Rubén Darío
Jeannette, ven a ver la dulzura de la tarde.
Mira ese suave oro crepuscular, esa rosa de ala de flamenco, fundido en tan
compasivo azul. La cúpula de la iglesia se recorta, negra, sobre la pompa
vespertina, Jeannette, mira la partida del día, la llegada de la noche; y en
este amable momento haz que tu respirar mueva mis cabellos, y tu perfume me dé
ayuda de ensueños, y tu voz, de cuando en cuando, despedace, ingenuamente el
cristal sutil de mis meditaciones.
Porque tú tienes la culpa ¡oh, Jeannette! De
no ser duquesa. Mucho lo dice tu perfil, tu orgulloso y sonrosado rostro, igual
en un todo al de la trágica María Antonieta, que con tanta gracia sabía medir
el paso de la pavana. Si J’Suzzette, J’adore Suzon, dice el omnipotente Lírico
de Francia, en un verso en que Júpiter se divierte. Tú, Jeannette, no eres
Jeannetton, por la virtud de tu natural imperio, y así como eres Jeannetton,
por la virtud de tu natural imperio, y así como eres Jeannette, te quiero
Jeannette. Y cuando callas, que es muchas veces, pues posees el adorable don
del silencio, mi fantasía tiene a bien regalarte un traje de corte que oculta
tus percales, y una gran cabellera empolvada y unos caprichos de pájaro
imperial que comiera gustoso fresas y corazones; –y una guillotina...
Jeannette, ¿qué te dice el crepúsculo? Yo lo
miro reflejarse en tus ojos, en tus dos enigmáticos y negros ojos, en tus dos
enigmáticos y negros y diamantinos ojos de ave extraña. (Serían los ojos del
papemor fabulosos como los tuyos).
Yo te cantaré ahora un cuento crepuscular,
con la precisa condición de que no has de querer comprenderlo: pues sin
intentas abrir los labios, volarán todos los papemores del cuento. Oye, nada
más; mira, nada más. Oye, si suenan músicas que has oído en un tiempo, cuando
eras jardinera en el reino de Mataquín y pasaban los príncipes de caza; ve, si
crees reconocer rostros en el cortejo, y si las pedrerías moribundas de esta
tarde te hacen revivir en la memoria un tiempo de fabulosa existencia...
Este era un rey... (En tu cabecita
encantadora, mi Jeannette, no acaban de soltarse las llaves de las fuentes de
colores? ¿No te llama el acento de Tus Mil y una noches?
El rey era Belzor, en las islas Opalinas, más
allá de la tierra en que viviera Camaralzamán. Y el rey Belzor, como todos los
reyes, tenía una hija; y ella había nacido en un día melancólico, al nacer
también en la seda del cielo el lucero de la tarde.
Como todas las princesas, Vespertina –éste
era su nombre– tenía por madrina una
hada, la cual el día de su nacimiento había predicho toda suerte de triunfos,
toda felicidad, con la única condición de que, por ser nacida bajo signos
arcanos especiales, no mostraría nunca su belleza, no saldría de su palacio de
plata pulida y de marfil, sino en la hora en que surgiese, en la celeste seda,
el lucero de la tarde, pues Verpertina era una flor crepuscular. Por eso cuando
el sol brillaba en su melodía, nada más triste que las islas solitarias y como
agotadas; más cuando llegaba la hora delicada del poniente, no había alegría
comparable a la de las islas. Verpertina salía, desde su infancia, a recorrer
sus jardines y kioscos, y ¡oh, adorable alegría!, ¡oh, alegría llena de una
tristeza infinitamente sutil... los cisnes cantaban en los estanques, como si
estuviesen próximos a las más deliciosa agonía; y los pavos reales, bajo las
alamedas, o en los jardines de extraña geometría, se detenían, con aires
hieráticos, cual si esperasen ver venir algo...
