado tarde”.

Entonces les comenzó a explicar que esos sitios desde sus primeros abuelos habían sido comuneros, todos sabían lo que tenían y todos trabajaban su parcela y nunca había habido discusión. Cuando él creció aprendió q’ había que ir a ayudar al vecino para levantar las cosechas, o para botar el desmonte o para quemar los potreros; para la “fierra”, que se hacía en el mes de enero, era costumbre entre los comuneros hacer varios rodeos, el sitio se convertía en un incendio de entusiasmo: se botaban los coyoles con un mes de anticipación, se destazaba la res más chúcara, y las mujeres se encargaban de preparar las meriendas.

Los hijos del viejo Florentín, también habían crecido en el sitio y sabían que todo aquello que les estaba diciendo el padre era verdad, escuchaban con atención, y las palabras del anciano les golpeaban el pecho y se les metían muy adentro. El sitio era para ellos familiar, algo como pegado a su propio cuerpo, como si la tierra y el paisaje, y el llano y el río, estuvieran metidos en su propia sangre; ellos conocían todo aquello: sabían que cuando el Crucero estaba por el cerro de “La Campana”, eran las cuatro de la madrugada; que a las cinco de la tarde, los pájaros buscaban sus nidales; sabían por la dirección que tenía la entrada de los nidos de la Oropéndola, por qué lado entraría el invierno y si las lluvias iban a ser copiosas o se retirarían pronto; las milpas de primera, debían de sembrarse en mayo; el arroz en junio, antes de la entrada de la canícula y los frijoles en noviembre. Era la mejor cosecha. Los de primera eran “chiquiones”; sabían que se ahuyentaban los conejos del frijolar, colocando las tuzas del maíz alrededor del plantío, y para los zahinos tenían los mejores perros de la vecindad; sabían que después de un aguacero eran seguros los venados en los claros, y montar terneros en los llanos era el mejor deporte para ellos.
El “ñato Luis”, hijo del tío Luis, no tomó el consejo del abuelo y el ternero lo lanzó por los aires, quedó renco para toda la vida.

En todas estas cosas pensaban los hijos del viejo Florentín, cuando éste se metió al cuarto y volvió con unos papeles amarillos. Los títulos del sitio estaban ahí guardados en un largo tubo zinc; a la luz del candil los fue desenrollando y comenzó a descifrarlos: Eran títulos otorgados por el Rey de España y habían pertenecido a aquel Don Florentín de Vargas –de esto hacía más de un siglo.-

Durante todo este tiempo los amarillentos pergaminos habían permanecido guardados, pues no había una razón para tocarlos, y así hubieran estado quien sabe cuántas generaciones más, si el tío Luis no se hubiera muerto, y los hijos no hubieran salido sin amor a la tierra y no la hubieran vendido a aquel señor del interior, que desde que llegó quiso alambrar hasta donde su vista alcanzara, y los alambres se iban tendiendo por todo el sitio y nadie protestaba, y todos salían llorando y los que aún quedaban podían morirse de pena; pero cuando el alambre quiso pegarse muy cerca del rancho del viejo Florentín, éste dejó el butaco donde desgranaba sus mazorcas, porque ya no podía ni montar a caballo, ni agarrar su machete, ni lanzar cimarrones, ni domar un potro, y fue a pararse muy recto por donde la línea iba a pasar, y el alambre, ese día, llegó hasta allí, pero las cosas no terminaron en ese lugar.

 -II-

El mojón de “Las Pilas”, debe de estar en su mismo sitio, los mojones no cambian ni se destruyen –decía el viejo Florentín- levantando la vista de aquellos papeles amarillentos. Él creció viéndolo junto al cedro, a la orilla de la quebrada del guarumo, ellos también lo habían visto allí y allí tenían que estar, así lo decía el título y los títulos como los mojones no cambian nunca.

El día había amanecido tierno y se iba metiendo en el rancho, por la única puerta que tenía. El candil exhaló su último suspiro de luz, y los hijos del viejo Florentín se olvidaron del sueño que les siguió sus pasos y les venía poniendo vendas de cansancio en los ojos.

A ellos también la cosa no les gustó y estaban dispuestos a defender sus derechos. Si los hijos del tío Luis se habían dejado robar, y habían salido “desamorados” a lo que les quedó; si habían vendido todo, sin reserva, eso era cuenta de ellos, allá ellos...

Pero los Vargas defenderían la tierra trabajada por sus manos, porque allí, al morir su madre les dijo: “Aquí nacieron ustedes, aquí crecieron, aquí todos jugaron cuando eran niños; aquí aprendieron a trabajar al lado de su padre, y aquí si me muero, quiero me entierren y que estas tierras nunca pasen a manos extrañas”.

Y todos, padre e hijos, salieron montados, cuando el sol salía cauteloso tras las verdes milpas. Una lluvia cernida caía de aquel cielo opaco, y al oriente una densa neblina se habría paso por las débiles serranías.

Bajando y subiendo empinadas cuestas, bordeando peligrosas laderas, cruzando el verde llano donde tantas veces dio prueba el viejo Florentín de su potente brazo, llegaron al mojón de Las Pilas.

