7 de febrero de 2012

El humo de la pipa

Rubén Darío

Acabamos de comer.

Lejos del salón donde sonaban cuchicheos tugaces, palabras cristalinas –habría damas-, yo estaba en el gabinete de mi amigo Franklin, hombre joven que piensa mucho, y tiene los ojos soñadores y las palabras amables.

El champaña dorado me había puesto alegría n la lengua y luz en la cabeza. Reclinado en un sillón, pensaba n cosas lejanas y dulces que uno desea tocar. Era un desvanecimiento auroral, y yo era feliz, con mis ojos entrecerrados.

De pronto, colgada de la pared vi una de esas pipas delgadas, que gustan a ciertos aficionados, suficientemente larga, para sentarle bien a una cabeza de turco, y suficientemente corta para satisfacer a un estudiante alemán.

Gárgola mi amigo, la acerqué a mis labios.

¡En aquellos momentos me sentía un baja!

Arrojé al aire fresco la primera bocanada de humo.

¡Oh, mi Oriente deseado, por quien sufro la nostalgia de lo desconocido!

Pasó él a mi vista, entre aquella opacidad nebulosa que flotaba delante de mí como un velo sutil que envolviese un espíritu. Era una mujer muy blanca que sonreía con labios venusinos y sangrientos como una rosa roja. Eran unos tapices negros y amarillos, y una esclava circasiana que danzaba descalza, levantando los brazos con indolencia. Y érase un gran viejo hermoso como un Abrahán, con un traje rosa, opulento y crujidor, y un turbante blanco, y una barba espesa, más blanca todavía, que le descendía hasta cerca de la cintura.

El viejo pasó, el baile concluyó.

Solos la mujer de labios sangrientos y yo, ella me cantaba en su lengua arábiga unas como melopeas desfallecientes, y tejía cordones de crines de oro, echado cerca, miraba pensativo la lluvia del sol que caía en un patio enlosado de mármol donde había rosales y manzanos.

Y deshizo el viento la primera bocanada de humo desapareciendo en tal instante un negro gigantesco que me traía, cálida y olorosa, una taza de café.

Arrojé la segunda bocanada.

Frío. El Rhin, bajo un cielo opaco. Venían ecos de la selva, y con el ruido del agua formaban para mis oídos extrañas y misteriosas melodías que concluían casi al empezar, fragmentos de strausses locos, fugas wagnerianas, o tristes acordes del divino Chopin. Allá arriba apareció la luna, pálida y amortiguada. Se besaron en el aire dos suspiros del pino y de la palmera. Yo sentía mucho amor y andaba en busca de una ilusión que se me había perdido. De lo negro del bosque vinieron a mí unos enanos que tenían caperuzas encarnadas y en las cinturas pendientes unos cuernos de marfil. Tú que andas en busca de una ilusión –me dijeron–, ¿quieres verla por un momento?

Y los seguí a una gruta de donde emergía una luz alba y un olor de violeta. Y allí vi a mi ilusión. Era melancólica y rubia. Su larga cabellera, como un manto de reina.

Delgada y vestida de blanco, y esbelta y luminosa la deseada, tenía de la visión y del ensueño. Sonreía, y su sonrisa hacía pensar en puros y paradisíacos besos.

Tras ella, la mujer adorable, creí percibir dos alas como las de los arcángeles bíblicos.

La hablé y brotaron de mi lengua versos desconocidos y encantadores que salían solos y enamorados del alma.

Ella se adelantaba tendiéndome sus brazos.

–¡Oh –le dije–, por fin te he encontrado y ya nunca me dejarás!

Nuestros labios se iban a confundir, pero la bocana se extinguió perdiéndose ante mi vista la figura ideal y el tropel de enanos que soplaban sus cuernos en la fuga.

La tercera bocanada, plomiza y con amontonamiento de cúmulus, vino a quedar casi fija frente a mis ojos.

Era un lago lleno de islas bajo el cielo tropical. Sobre el agua azul había un lago lleno de islas bajo el cielo tropical. Sobre el agua azul había garzas blancas, y de las islas verdes se levantaba al fuego del sol como una tumultuosa y embriagante confusión de perfumes salvajes.

En una barca nueva iba yo bogando camino de una de las islas, y una mujer morena, cerca, muy cerca de mí. Y en sus ojos todas las promesas, y en sus labios todos los ardores, y en su boca todas las mieles. Su aroma, como de azucena viva; y ella cantaba como una niña alocada, al son del remo que partiendo las olas y chorreando espumas que plateaba el día. Arribamos a la isla, y los pájaros al vernos se pusieron a gritar a coro: «¡Qué felicidad! ¡Que felicidad!» Pasamos cerca de un arroyo y también exclamó con su voz argentina: «¡Qué felicidad!» yo cortaba flores rústicas a la mujer morena, y con el ardor de las caricias las flores se marchitaban presto, diciendo también ellas: «¡Qué felicidad!» y todo se disolvió con la tercera bocanada, como en un telón de silforama.