Y era Verspertina que pasaba, con paso de
blanca sombra, pues su belleza dulcemente fantasmal dábale el aire de una
princesa astral, cuya carne fuese impalpable y cuyo beso tuviese por nombre:
Imposible.
Bajo sus pies brillaban los ópalos y las
perlas; en las frescas rosas blancas, en los trémulos tirsos de los jazmineros.
Delante de ella iba su galgo de color de la
nieve, que había nacido en la luna, el cual tenía ojos de hombre.
Y todo era silencio armonioso a su paso, por
los jardines, por los kioscos, por las alamedas, hasta que ella se detenía, al
resplandor de la luna que aparecía, a escuchar la salutación del ruiseñor, que
le decía:
–Princesa Verpertina, en un en país remoto está el príncipe Azur, que ha
de traer a tus labios y a tu corazón las más gratas mieles. Mas no te dejes
encantar por el encanto del príncipe rojo, que tiene una coraza de sol y un
penacho de llamas.
Y Vespertina íbase a su camarín, en su
palacio de plata pálida y marfil... ¿A pensar en el príncipe Azur? No,
Jeannette, a pensar en el príncipe Rojo.
Porque Vespertina, aunque tan etérea, era
mujer, y tenía una cabecita que pensaba así: El ruiseñor es un pájaro que canta
divinamente; pero es muy parlanchín, y el príncipe Rojo debe de tener jaleas y
pasteles que no sabe hacer el cocinero del rey Balzor.
El cual dijo un día a su hija:
–Han venido dos embajadores a pedir tu mano. El uno llegó en una bruma
perfumada, y dijo su mensaje acompañando las palabras con un son de viola. El
otro, al llegar, ha secado los rosales del jardín, pues su caballo respiraba
fuego. El uno dice: Mi amo es el príncipe Azur. El otro dice: Mi amo es el
príncipe Rojo.
Era la hora del crepúsculo y el ruiseñor
cantaba en la ventana de Vespertina a plena garganta: Princesa Vespertina, en
un país remoto está el príncipe Azur, que ha de traer a tus labios y a tu
corazón las más gratas mieles. Mas no te dejes encantar por el encanto del
príncipe Rojo, que tiene una coraza de sol y un penacho de llamas.
–¡Por el lucero de la tarde! –dijo Vespertina–, juro que no me he de
casar, padre mío, sino con el principe Rojo.
Y así fue dicho al mensajero del caballo de
fuego el cual partió sonando un tan sonoro olifante, que hacía temblar los
bosques.
Y días después oyóse otro mayor estruendo
cerca de las islas Opalinas; y se cegaron los cisnes y los pavos reales.
Porque como un mar de fuego era el cortejo
del príncipe Rojo; el cual tenía una coraza de sol y un penacho de llama; tal
como si fuese el sol mismo.
Y dijo:
–¿Dónde está, ¡oh, rey Belzor, tu hija, la princesa Vespertina? Aquí está
mi carroza roja para llevarla a mi palacio.
Y entre tanto en las islas era como el
mediodía, la luz lo corroía todo, como un ácido; y del palacio de marfil y de
plata pálida, salió la princesa Vespertina.
Y acontecía que no vio la faz del príncipe
Rojo, porque de pronto se volvió ciega, como los pavos reales y los cisnes; y
al querer adelantarse a la carroza, sintió que su cuerpo fantasmal se
desvanecía; y, en medio de una inmensa desolación luminosa, se desvaneció como
un copo de nieve o un algodón de nube... Porque ella era una flor crepuscular;
y porque, si el sol se presenta, desaparece en el azul el lucero de la tarde.
Jeannette, a las flores crepusculares, sones
de viola, a los cisnes, pedacitos de pan en el estanque; a los ruiseñores,
jaulas bonitas, y ricas jaleas como las que quería comer la golosa Vespertina,
a las muchachas que se portan bien.
–¡Zut! –dice Jeannette.
No hay comentarios:
Publicar un comentario