31 de enero de 2016

De los atributos de la nación

Sergio Ramírez Mercado

S. E. fue un día informado por sus agrimensores privados, tenedores de libros y procuradores de bienes raíces de que como resultado de repetidas transacciones de compraventa, vencimiento de hipotecas, desahucio de precaristas y remates forzados, así como denuncio de baldíos que en el transcurso de los tiempos habían recibido asiento en los folios registrales, era ya dueño legítimo en uso pacífico y propiedad ininterrumpida del territorio total del país que con tan sabia mano gobernaba y que aunque pequeño en dimensiones, sus ilusiones y sus esperanzas decían a S. E. que no hay patria pequeña si uno grande la sueña.

S. E. confió la regulación de aquel nuevo orden de cosas a la sabiduría de la Honorable Asamblea Nacional Constituyente de la República, entre cuyos miembros se contaban preclaros jurisconsultos y tribunos y este altísimo cuerpo debatió el asunto en dilatadas sesiones que por las galas oratorias en ellas derrochadas atrajeron la presencia de lo mejor de la ciudadanía que se congregaba día a día en las barras con ánimo de presenciarlas, sin faltar ramilletes de las más virtuosas damas y damitas de la sociedad capitalina.

La augusta representación supo con su prudencia responder a las aspiraciones de S. E. y dictó un decreto en el cual se disponía que al haberse extendido las propiedades consolidadas de  S.E. hasta las costas marítimas por una parte, y por la otra hasta guardarrayas con los países vecinos, sus linderos naturales serían en adelante los susodichos océanos y las fronteras acordadas por el utui possidetis juris de 1821, otorgándoseles a tales propiedades por gracia de aquel mismo decreto los atributos de soberanía descrito en los tratados internacionales, a saber, el espacio aéreo, el subsuelo y los mares territoriales, incluida la plataforma continental.


Si aquel territorio debería llamarse en adelante hacienda o nación, es cosa que el decreto no previo seguramente porque el nunca bien ponderado juicio de los legisladores patrios no quiso entrar a resolver este punto a todas luces menor, con el seguro objeto de que cualesquiera de los dos nombres pudiese ser usado indistintamente.
(Tropeles y tropelías)

De las delicias de la posteridad

Sergio Ramírez Mercado
a José Emilio Pacheco

El día en que por fin S. E. debió rendir tributo a la madre tierra, la nación agradecida decidió que no debía entregarse su cuerpo a la corrupción, y mandó que unos sabios cirujanos traídos del Gorcas Memorial Hospital de la Zona del Canal, lo embalsamaran de modo que sus carnes resistieran per sécula seculorum, como dijo el Ministro de Policía, Justicia y Gracia en su oración fúnebre.

Los funerales de Estado se cumplieron merecidamente, y el cuerpo de S. E., relleno de algodón en rama, fue paseado en andas descubiertas durante varios días, unas veces vestido con el uniforme militar de gala de comandante de todas las fuerzas de tierra, mar y aire; otras con toga romana y corona de lauros, en premio a sus virtudes republicanas; y finalmente con el traje de apache que gustaba lucir en las festividades del día de la raza, con el que fue enterrado.

A los muchos años, entre las ruinas de un terrible terremoto que había destruido la ciudad capital, los volatineros del Circo Atayde, uno de los tantos que para esos días acampaban entre los escombros a fin de divertir a la población damnificada, se encontraron en lo obscuro con la momia de S. E. vestido de apache, intacta como en el día de sus funerales, que había sido arrastrada desde su cripta rota, en las aguas de una corriente de lluvia.


La momia del apache, como empezó a llamársele, fue exhibida con éxito por todos los países de Centroamérica bajo carpa del Circo Atayde, anunciada como una de las principales fracciones, el cual la vendió luego al Ringler Brothers Circus, que no sólo la paseó triunfalmente por todo el medio oeste de los Estados Unidos: la exhibió además en la Feria Mundial de Chicago, como prueba de la antigüedad de la civilización apache extendida hasta tierras del trópico, y la llevó a  Inglaterra donde ocasionalmente la dio en préstamos a museos e instituciones antropológicas que se maravillaban de las técnicas de embalsamamiento usadas por los naturales de América, y sin deterioro sigue la momia su peregrinación, el rico penacho de plumas que le adorna la cabeza ya bastante apagado y así va dentro de la urna que cruje cada vez que la levantan al trasladarse de sitio la caravana, sobre el cristal las moscas muertas y la saliva seca de algún escupitajo, rodeada por niños y adultos que después se alejan a admirar los camellos y las jirafas.
(Tropeles y tropelías)

El pájaro de fuego

Rodrigo Peñalba Franco.

El pájaro de fuego se alimenta como Saturno: de sus crías. Es extraño. El viento mezcla las cenizas en el aire, y deja las plumas caer al suelo. Las plumas derramadas indican que las crías han partido del nido, consumidas. En el suelo éstas se mezclan con las hojas secas, acomodándose al viento y la gravedad para escoger el mejor lugar en que posarse. Las plumas pierden el color al ser separadas del cuerpo, tornándose negras, secas, cauces vacíos, fondo de piedras, terreno muerto.

El pájaro de fuego habita solitario, reuniéndose en ocasión única para la procreación de la especie. La especie no continúa en los huevos del nido, sino en la vida que conserven sus padres. Hembra y Macho se turnan en la conservación de la nueva generación, con sumo cuidado y atención a otros depredadores. Los polluelos nacen como llamarada que se genera espontáneamente. Rompen el cascarón dejando salir la luz que su naturaleza genera, alumbrando las copas de los árboles en que posan. Puntos luminosos esparcidos por el bosque, fauna de costumbres nocturna realizando constelaciones. Los padres toman a las aves y les cuidan, alimentan con ramitas secas y material de rápida combustión. Crecen y tornan fuertes sus alas, primero blancas, luego todos los tonos de azul. Con el desarrollo surgen las plumas naranjas, que es cuando las crías podrán partir, combustión y alimento paternal. No escapan, son inocentes, no tienen intención.

Fuego consumido por el fuego rejuvenece su fuerza. Fuego procrea fuego para alimentar su caudal y conservación, el ardor de la materia descomponiéndose al contacto con el oxígeno. La historia no es el relevo de los primeros por los últimos, sino del nacimiento de los últimos como mechas y antorchas de los primeros que, en su momento, serán de nuevo los últimos para dar lumbre a los primeros. El nacimiento de nuevas crías significa la llama de los viejos, los padres, los antecesores, renovada en su misma naturaleza. Padre que engendra al hijo para consumirlo y ser joven de nuevo. La historia que llamamos Historia no se escribe con la sombra de los padres cediendo ante las sombra de los hijos, sino de las cenizas abandonadas en el suelo del bosque, mezcladas con las hojas secas y cortezas desprendidas, los cauces carentes de función y el terreno seco llamado civilización. Son las cenizas la materia prima del producto llamado cultura, sublimación de los sentidos en símbolos, translaciones de los sentidos del trazo a la convención llamada sociedad.