En la cuarta vi un gran laurel, todo reverdecido y frondoso, y en el laurel un arpa que sonaba sola. Sus notas pusieron estremecimiento en mi ser, porque con su voz armónica decía el arpa: 

«¡Gloria, gloria!»

Sobre el arpa había un clarín de bronce que sonaba con el estruendo de la voz de todos los hombres al unísono, y debajo del arpa tenía nido una paloma blanca. Alrededor del árbol y cerca de su pie, había un zarzal lleno de espinas agudísimas, y en las espinas sangre de los que se habían acercado al gran laurel. Vi a muchos que delante de mí luchaban destrozándose, y cuando alguno, tras tantas bregas y martirios, lograba acercarse y gozar de aquella sagrada sombra, sonaba el clarín a los cuatro vientos.

Y a la gigantesca clarinada, llegaban a revolar sobre la cumbre del laurel todas las águilas de los contornos.

Entonces quise llegar yo también. Lancéme a buscar el abrigo de aquellas ramas. Oía voces que me decían: «¡Ven!», mientras que iban quedando en las zarzas y abrojos mis carnes desgarradas. Desangrado, débil, abatido, pero siempre pensando en la esperanza, juntaba todos mis esfuerzos por desprenderme de aquellos horribles tormentos, cuando se deshizo la cuarta bocanada de humo.

Lancé la quinta. Era la primavera. Yo vagaba por una selva maravillosa, cuando de pronto vi que sobre el césped estaban bajo el ancho cielo azul todas las hadas reunidas en conciliábulo. Presidía la madrina Mab. ¡Qué de hermosuras! ¡Cuántas frentes coronadas por una estrella! ¡Y yo profanaba con mis miradas tan secretas y escondida reunión! Cuando me notaron, cada cual propuso un castigo. Una dijo: -Dejémosle ciego. Otra: –Tornémosle de piedra. –Que se convierta en árbol. –Conduzcámosle al reino de los monos. –Sea azotado doscientos años en un subterráneo por un esclavo negro. –Sufra la suerte del príncipe Camaralzamán. –Pongámosle prisionero en el fondo del mar...

Yo esperaba la tremenda hora del fallo decisivo. ¿Qué suerte me tocaría? Casi todas las hadas habían dado su opinión. Faltaban tan solamente el hada Fatalidad y la reina Mab.

¡Oh, la terrible hada Fatalidad! Es la más cruel de todas, porque entre tantas bellezas, ella es arrugada, gibosa, bizca, coja, espantosa.

Se adelantó riendo con risa horrible. Todos las hadas le temen un poco. Es formidable. –no –dijo, nada de lo que habéis dicho vale la pena. Esos sufrimientos son pocos, porque con todos ellos puede llegar a ser amado. ¿No sabéis la historia de la princesa que se prendó locamente de un pájaro, y la del príncipe que adoró una estatua de mármol y hielo? Sea condenado, pues, a no ser amado nunca, y a caminar en carrera rápida el camino del amor, sin detenerse jamás. El hada Fatalidad se impuso. Quedé condenado, y fuéronse todas agitando sus varitas argentinas. Mab se compadeció de mí. Para que sufras menos –me dijo- toma este amuleto en que está grabada por un genio la gran palabra.

Leí: Esperanza.

Entonces comenzó a cumplirse la sentencia. Un látigo de oro me hostigaba, y una voz me decía: 

¡Anda! Y sentía mucho amor, mucho amor, y no podía detenerme a calmar esa sed. Todo el bosque me hablaba. –Yo soy amada –me decía una palmera estremeciendo sus hojas. –Soy amada –me decía una tórtola en su nido. –Soy amado cantaba el ruiseñor. –Soy amado –rugía el tigre. Y todos los animales de la tierra y todos los peces del mar y todos los pájaros del aire repetían en coro a mis oídos: ¡Soy amado! Y la misma gran madre, la tierra fecunda y morena, me decía temblando bajo el beso del sol: -¡Yo soy amada! Corría, volaba, y siempre con la insaciable sed. Y sonaba hiriendo la áurea huasca y repetía: ¡Anda! La siniestra voz. Y pasé por las ciudades. Y oía ruido de besos y suspiros. Todos, desde los ancianos a los niños, exclamaban: 

¡Soy amado! Y las desposadas me mostraban desde lejos sus ramas de azahares.

Y yo gritaba: ¡Tengo sed! Y el mundo era sordo.

Tan sólo me reanimaba llevando a mis labios mi frío amuleto.

Y seguí, seguí...

La quinta bocanada se la había deshecho el viento.

Floto la sexta

Volví a sentir el látigo y la misma voz. ¡Anduve!

Lancé la séptima. Vi un hoyo negro cavado en la tierra, y dentro un ataúd.

Una risa perlada y lejana de mujer me hizo abrir los ojos.

La pipa se había apagado.

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