21 de mayo de 2012

Por el Rhin


Rubén Darío

Près de la fenêtre, aux borda du Rhin
le profil blond d'une Margaréte
elle dépose de ses doigts lents le missel
où un bout de ciel
luit en un candide bleuet.
Les voiles de vierges bleus et blancs
semblent planer sur l'opale du Rhin.
GUSTAVE KHAN

Ayer mañana, muy de mañana, mi vecina comenzó a cantar; despertó como un canario; canta como un canario; es rubia, es hija de Alemania. Diréis que el oro es poca cosa si miráis ba­ñada de sol la cabeza de ese pajarito alemán, que tiene por nom­bre Margarita, y que no hay duda lo recortó la madre con sus tijeras de algún Fausto iluminado por algún mágico viñetista.

Pres de la fenétre…
le profil blond d'une Margaréte.

El verso de Gustave Kahn danzaba en mi memoria. ¿Y la rueca Margarita? ¿Y la meca?

Près de la fenêtre…

Más azules que los vergissmeinnicht sus dos pupilas celestiales miran con la franqueza de una dulce piedra preciosa, o un de ágata rara como las piedras fabulosas de los cuentos, que miraban como ojos... Al mirar, sus claros ojos matinales contribuyen a la alegría del día. "Buenos días, vecina, buenos días".

¿Y la rueca, Margarita, y la rueca?

¡Ah! sí, yo la he de hablar más de cerca y. si me lo permiten sus dos puros ojos, haremos juntos un viaje por el Rhin. ¡Por el Rhin! En compañía de dos ojos más azules que los vergiss­meinnicht se hace el único viaje que puede soñar un poeta.

Y le he hablado por fin, muy de cerca, y ella me ha contado en curioso idioma muy bravas cosas.

El padre, semejante a un burgomaestre clásico, rico de abdo­men y unido a su pipa por la más estrecha de las simpatías, da lecciones de música. ¿Por eso cantará con tanta afinación el canario alemán? Mientras conversamos, el burgomaestre hojea una partitura y ahuma el ambiente con la conciencia de una solfatara.

Yo le digo a Margarita de los versos de Kahn, y le propongo que hagamos el viaje del Rhin juntos, esa misma mañana; y corno ella accede y me mira fijamente, partimos a Alemania, como sobre la espalda nevada de un cisne.

No sé qué encanto especial tienen las mujeres germánicas, que a más de producir en nosotros el hechizo del ensueño, nos infun­den exquisitamente –costumbre quizá heredada de willis o mujeres-cisnesas– una honda voluptuosidad ... La latina os quema; la germana os trae el calor de por dentro, como un cordial. Y así, por mucho que naveguéis a la luz de la luna y oigáis la voz de Lorelei, de pronto os sentiréis amorosamente abrasados... ¿No es cierto, oh divino Heine?

YKahn:

Elle dépose de ses doigts lents le missel
où un bout de ciel
luit en un candide bleuet.

¿Qué flor es ésa, Margarita, rubia Margarita, la que tu mano corta después de dejar el antiguo libro de misa? ¿Es una mar­garita, es una no-me-olvides? No; es una rosa, cuyo corazón compite con la sangre de tus labios.

Es domingo: el campanario soltó sus palomas de oro del pa­lomar de piedra antigua. Es día alegre. El burgomaestre repasa una partitura. Mi vecina y yo vamos camino del Rhin. Ya es­tamos en él. Allá está el castillo. Más allá el burgo. Allá, más allá, la casa de Margarita.

Les voiles de vierges bleus et blancs
semblent planer sur l'opale du Rhin...

–¿Y la rueca, Margarita?

Margarita está en la ventana de su casa; ha ido ya a misa... Es día domingo, pero no importa: ella hila.

–¡Margarita! te vengo a visitar desde muy lejos, en compa­ñía de mi vecina, cuyos ojos son hermanos de los tuyos. Margarita está con la rueca. Margarita me gratifica con una sonrisa; y teje, teje, teje...

Ha tiempo murió el abuelo, que fue coracero del gran Fe­derico. Margarita tiene una abuela, cuyas grandes y liliales co­fias aprueban, al andar, acciones honestas. La abuela supo de amor heroico y ardiente, hace tiempo, hace largo tiempo. La procesión de años es tan extensa, que apenas se alcanzan a ver los que van por delante...

–Buena abuelita, ¿Margarita tiene novio?

–Novio tiene Margarita. No es el estudiante, que tiene una cruz de San Andrés dibujada a sable en la mejilla derecha. No es el dueño de la fábrica, a quien han amenazado los obreros con una degollina si no les aumenta el salario. El novio de Margarita es el propietario de la viña; el buen mozo rojo, que tiene un bello perro, un bello fusil y un coche de dos ruedas tirado por una linda jaca.