Si, en aquel lugar debía de estar: era una piedra larga, con una punta redonda y una señal bien puesta. Pero el mojón no estaba ahí, ni la piedra, ni el cedro, sólo el agua de la quebradita corría como una lágrima entre mugrientas piedras.

El viejo Florentín palideció, y todos los hijos también palidecieron.

Sin bosticar palabras, metidos en un silencio trágico, siguieron la ancha abra, camino de regreso.
Cuando llegaron, el alambre había cercado hasta el camino que se metía muy adentro del rancho, y ellos tuvieron que doblar las rodillas y arrastrarse como reptiles para entrar de nuevo.

La burla fue sangrienta.

Ellos eran seis, pero el señor del interior no salía si no era con un ejército.


Al ver todo aquello, dijo el viejo Florentín:

-Es mejor descansar, ya mañana será otro día.

-III-


¿Descansar? –No, él no descansaría, él sabía que no iba a descansar, que tampoco sus hijos descansarían. Él los conocía muy bien, además, él ya era un viejo inservible: en cambio sus hijos.

Quiso recostar su osamenta y sintió como que aquella armazón viniera sobre él, su cuerpo no estaba para el reposo y su mente seguía fija en el Mojón. Pensó que pudieran estar equivocados. –Hay tantos parajes tan parecidos.- Además él tenía ya muchos años de no frecuentar esos lugares. Lo mejor sería volver, y volver solo, sólo con su perro y su escopeta, y si encontraba el mojón la cosa iba a cambiar.

Y así pensando el viejo Florentín, montó como pudo en su bestia mular y regresó a reandar el camino, con su alma metida en un silencio sepulcral. Los hijos que le vieron alejarse pensaron: Así será mejor.

Sintió corto, muy corto aquel trayecto, a pesar de que avanzaba más despacio que de costumbre, sus ojos recorrían punto por punto aquellos lugares que le eran familiares.

En su juventud la que iba desenvolviendo su hobillo de recuerdos sobre aquel camino peligroso y amenazante.

Cuando los últimos rayos de sol cerníanse sobre el verde sitio dándole tintes pálidos a la sabana inmensa, llegó el viejo Florentín al mismo lugar donde hacía pocas horas había estado con sus hijos, husmeó como todo buen baqueano de todos aquellos alrededores y pensó que no se había equivocado, todo estaba igual a como hace diez años lo dejara, sólo faltaba el mojón y el corpulento cedro, -pero ahí muy cerca tenía que estar,- y buscó, buscó con esa desesperación del náufrago por ver una tabla de salvación, y el mojón estaba allí, escondido bajo unos matorrales, semidestruido, pero intacta las señas que grabara con fuerte pica, aquel don Florentín de Vargas. También estaba a ras del suelo, el tronco del corpulento cedro, todo era igual, nada había cambiado y su convicción se afirmó tan honda que sus últimas dudas se escaparon con los últimos celajes del crepúsculo.

-IV-


La noche entró pesadamente, como si un pintor extraño de un solo paletazo manchara la naturaleza de sombras tenebrosas.

Allá, a poca distancia, 50 varas a lo sumo, estaba la casa-hacienda del señor del interior; en el alto, abríanse dos ventanas por donde se escapaba la luz temblorosa y cobarde de una lámpara de gas, frente a la cual perfilábase la figura de un hombre.

-¡Era él!- el mismo que dejó la ciudad para lanzar por la fuerza y con dinero, a todos los comuneros del sitio, el mismo que había hecho levantarse al viejo Florentín de su butato e irse a parar muy firme frente a su rancho, el mismo que sin respetar el derecho de los demás había mandado a arrancar el mojón de las pilas; el mismo que arrancó la paz de su hogar y sembró la desesperación.

El viejo Florentín se fue acercando poco a poco: Ya estaba a cien varas de distancia. –Ya podía distinguir que leía, que era él; -pero no, no leía, pensaba seguir arrapando con sus alambradas hasta más no poder, pensaba quedarse solo, expulsarlos a todos, obligarlos a todos a salir, ser él el único dueño, reinar sólo él, como un gran señor de vidas y haciendas. Y entonces el viejo Florentín pensó en sus hijos, que eran hombres decididos y valientes, que nunca venderían ni por todo el oro del mundo, que querían aquella tierra que ellos la vivían trabajando y recordó también lo que su mujer les había dicho al entregar su alma al Creador, pensó entonces que él era un viejo que no servía para nada y que no quería morirse dejando a sus hijos en la calle, y recordó que él, en su tiempo, era el mejor tirador de los contornos.

-V-

Un seco disparo quebró en mil pedazos el silencio de la noche y tras aquel disparo el aullido del perro pareció alejarse buscando las estrellas.

El viejo Florentín regresó ya con la madrugada.

Se sintió cansado, y al ver que frente a su rancho ya no existían las alambradas, se le humedecieron los ojos. Sus hijos aún con las huellas del desvelo alistaban sus machetes para irse al trabajo, el arroz ya estaba de desyerbar.

Y el viejo Florentín tomó de nuevo su butaco y continuó desgranando sus mazorcas, porque ya no podía ni montar a caballo, ni agarrar un machete, ni lanzar cimarrones, ni jinetear un potro de primera albardeada.

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