Rodrigo Peñalba Franco.
En mi primer día de clases, encontré un lagarto
acostado en la entrada de la universidad. Un gran lagarto verde, alto como
portón, estaba recostado a sus anchas y su blanco abdomen brillaba al sol.
Estaba dormido, o muerto, ya que no parecía respirar, pero apretaba fuertemente
los ojos, como si no quisiera abrirlos. Muchos, simplemente lo bordearon, pero
muchos más siguieron caminando hacia sus aulas, pasando sobre su tórax como si
fuera una grada más, una grada de cuatro metros de alto.
Grande y verde, su piel parecía cientos de conchas
de tortuga fundidas en una sola coraza o armadura, puesta sobre una pijama
blanca que hacía las veces de piel en su abdomen, vientre y cuello.
Los días pasaban y el lagarto se mantenía estático,
como estatua. Con ciertos colores del sol al amanecer, su coraza verde de
caparazones tomaba colores en tonos bronce, y el efecto de ser artificial se
completaba.
En Semana Santa, el lagarto intentó moverse por
primera vez y asustó de nuevo a los estudiantes, quienes ya lo usaban como
banca de enamorados para ver el atardecer. Se quitó de encima las hojas secas y
descubrió los escondites de un montón de ciempiés, alacranes y hormigas. Más de
algún evangélico o fanático religioso había usado al lagarto como tarima,
usando la cola como escalera. Pero lo raro es que los guardias de la
universidad no habían sacado del recinto a ningún predicador por invasión de la
propiedad privada.
Al lagarto se subieron a predicar (aparte de los
evangélicos) dirigentes estudiantiles, aspirantes electorales, vendedores de
agua helada y algún que otro curioso. Su único movimiento fue estirar las
extremidades y azotar un par de veces la cola.
Al regreso de Semana Santa pude notar cómo, por el
peso del mismo lagarto, el suelo se había hundido, casi como una trinchera,
solo que más ancha, como de tres o cuatro metros. Ya las parejas no se sentaban
a ver el atardecer, sino que se escondían en la frontera misma, a la sombra del
costado.
Las lluvias de mayo no llegaron hasta junio. A
pesar de las lluvias el lagarto no se ahogó en su sueño, porque la poca agua
acumulada se desahogaba por el lado de la cola, por donde era más bajo. Qué
bueno que no se ahogó el lagarto. Pero aparecieron algas y le cubrieron entero,
como si estuviera tapizado. Semejaba una colinita, toda llenita de helechos,
musgos y hierbas. De cuando en cuando, se empozaba el agua tapando la cabeza, y
se miraba vibrar el agua como si hubieran sardinitas chapoteando.
Llegó el tiempo de exámenes. También se anunció que
venía una tormenta tropical. La trinchera del lagarto se había transformado ya
en un cauce, y de vez en cuando alguien pasaba buscando alguna botella que
vender o metal para fundir y sacar algunos córdobas. Desde residenciales
vecinas y los mismos estudiantes de la Universidad, vaciaban sus restos
mortales y materiales.
Cuando las primeras lluvias de la tormenta
llegaron, me asomé por el cauce para ver cómo estaba el lagarto. El gato que
merodeaba en la universidad estaba durmiendo en su cuello. El lagarto parecía
respirar, lo cual comprobé al bajar al cauce que ya parecía quebrada, y oí bien
de cerquita su respiración. Sonaba como impresora matricial.
La quebrada se inundó con la tormenta. Todo se veía
cubierto de lodo y aguas residuales; pero estas aguas no fluyeron, sino que se
acumularon y se formó una lagunita dentro de la Universidad. Nadie vio salir al
lagarto de la laguna. Aparecieron tilapias, garzas y sapos, muchos sapos. La
laguna creció, y con ella un bosque a su alrededor, todo al ritmo de la
respiración matricial del lagarto, la cual se oía si uno metía la cabeza al
agua. El bosque se volvió frondoso y de colores verdes fogosos y policromos,
lleno de chocoyos, grillos y chicharras.
En el fondo de la laguna el lagarto nadaba con su armadura
puesta como si fuera anguila, más bien como tiburón. Luego me enteré que el
gato que dormía en su cuello ahora vivía dentro del mismo lagarto. Un ronroneo
se oía mezclado con los sonidos matriciales del reptil.
El bosque empezó a cubrir toda la universidad,
luego varios repartos y barrios. La gente se iba a otras casas de alquiler en
Managua o de regreso a los departamentos, de donde eran originalmente. Las
casas abandonadas fueron tragadas por el nuevo bosque matricial, y en las
ruinas se escondían ahuizotes y demás familiares de los fuegos fatuos.
Una mañana se oía más fuerte la respiración
matricial. Unas huellas sonaban en todo el bosque, y los caparazones de su
armadura daban al sonido de fotocopiadora al rasparse entre sí. Era el lagarto
que había salido de la laguna y se subió al volcán de Masaya. Ya era noviembre,
la Universidad había cerrado el año lectivo hacía tres meses por falta de
condiciones, ya sabes, por el lagarto. De nuevo estaba durmiendo, pero
levemente, ya que me oyó cuando llegué.
Parecía llamarme, no con un gesto, sólo sabía que
quería hablar conmigo. No oía más que el sonido matricial de siempre. Recostado
sobre su costado, tenía los ojos bien abiertos y murmuraba palabras, de las que
pude entenderle algunas nada más. El gato ya había salido del estómago del
lagarto y ahora dormía en la punta de la Cruz de Bobadilla. Creo que me dijo
más cosas, pero me pasé más tiempo pensando en el paisaje de un lagarto con
armadura de conchas de tortuga fundidas a la orilla de un cráter humeante del
Masaya. Los ojos del lagarto eran color café. Al gato no le importaban los
pájaros que viven en el cráter.
Empezó a salir vapor de agua del volcán y todo se
cubrió de niebla. El lagarto empezó a arrastrarse lentamente con su coraza
hacia el cráter. No se tiró al cráter, simplemente se fue en la primera ruta
que pasó. Qué frío está el viento. Sah a la Panamericana y me vine de vuelta a
Managua en bus. El gato se quedó en la cruz.
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