Llegamos apenas un día después de la destrucción de Managua. No teníamos otro sitio a donde ir, más que a esa caseta del plantel de carreteras donde estaban mi tía y su marido. Él era el capataz y ella vendía comida a los trabajadores de la obra.
El sábado a media noche, el hombre llegó borracho. Gritó, golpeó a mi tía y rompió el biombo de mi abuela. La mampara de periódicos viejos era todo lo que recuperamos de la casa terremoteada. Mi abuela guardó silencio. Apagó el candil y regresó a la tijera conmigo. A los pocos minutos, el hombre resoplaba y la casa se ahogaba en desagradables vapores.
Al amanecer los gritos del hombre me despertaron. Mi abuela a su lado, parecía un ídolo de piedra, pequeña y firme, con la pesada tranca con que aseguraban la puerta a su lado.
-Esa puntada se llama diente de perro, me dijo señalando una costura fuerte y seguida, que transformaba a la hamaca en un gusano de tela que se retorcía con el hombre en su interior.
En la mañana, mientras mi tía curaba las heridas a su marido, mi abuela cosía los restos de la hamaca al viejo marco de madera del biombo. Uno de los obreros llegó y sin vernos, se dirigió al hombre:
-Va quedando buena la mampara amigó, le dijo.
-Sí, respondió mi abuela. Cosí el bramante y le metí buen palo.
Esa noche, mi abuela y yo nos fuimos. Sin nada, salvo el biombo y toda la dignidad del mundo.
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