El pájaro de fuego devora a sus crías. Y de nuevo es cría, esperando ser alimento del padre, que será cría, para ser alimento del anterior padre. Cada gestación es un retorno, negación del futuro, recreación del pasado. De las cenizas el pájaro de fuego cuenta su historia, pero le preocupan demasiado las cenizas, demasiado. En el suelo, la gente del bosque lee las constelaciones y escriben la Historia basados en las plumas grises. El terreno es oscuro, el sol es un rayo de luz que salta por el horizonte y se esconde. Siempre lejos, jamás llega ni se acerca. El pájaro de fuego amanece. Es cría de nuevo.

La gente del bosque busca las cenizas entre las hojas y los toma por frutos extraños, papel escrito en lengua que no comprenden pero interpretan, dogmas sentados en la repetición de los mismos. Las pruebas no son necesarias, la interpretación es. En las copas de los árboles los pájaros de fuego retoñan. Desde el suelo son puntos luminosos confundidos entre ramas y hojas, arrimados en combinaciones geométricas y figuras estelares. No hay estrellas, sino ilusiones, cartas astrales tomadas por ciencia, la formación de los clanes, la prohibición del incesto y el nacimiento de la familia. No es ley divina, es antropología, el dogma es costumbre, no certeza.

La fauna nocturna vuela a ciegas u observa agazapada en matorrales con grandes ojos brillantes, espejos de plata, luciérnagas confundidas por miradas. La gente les teme y esconde a sus niños. En ocasiones se comen a los niños, y los huesos son usados en altares. Las luciérnagas que esconden las miradas no hacen caso de los sacrificios, ni las cenizas traen respuestas. La gente siente miedo, y los árboles son tabú, no pueden subir por ellos, acercarse a las copas. No conocen nada sobre el cielo, del mundo sobre de sus cabezas, escondido entre las ramas. La historia es escrita como los prólogos, al final de la historia pero se publica al principio de los libros, en las cenizas, y no debe ser interrumpida. Si el fuego migrara no habría constelaciones, ni dogmas, el abandono llamado existencia sin cartas que lo ayuden a ser navegable, apenas tolerable.

En el bosque siempre es de noche y la gente duerme, vive, en chozas. La fauna persiste, la carne es devorada, el cielo busca la carroña, el grande se come al chico, las luciérnagas intimidan y en las cenizas se encuentra lo que avanza borrándose a sí mismo, lo que promete adelantar y retrocede.


Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

El mercenario

Rodrigo Peñalba Franco
I
El bosque de metal o enredadera de concreto nace en los rieles de la estación de metro. Veinte millones de personas se ignoran entre sí y apenas se conocen, cada uno conectado a un SONY Walkman que lo acompaña. Los rascacielos tapizados de neón, colmenas antisísmicas de cristal, compiten unos contra otros. Al nivel del suelo ya no sale el sol, sino el neón.

Un jardín de piedras está siendo cultivado en la cima de una torre. El ritmo de las turbinas de los aviones acelerando y desacelerando en sus rutinas de despegue y aterrizaje sobre la bahía (el clima dispone una concha acústica de cielo nublado). Los granos de arenas alineados en flujos dibujan recuerdos de barrios de pescadores a las orillas del Sumida, cerca de la bahía, doscientos años atrás, en Edo. La vieja ciudad se fue haciendo pequeña, muy pequeña, incendiada en mil novecientos veinte tres, luego bombardeada, mil novecientos cuarenta y cinco. Hoy la antigua rivera es subsuelo, parqueo subterráneo. Son doscientos años de vida, y todavía no se acostumbra esta mano a la realidad. La vida es eterna, pues nunca se deja de vivir. Y por qué se vive eternamente, le sufrimos eternamente, pues jamás nos comprendemos. No se comprenden los recuerdos lavados por años, los actos que hicieron rodar las cabezas y quemar las villas, ni se entiende que la misma mano que blandió el metal apaciente a las piedras. En las aguas intentó lavar la mancha; ilusión. Las vidas de tantos, años acumulados de experiencias que no sucedieron, le fueron dadas a esta mano, para uso propio. Y no puede morir, jamás, mientras no viva tantos años como los que detuvo a otros de vivir. Engañado por su vanidad se ofreció como mercenario en las batallas de la restauración, cavando con su propia paga el castigo que carga. Ya son dos centurias, y no se acostumbra. Los días no significan nada, son gotas en el tiempo que le queda por delante. Los años no le son referencia. Los años no le dicen, excepto, el año que mató a su padre. Todo lo demás es sucesión de sombras en el recuerdo. En ocasiones estas sombras regresan y caminan sobre la arena. Las huellas delatan el acto. Cuando duerme su cabeza sueña, recuerda, con las vidas de los muertos. Recuerda otras infancias y otras tragedias. Conoce los fantasmas que le habitan. Sabe que no es inmortal, que ha de morir, y que morirá en el anochecer del primer día de su año mil doscientos cuarenta y cuatro, a la misma hora en que su mano penetró carne con muerte por primera vez.

En él habitan las memorias de un comerciante portugués, de cuando éste jugaba en Lisboa y perseguía a su primera novia por el puerto saltando de muelle en muelle y de las cantinas contiguas a la aduana; de las noches que pasó en Bahía, Brasil, y los negocios con la venta de esclavos. Revive la llegada al país y del día que el portugués le conoció en su oficina en el puerto, frente a la bahía de Edo. Partía ese día el portugués hacia Macao, y cuando abandonaba el lugar un sonido seco entró en su cuello haciendo girar la cabeza por el suelo. Tiene la memoria de una mujer que vio el asesinato del lusitano, de cuando ésta fue madre por primera vez, y con el recuerdo también heredó el cariño por el infante que fue dejado huérfano. De los ojos de ella guarda la imagen de su hijo llamándole con insistencia para despertarle en vano. El comerciante portugués traía armas para un señor feudal, asunto que no les pareció a otros terratenientes de la zona. De la mujer se sabe que era sirviente del lusitano y testigo del asesinato, muriendo al día siguiente.

Tiene la memoria de un ronin, hombre sin amo pero gobernado por el código de moral. Los recuerdos de los días de juventud, cuando fue entrenado por un viejo maestro en las montañas, de la noche que le asistió en el suicidio ritual, del respeto que le tenía. De cuando ya no fue necesaria más para servir y fue dejado sin amo, y de la vergüenza de rodar por el mundo sin un hombre a quien servir, de la fatiga, y de la noche que le encontró y escuchó el mismo sonido seco entrando en su humanidad. No dio batalla suficiente el abandonado, ahora el abatido. El enfrentamiento sucedió un bosque de cerezos en flor, el silencio, y la mancha de sangre en el suelo reflejando nada. Por ésta víctima pagó un rival de su antiguo amo, quien deseaba saldar cuentas.

