31 de enero de 2016

El lagarto

Rodrigo Peñalba Franco.

En mi primer día de clases, encontré un lagarto acostado en la entrada de la universidad. Un gran lagarto verde, alto como portón, estaba recostado a sus anchas y su blanco abdomen brillaba al sol. Estaba dormido, o muerto, ya que no parecía respirar, pero apretaba fuertemente los ojos, como si no quisiera abrirlos. Muchos, simplemente lo bordearon, pero muchos más siguieron caminando hacia sus aulas, pasando sobre su tórax como si fuera una grada más, una grada de cuatro metros de alto.

Grande y verde, su piel parecía cientos de conchas de tortuga fundidas en una sola coraza o armadura, puesta sobre una pijama blanca que hacía las veces de piel en su abdomen, vientre y cuello.

Los días pasaban y el lagarto se mantenía estático, como estatua. Con ciertos colores del sol al amanecer, su coraza verde de caparazones tomaba colores en tonos bronce, y el efecto de ser artificial se completaba.

En Semana Santa, el lagarto intentó moverse por primera vez y asustó de nuevo a los estudiantes, quienes ya lo usaban como banca de enamorados para ver el atardecer. Se quitó de encima las hojas secas y descubrió los escondites de un montón de ciempiés, alacranes y hormigas. Más de algún evangélico o fanático religioso había usado al lagarto como tarima, usando la cola como escalera. Pero lo raro es que los guardias de la universidad no habían sacado del recinto a ningún predicador por invasión de la propiedad privada.

Al lagarto se subieron a predicar (aparte de los evangélicos) dirigentes estudiantiles, aspirantes electorales, vendedores de agua helada y algún que otro curioso. Su único movimiento fue estirar las extremidades y azotar un par de veces la cola.

Al regreso de Semana Santa pude notar cómo, por el peso del mismo lagarto, el suelo se había hundido, casi como una trinchera, solo que más ancha, como de tres o cuatro metros. Ya las parejas no se sentaban a ver el atardecer, sino que se escondían en la frontera misma, a la sombra del costado.
Las lluvias de mayo no llegaron hasta junio. A pesar de las lluvias el lagarto no se ahogó en su sueño, porque la poca agua acumulada se desahogaba por el lado de la cola, por donde era más bajo. Qué bueno que no se ahogó el lagarto. Pero aparecieron algas y le cubrieron entero, como si estuviera tapizado. Semejaba una colinita, toda llenita de helechos, musgos y hierbas. De cuando en cuando, se empozaba el agua tapando la cabeza, y se miraba vibrar el agua como si hubieran sardinitas chapoteando.

Llegó el tiempo de exámenes. También se anunció que venía una tormenta tropical. La trinchera del lagarto se había transformado ya en un cauce, y de vez en cuando alguien pasaba buscando alguna botella que vender o metal para fundir y sacar algunos córdobas. Desde residenciales vecinas y los mismos estudiantes de la Universidad, vaciaban sus restos mortales y materiales.

Cuando las primeras lluvias de la tormenta llegaron, me asomé por el cauce para ver cómo estaba el lagarto. El gato que merodeaba en la universidad estaba durmiendo en su cuello. El lagarto parecía respirar, lo cual comprobé al bajar al cauce que ya parecía quebrada, y oí bien de cerquita su respiración. Sonaba como impresora matricial.

La quebrada se inundó con la tormenta. Todo se veía cubierto de lodo y aguas residuales; pero estas aguas no fluyeron, sino que se acumularon y se formó una lagunita dentro de la Universidad. Nadie vio salir al lagarto de la laguna. Aparecieron tilapias, garzas y sapos, muchos sapos. La laguna creció, y con ella un bosque a su alrededor, todo al ritmo de la respiración matricial del lagarto, la cual se oía si uno metía la cabeza al agua. El bosque se volvió frondoso y de colores verdes fogosos y policromos, lleno de chocoyos, grillos y chicharras.

En el fondo de la laguna el lagarto nadaba con su armadura puesta como si fuera anguila, más bien como tiburón. Luego me enteré que el gato que dormía en su cuello ahora vivía dentro del mismo lagarto. Un ronroneo se oía mezclado con los sonidos matriciales del reptil.

El bosque empezó a cubrir toda la universidad, luego varios repartos y barrios. La gente se iba a otras casas de alquiler en Managua o de regreso a los departamentos, de donde eran originalmente. Las casas abandonadas fueron tragadas por el nuevo bosque matricial, y en las ruinas se escondían ahuizotes y demás familiares de los fuegos fatuos.

Una mañana se oía más fuerte la respiración matricial. Unas huellas sonaban en todo el bosque, y los caparazones de su armadura daban al sonido de fotocopiadora al rasparse entre sí. Era el lagarto que había salido de la laguna y se subió al volcán de Masaya. Ya era noviembre, la Universidad había cerrado el año lectivo hacía tres meses por falta de condiciones, ya sabes, por el lagarto. De nuevo estaba durmiendo, pero levemente, ya que me oyó cuando llegué.

Parecía llamarme, no con un gesto, sólo sabía que quería hablar conmigo. No oía más que el sonido matricial de siempre. Recostado sobre su costado, tenía los ojos bien abiertos y murmuraba palabras, de las que pude entenderle algunas nada más. El gato ya había salido del estómago del lagarto y ahora dormía en la punta de la Cruz de Bobadilla. Creo que me dijo más cosas, pero me pasé más tiempo pensando en el paisaje de un lagarto con armadura de conchas de tortuga fundidas a la orilla de un cráter humeante del Masaya. Los ojos del lagarto eran color café. Al gato no le importaban los pájaros que viven en el cráter.

Empezó a salir vapor de agua del volcán y todo se cubrió de niebla. El lagarto empezó a arrastrarse lentamente con su coraza hacia el cráter. No se tiró al cráter, simplemente se fue en la primera ruta que pasó. Qué frío está el viento. Sah a la Panamericana y me vine de vuelta a Managua en bus. El gato se quedó en la cruz.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

No hay comentarios:

Publicar un comentario