Julio Valle-Castillo
—Chico-Mico,
nariz y pico de perico real, ¿con quién te querés casar?
Moreno quemado, tenía la cabeza estirada como papaya y sus ojos hasta allá arriba, estrábicos, parecían tristes de tan apretados. Creció en las cocinas de los caserones como hijo de la cocinera de la ciudad que nunca dejó de ser la María. Ya adolescente aún usaba pantalones cortos y botitas viejas. La mayor parte del tiempo se la pasaba ido o riéndose solo, de anda y con nadie.
Sólo
era risa muda, mueca neutra; a veces se volaba horas enteras igual que un
chocoyo picoteando un banano o un mango, yendo y viniendo por la barra del
trapecio del minúsculo espacio de su jaula ahumada. Otras veces trataba de
capturar moscas, chayules o insectos invisibles que orbitaban por sus aires.
Vivía pegado de su madre, o en ese su ámbito doméstico de alacenas, calaches,
cacharros y tereques, gallineros, o zaguanes de leña seca y verde, y depósitos
de aquel aromático tabaco de primera en fardos. Pero en verdad, donde Chico se
encontraba era por las nubes. En los celajes de marzo se divisaba o confundía
con las chispas de las quemas de solares o con algún primer lucero límpido y
nocturno. Para las ventoleras de enero se empopaba la camisa, se inflaba como
un globo y cogía altura, se iba remontando, ascendiendo, subiendo en un
profundo vuelo fácil, hasta quedarse durante días y días.
Quién
sabe qué viento sopló duro, qué racha lo botó de esos cielos por donde andaba; quién
sabe qué nube no lo aguantó y se desfondó; quién sabe qué penachos, qué
nubarrones gordos se deshicieron en chaparrón porque una tarde de mayo o junio
apareció flotando sobre las aguas de la Laguna de Apoyo, riéndose aún con sus
mismos dientes pelados.
(Mayo
de 1983)
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