Presente está en sus sueños el miedo y angustia que inspiraba en sus víctimas, pues en ocasiones puede verse a sí mismo actuar como máquina de muerte que rompe en los sueños de otros mientras duermen y reciben un solo corte que finiquita la cuestión. Se da cuenta de las personas que no entienden que han muerto, sino minutos después que lo han hecho, de la sensación de miedo y frío que les roba el cuerpo y separa el alma. Estos que le recuerdan así, eran inocentes que estaban en lugar errado en hora fatal. Kenichi Gaki el mercenario entraba a robar casas o realizar trabajos personales, persiguiendo sin clemencia a la víctima, muchas veces muriendo esta ahogada en su propio pánico antes que en la espada. En estos casos robaba para su propia sobrevivencia, no por encargo.

En los recuerdos de su padre se encuentra a sí mismo como ser extraño. Su padre murió por la espalda, así que no tiene la imagen de sí mismo asestando. Mientras cenaba tomaba un vaso en su mano. Lo llevaba hacia su boca cuando el metal llegó y heló la carne. El brazo rígido se agitó dejando caer el vaso y se apoyó con la palma sobre el suelo, sudando al ánima que parte y abandona al cuerpo como lastre, saco de carne sin brillo en la mirada. El punto de apoyo cedió y la masa orgánica no se movió más. Por la sangre de su padre aceptó el pago de parte de un antiguo amigo del mismo, motivado por un amor no correspondido en juventud, el señor Oni.

El padre de Kenichi fue la primera de las almas tomadas. El señor Oni, en su juventud, se interesó en el padre de Kenichi, pero éste no le correspondía, por lo que le aplicó un encanto invocador de los asuras del naraka, el averno, espíritus de malicia. Varias tardes compartieron juntos en los baños termales en donde el padre de Kenichi llegaba a descansar. El encanto sobre el padre de Kenichi le provocaba entrega inmediata a los calores del bello joven Oni, pero éste encontró un día la verdad sobre Oni por lo que le recibió por última vez en las aguas termales, ya libre del encanto, y le arrancó los labios con los dientes, deformándole el rostro al bello Oni. El señor Oni cubre ahora su rostro con un velo que oculta la mandíbula amputada de labios, dientes expuestos que dibujan el hueco que tiene como boca. Su conciencia hecha rostro.

El señor Oni no olvida. Años después, cuando conoció a Kenichi, aplicó otra magia sobre el mismo para que se deshiciera de su padre. Con una espada dada por Oni, Kenichi fue convencido por encanto de liquidar a su padre, creyendo que éste le quería matar antes. Cuando le atacó por la espalda en la noche, despertó del domino y se dio cuenta del error, por lo que regresó al señor Oni y tomó su vida por igual, pero Oni dejó en su lugar el conjuro que le condenaría a Kenichi a vivir tantos años y recuerdos en igual suma a los que tome de sus víctimas. Los sueños que se tornan pesadilla en la mente de Kenichi son especialmente los que toma de la memoria del señor Oni, de las múltiples maldiciones que ha ejecutado, de las almas que ha envenado, de los sonidos del agua en las fuentes cuando estaba con su padre perdidos en ardores de carne, leche y agua termal sobre la piel de Oni.

De ahí en adelante abandonó su camino y siguió en la vida por tierra hostil y seca, aceptando cuanta moneda hubiera por la vida de cualquiera. Era el modo de vida propio del tiempo, pues quien no mata muere, pero quien mata muere por dentro. Kenichi muere cada día, agonía prolongada, el inmortal apelando un fin que huye cada vez que desenvaina.

El último de quien sacó los años y memoria fue un soldado de ocupación nacido en New York, llegado con la dimisión del emperador. Con sus años de vida tomó los recuerdos de la bahía de Manhattan, del ferry a la sombra de Liberty Statue, de las noticias expuestas una vez por semana en el cinema a donde iba acompañado por sus padres, del miedo que tenía de entrar sólo en los barrios de afroamericanos, de los anhelos y fiesta de despedida cuando fue enviado al frente en Oceanía, de la primera vez que hirió con arma de fuego, del honor de liberar al mundo civilizado de las infames fuerzas del mal que formaban la triple alianza, y de la angustia de dos brazos cerrándose como candado en su cuello asfixiándole hasta la extinción. Kenichi tomó esta vida por instinto, reacción natural de encontrar a alguien sólo en un callejón de lo que antes fue Edo, escenario recurrente.

II
En el jardín las pisadas dibujan fonemas sobre la arena. Entre las reminiscencias propias como los de los espectros que le habitan Kenichi Gaki el mercenario divaga por odios y ternuras ajenas, confundido en los caminos de muchas infancias que le forman ahora. Todas las vidas que resume en su existencia fueron tomadas por sed, pero el dinero no compensa la pena de continuar su vida. Morir le parecería una bendición, pero la muerte no le es extraña, la tiene tan presente en su perpetuación que no sabe si ya está muerto y que sólo continúa un estado de suspensión, el trámite de purgar su existencia de faltas. No sabe si desear la muerte es correcto, pues puede ser que ya lo esté y que lo ignore. No le toca juzgar tal asunto.

Es 1986. Los sueldos por sus trabajos le han convertido en un jubilado que vive de los intereses. La vida social de la época es armoniosa, similar a la de un hormiguero. En su jardín sobre la cima de un rascacielos se añeja cumpliendo la pena, escuchando a los pasados, limpiando las huellas en la arena, alejado de las preocupaciones del mundo, de la confusión de urbanismo que se desarrolla por perfección de la técnica. Gaki Kenichi se convirtió en Gaki Sennin, mitad ánima del infierno, mitad gran hombre de la montaña de concreto. Ahora es un hombre paciente, y debe serlo para poder escuchar a todos los pasados que viven en él. Pasados que rondarán hasta la noche del primer día del año mil doscientos cuarenta y cuatro. Es Sennin, pero no descansa. No puede.

En ocasiones escucha a su padre. No le es fácil recibirlo. Se maldice por las maldiciones, y maldice a su padre. Desearía enterrar su espada como pala por en medio del pecho de esa ánima, extraer el corazón y triturarlo hasta dejarlo como carne molida, alimento de cerdos. Pero no puede. Y sin embargo, recibe a su padre, mil doscientos cuarenta y cuatro años lo hará.

