Rubén Darío
La otra
noche, cuando concluimos de comer –era en
una noble y amable morada–, las
damas se dirigieron al salón. En el comedor se encendieron los cigarros. Un
elocuente diputado parafraseaba una peregrina ocurrencia de Tolstoi; un poeta
silencioso meditaba, apretado en su ulster. La política atizó sus fuegos. En
tanto, yo entablé conversación con una rosa pálida que entre las flores de la
mesa mostraba sus hojas anémicas, brotadas en la aristocracia de las estufas.
–Rosa Argentina– le dije–, ¿acaso no están contenta con la llegada de la
primavera?
–Ah –exclamó–, no sabéis que apenas viviré algunas horas más una vida
que ha sido alentada con calores artificiales? ¡Oh erudición! –me interrumpió
la rosa conmovida.
Después, continuó con la melodía delicada de su voz floral–:
En verdad que, como dijo un rimador de Italia, la primavera es la juventud del
año...
–¡Oh, erudición! –interrumpí, en desquite–. Y la juventud es la
primavera de la vida. Es la fiesta del campo, la sinfonía primaveral celebra
las caricias de los pájaros; en los jardines hace la niña sus ramos, y su
rostro es la mejor rosa de los parterres floridos; el trino vuela alegre por el
aire azul, y Mab, muy de mañana, hace un paseo entre los claveles y las
azucenas diciendo con su lindo acento: ¡Buenos días, señoritas! ¡Muy buenos
días, caballeros! Ya veréis a las porteñas, cuando, dejando sus vestidos de
invierno, sus pieles y sus manguitos, vayan con sus trajes claros y alegres, a
hacer reinar sus ojos, en la dulce agonía de la tarde, al desfile lujoso de
Palermo. Los gorriones, parlanchines y petulantes, narran en los árboles, a voz
en cuello, mil historias famosas. Por las noches, en más de un palacio elegante
habrá luces, sonrisas y danzas.
La rosa hacía ondular su blanda vocecita, conociéndose innegablemente su
deseo de imitar a Sarah Bernhardt.
–Y bien –prorrumpí–, y tu diminuta alma aromal –puesto que yo sé como tú
la inmortalidad del alma de las flores–, ¿en dónde estará la primavera próxima?
–Dios nos deja la elección del paraíso. Yo he elegido el mío; unos
labios rojos que quizá hayas contemplado algunas vez con inefable deleite. ¡Oh
–concluyó–, felices las rosas humanas!
–Por qué?
–Porque pueden gozar un sol eterno: el amor. Para los corazones que
aman, la primavera dura todo el año!
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