–¿Y para cuándo el matrimonio?

–Para la próxima cosecha. En las cubas rebosa el vino blanco.

La abuela charla, charla. Margarita teje, teje, teje.

–¿Y los poetas, abuela?

–Los espantajos alejaron todos los gorriones del plantío de coles; Margarita no entiende de música sino lo necesario para tararear un vals de Strauss.

La noche va a llegar. Aparecen los animales crepusculares, a la orilla del bosque, a la orilla del río.

El viejo Rhin va diciendo sus baladas. La vagarosa bruma se extiende como un sueño que todo lo envuelve; baja al recodo del río, sube por los flancos del castillo; la noche, hela allí, co­ronada de perlas opacas y en la cabellera negra el empañado cuarto creciente...

Ya la casita de la rubia hilandera está envuelta en sueño.

Entrada la noche, comienza el desfile, frente a la ventana en donde, flor de leyenda, estaba asomada la niña que hilaba en la rueca.

Pasa como un enjambre de abejas de oro, murmurando, el coro de canciones que salen de los vientres de los laúdes viejos, donde viven haciendo un panal de melodías, alrededor del cual el diablo ronda, hecho moscardón... Pasa el diablo, en traje de gala.

En traje de gala va Mefistófeles, todos ya lo sabéis, un bajo de ópera. Sus cejas huyen hacia arriba, como las de los faunos; sobre su frente la pluma tiembla, los bigotes enrollan sus rabos de alacrán; la malla color de fuego aprieta la carne enjuta; a la cintura va el puñal de guardarropía y el espadín infeliz que no pincha, ni tiene el azufre de un fósforo.

Pasa Mefistófeles; un pobre diablo. Pasa el hombre pálido y pensativo y gentil; pasa Fausto. Todo vestido de negro; va de luto por él mismo. Entre su pobre cabeza yace el sedimento de cien vejeces. A través de la bruma, el cuarto creciente com­pasivo le envía un rayo que le dora la pálida frente, y hace bri­llar sus ojos rodeados de ojeras.

Pues ha hecho tanto la fiesta, ha gustado tanto de la vida alegre, que está seriamente amenazado de tabes dorsalis. Va la manera de caminar; de modo que parece que junto a él una Muerte de Durero ritmándole el paso, al son de una so» cornamusa.

Pasa la vieja dueña, con el faldellín ajado por avaricias y concupiscencias seniles. Junto a ella, una araña, una escoba, un sapo; y el gordo perro judío que da dinero con absurdo interés y se paga las niñas de doce años; y el gordo perro cristiano que extorsiona al circunciso y al incircunciso, y se receta el plato de cenizas de Sodoma.

Pasa Valentín, matachín; agujereado el pellejo a duelos; borracho como una mosca. Se hará de la vista gorda, como le deis un empleo en la agencia del banco, una querida y una bicicleta.

Pasa el organista, que tocó en la iglesia a la hora de la misa y que por dentro es un luterano extra: así ama él a la monja, la regordeta Sor Sicéfora de los Gozos, que le regala con hojaldres y carnecitas bien manidas, con salsa abacial.

Pasa el gran Wolfgang, patinando. Su cabeza sobrepasa la floresta; su holgada capa negra deja ver su pecho constelado de estrellas.

Empujado por una musa ciega y triste, pasa luego, entre a grupo de gentes vestidas de negro, que sollozan y llevan los rostros cubiertos, pasa en su carretilla de paralítico, el pobre Heine va alimentando en su regazo a un cuervo funesto, a quien da de comer un puñado de diamantes lunares.

Y junto al tullido, como un paje familiar, va un oso.

Pasa, furioso, el pecho desnudo, los gestos violentos, la mirada fulminante, mascando una hostia, estrangulando un cordero, hombre extraño, que grita:

–Yo soy el magnánimo Zarathustra: seguid mis pasos. Es 1a hora del imperio: ¡yo soy la luz!

Alrededor del vociferador caen piedras.

–¡Muerte a Nietzsche el loco!

Pasa el desfile, bajo el palio gris de la bruma...

Volvemos del viaje al Rhin.

No lo repetiremos.

He perdido las señas de la casa de Margarita.

¿Qué decía el son de la rueca?

¿En qué estábamos, dulce vecina?

Hauptmann se subió al campanario y tocó a somatén.

El viejo cara de burgomaestre ha concluido la partitura y limpia el flautín.

–Vecina, no me ha dicho todavía en qué se ocupaba.

–¿No se lo he dicho? Soy modista. ¿Y usted?

–Yo poeta.

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