III
De día extraña al bosque. De niño corría río arriba hasta las colinas a cazar cigarras y luciérnagas. Él sabía encontrar sus nidos por la tarde, logrando quedarse con ellas hasta la noche, cuando regresaban a sus casas y las soltaban dentro de un cuarto, quizás sesenta, otras veces cien, otras veces más, pero nunca trescientas cigarras y luciérnagas.

En ocasiones no volvía a la casa, dormía en el bosque, en una pequeña gruta, tras un campo de castañas. Se quedaba viendo una fuente termal fluir por horas, bajo la luz de la luna. Con un palito jugaba haciendo figuras, borrándolas luego con un pie. Tras él, un poco más adentro de la gruta, pasantes se escondían a esperar el día en refugio seguro. A él le ignoraban en su lugar, ido entre las líneas que dibujaba. Ke Ni Chi. Dibujaba su nombre, y lo borraba. Ke Ni Chi es borrado.

Una noche fue interrumpido en su trance. Un grito vino del fondo, dejando salir una figura negra que corría como sombra perseguida por el sol al atardecer, larga en sus pasos. Detrás salió tambaleante una figura desnuda de rostro herido. Le faltaban los labios, dientes blancos manchados en rojo reflejando la luna como las fauces de un león escupiendo magma. Era un color rojo tan fuerte que parecía brillar por sí mismo, como volcán ardiendo de noche.

Era él, viendo a Kenichi esconderse tras una roca. Kenichi se recogió lleno de espanto. Él partió, dejando que la cabeza del muchacho hiciera todo el trabajo por eliminar esta visión de su memoria; pero no pudo.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

El lagarto

Rodrigo Peñalba Franco.

En mi primer día de clases, encontré un lagarto acostado en la entrada de la universidad. Un gran lagarto verde, alto como portón, estaba recostado a sus anchas y su blanco abdomen brillaba al sol. Estaba dormido, o muerto, ya que no parecía respirar, pero apretaba fuertemente los ojos, como si no quisiera abrirlos. Muchos, simplemente lo bordearon, pero muchos más siguieron caminando hacia sus aulas, pasando sobre su tórax como si fuera una grada más, una grada de cuatro metros de alto.

Grande y verde, su piel parecía cientos de conchas de tortuga fundidas en una sola coraza o armadura, puesta sobre una pijama blanca que hacía las veces de piel en su abdomen, vientre y cuello.

Los días pasaban y el lagarto se mantenía estático, como estatua. Con ciertos colores del sol al amanecer, su coraza verde de caparazones tomaba colores en tonos bronce, y el efecto de ser artificial se completaba.

En Semana Santa, el lagarto intentó moverse por primera vez y asustó de nuevo a los estudiantes, quienes ya lo usaban como banca de enamorados para ver el atardecer. Se quitó de encima las hojas secas y descubrió los escondites de un montón de ciempiés, alacranes y hormigas. Más de algún evangélico o fanático religioso había usado al lagarto como tarima, usando la cola como escalera. Pero lo raro es que los guardias de la universidad no habían sacado del recinto a ningún predicador por invasión de la propiedad privada.

Al lagarto se subieron a predicar (aparte de los evangélicos) dirigentes estudiantiles, aspirantes electorales, vendedores de agua helada y algún que otro curioso. Su único movimiento fue estirar las extremidades y azotar un par de veces la cola.

Al regreso de Semana Santa pude notar cómo, por el peso del mismo lagarto, el suelo se había hundido, casi como una trinchera, solo que más ancha, como de tres o cuatro metros. Ya las parejas no se sentaban a ver el atardecer, sino que se escondían en la frontera misma, a la sombra del costado.
Las lluvias de mayo no llegaron hasta junio. A pesar de las lluvias el lagarto no se ahogó en su sueño, porque la poca agua acumulada se desahogaba por el lado de la cola, por donde era más bajo. Qué bueno que no se ahogó el lagarto. Pero aparecieron algas y le cubrieron entero, como si estuviera tapizado. Semejaba una colinita, toda llenita de helechos, musgos y hierbas. De cuando en cuando, se empozaba el agua tapando la cabeza, y se miraba vibrar el agua como si hubieran sardinitas chapoteando.

Llegó el tiempo de exámenes. También se anunció que venía una tormenta tropical. La trinchera del lagarto se había transformado ya en un cauce, y de vez en cuando alguien pasaba buscando alguna botella que vender o metal para fundir y sacar algunos córdobas. Desde residenciales vecinas y los mismos estudiantes de la Universidad, vaciaban sus restos mortales y materiales.

Cuando las primeras lluvias de la tormenta llegaron, me asomé por el cauce para ver cómo estaba el lagarto. El gato que merodeaba en la universidad estaba durmiendo en su cuello. El lagarto parecía respirar, lo cual comprobé al bajar al cauce que ya parecía quebrada, y oí bien de cerquita su respiración. Sonaba como impresora matricial.

La quebrada se inundó con la tormenta. Todo se veía cubierto de lodo y aguas residuales; pero estas aguas no fluyeron, sino que se acumularon y se formó una lagunita dentro de la Universidad. Nadie vio salir al lagarto de la laguna. Aparecieron tilapias, garzas y sapos, muchos sapos. La laguna creció, y con ella un bosque a su alrededor, todo al ritmo de la respiración matricial del lagarto, la cual se oía si uno metía la cabeza al agua. El bosque se volvió frondoso y de colores verdes fogosos y policromos, lleno de chocoyos, grillos y chicharras.

En el fondo de la laguna el lagarto nadaba con su armadura puesta como si fuera anguila, más bien como tiburón. Luego me enteré que el gato que dormía en su cuello ahora vivía dentro del mismo lagarto. Un ronroneo se oía mezclado con los sonidos matriciales del reptil.

El bosque empezó a cubrir toda la universidad, luego varios repartos y barrios. La gente se iba a otras casas de alquiler en Managua o de regreso a los departamentos, de donde eran originalmente. Las casas abandonadas fueron tragadas por el nuevo bosque matricial, y en las ruinas se escondían ahuizotes y demás familiares de los fuegos fatuos.

Una mañana se oía más fuerte la respiración matricial. Unas huellas sonaban en todo el bosque, y los caparazones de su armadura daban al sonido de fotocopiadora al rasparse entre sí. Era el lagarto que había salido de la laguna y se subió al volcán de Masaya. Ya era noviembre, la Universidad había cerrado el año lectivo hacía tres meses por falta de condiciones, ya sabes, por el lagarto. De nuevo estaba durmiendo, pero levemente, ya que me oyó cuando llegué.

Parecía llamarme, no con un gesto, sólo sabía que quería hablar conmigo. No oía más que el sonido matricial de siempre. Recostado sobre su costado, tenía los ojos bien abiertos y murmuraba palabras, de las que pude entenderle algunas nada más. El gato ya había salido del estómago del lagarto y ahora dormía en la punta de la Cruz de Bobadilla. Creo que me dijo más cosas, pero me pasé más tiempo pensando en el paisaje de un lagarto con armadura de conchas de tortuga fundidas a la orilla de un cráter humeante del Masaya. Los ojos del lagarto eran color café. Al gato no le importaban los pájaros que viven en el cráter.

Empezó a salir vapor de agua del volcán y todo se cubrió de niebla. El lagarto empezó a arrastrarse lentamente con su coraza hacia el cráter. No se tiró al cráter, simplemente se fue en la primera ruta que pasó. Qué frío está el viento. Sah a la Panamericana y me vine de vuelta a Managua en bus. El gato se quedó en la cruz.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

28 de enero de 2016

Los promesantes

Fernando Silva

Al llegar a un limpio del camino el viejo espantó la yegua. ¡Ei, uijuy! -le gritó agachándose sobre el lomo. El animal se le arrendó volándose para un lado y fue tan dura el sacudión, que por un tantito lo saca.
-Ai tiene pues, para que no vuelva andar de chusco -le gritó la mujer que venía detrás.
El viejo se rió echándose de espaldas sobre la albarda y espueliando otra vez la yegua salió en una barajustada hasta emparejarse con el otro compañero que iba adelante.
Una nube de polvo envolvió a los hombres.
El sol estaba bien caliente y el llano parecía de vidrio como reflejaba.
-Apuráte niñá -le gritó de largo el viejo sofrenando la yegua. Entonces la mujer aligeró su caballo.
Allí iban don Lupe García, el viejo Marco Gutiérrez con su mujer la Chabela Ruiz que vivían abajito de la Asunción y año con año no faltaban al Valle a pagar la promesa al Santo.
Serían ya pasadito de las doce cuando fueron entrando al camino plano.
En una vuelta el viejo paró la yegua y apeándose se puso a orinar tapado con la albarda.
-Un chistate te vas a sacar -le dijo la mujer.
-Si es que me venía reventando -le dijo el viejo
alzando la vista.
Al ratito, en cuanto terminó, se montó otra vuelta y entonces se apuraron para alcanzar al otro que
se había adelantado.
-Vamos a llegar tarde -le dijo el compañero cuando se le acercaron.
La Chabela alzó la cabeza buscando el sol.
Iban las tres al paso uno junto al otro y la Chabela que tenía que ir dando rienda para no atrasarse. Lupe García montaba un alazancito, el viejo Marco su yegua nueva y la Chabela un rocillo remolón. La fiesta del Valle era buena fiesta. Desde en la mañana el camino estaba alegre con la gente. Por ahí como cosa de las cuatro fueran llegando al Valle. Ya estaba aquello en lo fino y se oía la gritazón de los picados.
Ellos habían penetrado por un lado y ahora cogían derecho hasta la casa de madera donde vivía don Chico Narvaiz, muy amigo de ellos. Estuvieron un ratito parados antes de llegar a la casa para dejar pasar a otros promesantes que iban de viaje a la ermita cruzando la calle.
En cuanto m rimaron a la casa la salieron de adentro unos perros y detrás don Chico Narvaiz que venía regañando a los animales.
-Buenas tardes don Chico -lo saludó el viejo Marco.
-Mi amigo don Marco, mucho gusto de verlo por aquí -le contestó don Chico, levantando los brazos- pasen adelante -les dijo dirigiéndose a todos- pasen adelante.
-Estamos adelante -dijo el viejo sonriendo y comenzó a desmontarse.
-Buenas don Chico -lo saludó la Chabela que había arrimado el caballo a la orilla de la acera.
-Buenas, mi hiiita apéllese diay que ha de venir rendida -Y le detuvo la rienda. Entonces la Chabela se desmontó y el viejo se llevó la bestia a amarrarla a un poste que estaba para allasito. El otro viejo Lupe García en cuanto se desmontó se fue a darle la mano a don Chico Narvaiz.
-Cómo le ha ido don Chico?
-Pues por ai, compadre, regularcito -le contestó.
El viejo Marco estaba a un lado aflojándole la cincha a la yegua y en voz baja le dijo a la Chabela Vaya ayudar adentro.
-Jesús! don Marco, cómo va crer eso -le dijo don Chico Narvaiz, que lo había oído- Si no ve que ella viene a pasear? Vella qué cosas!
-¡Ja! ¡Ja! -se rió el viejo Marco satisfecho.
Desde afuera se divisaban las mujeres que estaban atareadas en la cocina en un solo trajín, echando tortillas, otras meneando cazuelas, otras atizando el fuego, moliendo, rayando queso, amarrando nacatamales, lavando platos, picando carne, enrollando rosquillas, tostando café todo aquello hasta que huelía.
-Esto va estar de lo bueno -dijo el compadre Lupe.
-Dios quiera mi amigo Dios quiera –repitió don Chico dándole al compadre unas palmaditas en el hombro. Y bueno -dijo enseguida- no se me queden ai parados, munós adentro a echarnos un trago que Uds están arrimando.
El compadre Lupe García y el viejo Marco se rieron y ya se fueron siguiendo al viejo don Chico que se metió tuntunequeando al aposento. Don Chico sacó la botella de un cofre, se la dio a tener al compadre y se fue a sacar agua al tinajón.
-Sírvase pues mi amigo -le dijo pasándole agua al compadre Lupe.
-Ah! Bueno -dijo el compadre Lupe, levantando la botella para empinársela. Tragó y luego se enjuagó. Después bebió el viejo Marco y enseguida la cogió don Chico.
-Salud, pues -les dijo
-Salud -le contestó el compadre.
-Que le aproveche -le agregó el viejo Marco.
Don Chico se hizo a un ladito para escupir.
-Para comenzar está bueno, verdad don Marco?
-Ah! Sí -afirmó el viejo cabeceando.
-Ah! pues, va el otro! -les dijo.
-Bah! pues! -dijeron.
Así que le dio viaje el compadre, lo siguió el viejo Marco y también don Chico Narvaiz y así estuvieron su rato hasta que bajaron la botella a menos de mitad.
-Tenemos que ir a la ermita antes que nos agarre la noche -les dijo el viejo Marco, recordándoles.
-Chabelá!! -gritó a la mujer que andaba allá adentro- munós -le dijo.
-Ai voy -le contestó la mujer.
La casa de don Chico Narvaiz ya estaba llenándose de gente que llegaba a verlo. El viejo se fue a acompañarlos hasta la puerta.
-Entonces ai venimos pues -dijo don Marco.
-Lo espero -les contestó don Chico- no se vayan a tardar.
-Como no –dijeron.
La ermita quedaba al final de la calle, allá se divisaba entre unos caimitales. Bastante gente iba y venía. Todos llevaban sus presentes al Santo. El Santo era el Señor de Esquipulas, chiquito y negrito como un panecillo, metido entre grandes copos de madroños. A la entrada están los Mayordomos vendiendo los milagros. Allí uno escogía si lo quería de plata, de plomo o fierro. Si era una manita, una canilla, un pie, un chanchito, una casita, una carreta, un niño.
Abajo en el suel todos iban a depositar su carga que regalaban al Santo. Allí había gallinas maneadas, pollos, chompipes, piñas, pipianes grandes, calabazas sazonas, puños de frijoles, medios de maíz, botellas de miel, parejas de palomas, guacales de huevos, etc.
-Está bueno esto compadré -le dijo el viejo Marco.
-Mejor que el otro año -aseguró el compadre. En la ermita se estuvieron su rato hasta que ya oscureció y rezaron sus oraciones y prendieron sus candelas. Entonces hicieron viaje de vuelta a la casa de don Chico. Cuando llegaron donde don Chico ya les tenía lista la mesa que la había jalado allí afuera y estaba guindando un candil de un clavo de la puerta. Don Chico los convidó a sentarse a la mesa y llamó adentro para que fueran poniendo la cena. De donde estaban sentados comiendo veían pasar a la gente que iba para el baile que había donde los Cantillanos.
No había luna y la gente iba con sus candiles. De largo se divisaba una gran claridad, y era la lámpara de gasolina que habían guindado de la ceja de la puerta de donde los Cantillanos.
-No quiere nada más? -le preguntó don Chico a don Marco.
Don Marco cabeceó porque en ese momentito tenía la boca llena.
Y usted? -le preguntó don Chico al compadre.
Ya estamos llenos -le contestó el compadre- muchas gracias.
Un chavalo se le acercó al viejo para avisarle que ya habían llegado los marimberos donde los Cantillanos. Entonces se levantaron de la mesa y se fueron alistar para ir a echar la paseadita. Ya cuando llegaron había bastante gente. En cuanto no más entraron los salió a topar el viejo Cantillano que se abrazó con don Chico y después les dio la mano a los otros. Al ratito les posaron una mesita a los recién llegados y unos taburetes. Los marimberos comenzaron a darle duro o los reglas y yo habían salido sus parejas.
Una muchacha trajo a la mesa una botella de guaro y otra de chibola que se la pasó o la Chabela. El baile ya estaba en lo fino y los hombres en cada recordada se metían su trago. Muchos estaban bailando pero había otros que estaban viendo no más, allí arrimados en la puerta. Al rato uno de esos que por cierto andaba una camisa rayadita, se vino para donde estaban los hombres y le pidió una pieza a la Chabela. La mujer no lo quiso despreciar. Estuvieron bailando su rato y cuando terminó la música la Chabela se vino a sentar soplándose del calor que hacía.
Al ratito tocaron otra y el mismo hombre volvió a sacar a la Chabela. Ya casi todos estaban picados y comenzaron a gritar y bailar sueltos. El viejo Marco estaba matrero y no le quitaba el ojo a la Chabela. En una de esas, cuando estaban bailando, en uno vuelta del suelto, muy seguro que el hombre agarró a la mujer quien sabe cómo, la seña está que allí no más se vino ella. Detrás se dejó venir el de la camisa rayada y la quiso juerciar.
-Apartate diay! -le gritó el viejo, parándose.
-No te metás vos, viejo culeco -le dijo el hombre dándole un volón.
El viejo no esperó un tantito, sino que dejó irle un revés que ni cornada de novillo, que hizo al hombre caer patas arriba. La gente se arremolinó gritando y otros salieron en carrera. El hombrecito se paró a un lado y echando chispas por los ojos se le tiró encima al viejo de un brinco como gato, y en cuanto lo agarró le pegó los dientes en el pescuezo. El viejo Marco dio un berrido. El compadre Lupe se lo quiso quitar de encima dándole al otro en el sentido y la Chabela por detrás lo ajustaba en el lomo con una botella.
Otros que estaban a la orilla se metieron a desapartarlos cuando allí no más entró el Cabo Obando aventando a la gente de un lado a otro. El viejo le había echado zancadilla al hombre y ya lo estaba horcando. El Cabo Obando agarró al viejo de la nuca y le dejó ir un riatazo.
-¡Lo va a matar! -gritó la Chabela pegándosele de la mano al guardia. El Cabo le dio un codazo a la mujer que fue a parar a un lado.
De una oreja le chorreaba sangre al viejo Marco.
-Párese -le gritó el Cabo con el yatagán en la mano.
-Si aquí estoy -dijo el viejo Marco levantándose.
-¡Pasá! ¡Pasá! -le dijo dándole un rempujón.
-Y usted -le dijo al compadre Lupe.
-¡Y vos también! -le gritó a la Chabela con malacrianza jalándola del brazo que por nada la bota.
Los tres fueron saliendo seguidos del Cabo que los venía tratando. La noche estaba bien oscura. El guardia los llevó al cuartel que quedaba al dar la vuelta. Desde allá se oía la música y se veían los cohetes cuando se elevaban y los gritos de los muchachos que salían corriendo a recoger las varillas.

La culebra

Fernando Silva

-¡Mamá ¡Ah Ahaá
-¡Qués! ¿Ah? ¡Ai voy!
¡José José! -lo llamó sacudiéndole el brazo.
¿Estás soñando, hijó? ¡dabas gritos!
-¡Ah! No sé ¿Estaba gritando?
-Ha de ser que comistes y ai nomás te acostaste. Date vuelta al otro lado. El hombre se acomodó en su tabla. Se empujó con los talones y se estiró. La vieja volvió a su rincón, levantó el mosquitero y se metió. Afuera no se oía nada El viento hacía remolinos en el patio. La luna se divisaba pálida al otro lado de unos árboles secos. Pasó un rato. La vieja alzó la cabeza para ver al hombre, vio que se movió y entonces se quedó tranquila. Allá de repente se oía algún pocoyo que bajaba cerca y chillaba en el patio. La vieja se cobijó los pies y se sentó en la tijera.
-¡José! ¡José! -llamó otra vez al hombre- ¿Que te hiciste hijo?
-Aquí estoy -le contestó de afuera.
-Qué, te sentís mal?
-No. Es que salí a orinar.
-¡Ah, bueno ... !
El hambre estaba parada a la orilla del cerco. La vieja lo vio de espaldas, "Algo tiene éste" -pensó
El hombre volvió a entrar al rato. Se sentó en la tabla y se restregó los pies sacudiéndose el polvo, enseguida se echó boca arribo con los brazos debajo de la cabeza. Soplaba viento afuera. La vieja levantó el mosquitero y sacó la cabeza
-¡José! -le habló.
-Qués -respondió sin ganas el hombre.
-¿Qué tenés, Ah?
-Que voy a tener
-¿No sentís algo? Tal vez es calentura.
-No. No es nada -le dijo.
La vieja se levantó y se vino para afuera. Cogió un trapo que tenía guindado del clavo de la puerta, se lo puso encima y salió para la cocina. Escurcó en el cocinero y sopló varias veces. Algunas brasas se reavivaron. La mujer atizó el fuego con unas astillas, buscó un jarro y cogió agua de un tinajón que estaba al lado. Después volvió a soplar y entonces apareció una llama rojiza que hizo resplandor. El hombre también se había levantado y andaba sin camisa, dio una vuelta y después se acercó. La vieja se apartó y cogió un tarro que tenía en el banco y lo ladeó para ver adentro.
-¡Si ni hay café ! -le dijo.
-¡Ai déjelo -dijo el hambre. Se hizo a un lado y se sentó sobre un montón de leña.
-¿No querés que te haga un tibio, pues?
-Bueno -le contestó.
La vieja atizó el fuego con otras astillas y después se enderezó parándose enfrente del hombre.
-Te he visto medio tristón, hijó.
-No -cabeceó el hombre.
-¿Te venís a quedar ahora?
-No, mama me voy ir
-¡Otra vez pues!
La vieja se quedó pensando un momento.
-¿Que andás huyendo? ¡Decime Ah!
-¿Qué le voy a decir, mama ?
La vieja se dio vuelta y se agachó para ver el jarro
-¿Te persiguen?
-Sí -le contestó.
-¡Ay! -se quejó la vieja, enderezándose.
-¿Ve? Por eso no le digo nada
La vieja se voltió de frente.
-Ya ve pues, ahora empieza a llorar.
-No -le dijo la vieja secándose los ojos con el trapo.
Por la cabeza de la mujer pasó todo, como cuando pasa una ráfaga de viento y todo lo alborota. Se cae un traste al suelo y se derrama y al levantarlo todo se ha ensuciado. La vieja tartamudeó.
-¿Qué qué te ha pasado? ¡Decime!
¿Que no soy tu madre, pues?
-¡Ah si estoy fregado! -se lamentó el hombre.
La mujer se sentó a un lado con la cabeza inclinada como si se fuera a dormir o a morir. El hombre se levantó, se arrimó al pilar de la casa y levantando el brazo se agarró del poste.
-Tal vez ya me andan buscando -dijo y miró a lo largo del patio. Por allá se veía la luz de una casita de la orilla y un perro aulló por el arroyo.
-¿Alguien me vio venir? -le preguntó –Yo le mandé a decir que no le dijera a nadie que iba a venir ¿Que no le dio la razón el muchacho?
La mujer no le contestó. El hombre le puso la mano encima de la cabeza. La vieja sintió el calor y el peso de la mano, entonces levantó ella su mano y la pasó por encima de la mano del hijo.
-Si no es culpa mía -dijo el hombre- ¡Quien sabe! -y pensó. Si yo ya me iba a componer. Yo dije me voy ir onde mi mama y voy a trabajar otra vez ¿Me está oyendo, mamá?
-Sí -cabeceó la mujer.
-Pero allí nomás me viene entonces la vaina –le explicó.
Es como una culebra. ¡Sí, mama! ¡Como una culebra que me pasa por encima de los ojos. Como una tira que me tapa, una telaraña en la vista y entonces se me viene un salival a la boca y no se después. Figúrese que yo me había ido a Tisma –siguió hablando el hombre- a buscar trabajo onde un don Luis Mejía. Un amigo mío me dijo que pagaban bien. Allí empecé a ayudar en la composición de un Molino. Como a los días, un tal Manuel que era el soldador me llamó afuera, ¡yo ni sabía para qué! -Ve -me dijo- ¿Te querés meter con nosotros en un volado?- y en eso, yo vi en la cara del hombre la risita y la carita de la culebra. La vieja levantó la cabeza.
-¡Eso es el mal! –dijo.
-Bueno pues -siguió el hombre- entonces Manuel me dijo si no hay nada que hacer y me explicó que el día de pago nos volviéramos y nos lleváramos los reales que don Luis guarda adentro, que como los sábados él se picaba, ni cuenta se iba a dar y nosotros nos largábamos. Como yo era nuevo, ni conocía bien la casa, entonces me respondieron que yo solo iba a vigilar afuera. Yo les iba a decir que no, pera otra vuelta la culebra! Vi la culebra mama! y lucho a ver si les decía que no pero no quería que fueran a creer nada. La vieja suspiró, suspiró duro como si quisiera coger el aire que se le iba de ella misma y al coger aire, sentía que le hacía daño adentro como si tuviera el asma.
-y entonces -siguió el hombre hablando- nos fuimos ese sábado, yo estaba -y se interrumpió- Pero no se lo diga a nadie, mama -¡Acuérdese que Ud es mi mama! -y siguió- Hicimos así como le dije. Entramos de noche al cuarto que daba al otro lado de unos palos. El hombre, don Luis estaba levantado, lustrando unas botas estaba, sentado en un taburete allí a la orilla de la lámpara.
-¡Qués! Ay! -gritó don Luis cuando nos vio entrar a nosotros y asustado voló a un lado el zapato que tenía.
Ya no ví más mama. ¡Si yo me iba a quedar afuera pero la escopeta me la pasó Manuel a mí y yo le disparé al hombre en la cara cuando él se me voltió. Después -siguió contando el hombre con la voz que se le había puesto como hueca- yo solo veía ruedas y ruedas, como culebras que me andaban encima, como culebras! -repitió medio llorando, y se dio vuelta agarrado al poste y con la otra mano se sacudió las narices, sonando como hace un animal cuando resopla.
La noche estaba ya acabando y se veía apenas lo claro. Las casas más cercanas estaban repartidas en
todo el lugar. El arroyo seco lleno de basuras separaba la casa que quedaba como encaramada en unos matorrales El patio era pequeño y seguía un caminito hasta el arroyo y salía después a un camino más ancho hasta dar con la calle. Solo allí había un poste de luz. La demás estaba oscura. El fuego del cocinero ya se estaba apagando y el agua del jarro se consumió. Parecía que nada había pasado. La vieja sentada y el hombre parado a un lado. Entonces se oyó un ruido que venía del otro lado y por el poste de luz se vio aparecer un jeep con los focos encendidos.
-¡Esh! -gritó el hombre- ¡Son los guardias! -y salió corriendo para los matorrales.
La vieja alzó la cabeza para ver. Los faros del jeep alumbraban alto y vio venir unos guardias corriendo que bajaran el arroyo y otros hombres que salieron de la loma. Uno de los guardias que traía el rifle en la mano se le acercó.
-¿Onde está? -le preguntó
La vieja lo quedó viendo nada más. El guardia la apartó volándola a un lado y se metió al cuarto. Con la punta del rifle levantó el mosquitero.
-Allí no está -le dijo al otra guardia que lo esperaba afuera.
-Ha de haber cogido para atrás -le dijo el otro guardia. Entonces salieron los dos corriendo para el
lado de las matorrales.
-Aquí está la camisa -dijo uno de los hombres que se había quedada ahí, levantando la camisa del
suelo y volviendo a ver a la vieja.
-Por onde cogió? -le preguntó el hombre.
La vieja encogió los hombros y dejó caer los brazos sin fuerza buscando como mareada donde arrimarse cuando se oyó el tiro detrás de la casa y entonces los otros hombres se fueron corriendo para allá.


Publicado por cortesía de ESSO STANDARD OIL, S. A. LTD

27 de enero de 2016

Él

Rodrigo Peñalba Franco.
 
I like you. /1 like you. You are a wonderfulperson. I'm full of enthusiasm. I'm goingplaces. I'11 be happy to helpyou. /Iam an important person. Would you like to go come home with me?
(Mensaje oculto dentro del empaque comercial de Ok Computer, Radio head, 1997)
 
Dientes blancos y labios simétricos ligeramente más rosados que su tono de piel. Ojos de contacto, del color que combine con la corbata. Peinado ejecutivo, siempre exacto y fresco, línea de corte definida milimétricamente. Él, él tiene un contrato con tu nombre escrito al pie, sólo esperando tu rúbrica. Saco negro, cortado a la medida, con la banderita de la compañía en un broche pinchado en la solapa. Camisa color uniforme. Zapatos cerrados, mocasines planos y perfectos como ataúdes caros. Los pliegues de pantalón alineados paralelos a la vertical de su columna vertebral. En las manos los anillos de universidad y matrimonio. Reloj exacto y elegante. No necesita saber la hora, él comanda el tiempo. No necesita efectivo ni tarjetas de crédito. Los cheques llegan sellados y certificados. No conoce de letra manuscrita, sólo órdenes. Los recursos humanos son herramientas, y él el ingeniero. Su palabra es garantía comercial. Tu apellido no le importa. Él es perfecto y sin límites. Él no negocia. Aceptar o desaparecer es su praxis con terceros. Él quiere hablar hoy contigo. Él es sumamente importante. Él escoge el lugar de reunión, y como agradecimiento a su tiempo, has de pagar la cuenta, un detalle comparado a lo que él desea firmes. Él desea salvarte, tomar tu alma y llevarla a un mejor lugar. Los bienes materiales, efímeros, están dentro del documento. Lo que quieras, lo tendrás. Lo único que tienes que hacer es firmar. Si ya eres ateo, no has de tener problemas por darle valor legal a un título valor equivalente al monto económico que representa tu sustancia a esta persona. Si eres religioso, piensa que él viene a ser una especia de asesor de Dios, un encargado de aligerar la carga de tu vida para que llegues directo a la tierra prometida. No temas. Firma. La vida, la vida que es la vida, tan corta y lista para servir en única porción, no te dará más chances como éste. Él quiere hablar contigo. Él no tolera evasivas. Si fallas te buscará. Tu número de teléfono o tu cuenta bancaria. Lo que hacen tus amigos, los sellos de aduana en tu pasaporte, historia crediticia, bienes inmuebles. Él lo sabe todo. Sabe que estás leyendo sobre él, que buscas informarte, pero no le hallarás de ese modo. Recibirás una llamada. No lo pienses dos veces. ¿No te parece justo este trato? Contesta y acepta su llamado. Ven, firma con él. El futuro es incierto, y él trae luz, esperanza, certeza. Anda, firma, y sé feliz. (Si fallas te buscará.)
 
Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

En el retén

Rodrigo Peñalba Franco.
 
Medianoche. Ya vamos a cenar, pensó el guardia. Con la escopeta, de pie en medio de la carretera apuntó directamente al bus que de frente venía. Pasamontañas, camuflaje, cinto de balas, botas de asfalto, rostros de metal. Su compañero se adelantó a inspeccionar el vehículo. Otro encañonó al chofer desde la ventana.
 
“Saldremos bien de ésta, es la rutina”, pensó el chofer. Nublado, cuarto menguante. “Sus documentos”, pronunció la voz del guardia desde la ventana. Entre los pasajeros no había sorpresa, “controles de desgane” decían entre ellos. (El Señor llegará como ladrón, en medio de la noche y sin avisar). El ayudante abrió la puerta y salió a estirarse un poco, a pretender calma, quizás sueño, relajarse un poco. El segundo guardia venía rodeando el bus por la parte de atrás y al ver al ayudante fuera le ordenó abrir el compartimiento de las valijas. “¿Para que salió?, siempre le digo que no ande abriendo la puerta cuando nos paren en los retenes”, pensó el chofer. “Tome oficial, todos los documentos en orden” le dijo al primer guardia. “Casado y tres hijos”. Parecía persona segura. “Rápido, saque esos bultos”. El ayudante sacó tres valijas. Con el cuchillo que esconde en la bota abrió el último bulto de un tajo. El guardia iluminó con su foco: ropa, bolsas de granos, un álbum de fotos, nadie conocido o buscado en las mismas. “Está bien todo aquí” dijo el guardia. “Espera, entraré al bus” le dijo el otro. El chofer encendió las luces de adentro. Con el fusil por delante se fue abriendo paso el soldado despertando al que no le diera la cara o le escondiera la mirada. El ayudante dejó pasar al militar mientras de reojo contaba cuantos guardias había en la garita. “Dos afuera, dos con nosotros, uno delante del bus apuntando al conductor... ¿quién sabe cuántos más en el cuarto a oscuras?. Estos no tienen ojos, sino agujeros.” Sólo un poste de luz alumbraba un costado de la caseta militar. En lo que volteó hacía el interior del bus el militar que venía bajando apartó al ayudante con una descarga en el rostro del mismo (todos los pasajeros despiertan). Éste cayó con la mitad del cuerpo colgando de la escalinata de la puerta. El soldado lo terminó de botar fuera del vehículo con sus botas. “Todo en orden, pueden seguir”, gritó el otro oficial.
 
La cena está servida. El soldado que apuntaba al chofer se apartó y dejó continuar al expreso. El chofer no pidió explicaciones y uno de los pasajeros voluntariamente tomó las funciones del ayudante. Las valijas extraídas ya no eran de importancia. Los guardias de la garita se acercaron a los tres primeros, y destapándose las cabezas mostraron sus mandíbulas de metal y empezaron a desmembrar al cadáver con los mismos dientes.
 
Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006