16 de abril de 2013

Pesadilla con serpiente


Guillermo Fernández Ampié

La madre culebra, con sus dulces maneras de siempre, me encargó a su hija, la primera balletista de la selva: que hiciera las tareas, que no perturbara al río, que dejara en paz los nidos, que no desafiara a las mariposas.

La madre culebra, la rara vez que se enoja se transforma en una anaconda gigante. Se hacen necesarios diez o veinte hombres para calmar su furia; pero basta con sostenerla inmóvil por un buen rato o encerrarla en la estrecha recámara dispuesta para este propósito, para que regrese a su acostumbrada forma de mujer hermosa que luce despreocupada los ecos de una belleza aún extraña.

La niña, como todas las —sean hijas de árboles, tortugas, pájaros o serpientes— prefiere la risa, el baile y cantar a las nubes antes que disfrutar los deberes escolares.

Fueron vanas mis advertencias. Además, yo nunca tuve madera de padrino y mucho menos de tutor. Así que decidí admirar su danza sobre el agua —lo cual hacía maravillosamente y sin recurrir a ningún poder divino— y la dulce melodía que feliz esparcía el viento mientras los cuadernos se marchitaban vacíos al sol.

Extasiado estaba ante el exclusivo desborde artístico de la niña, cuando se acercó rugiente el enorme ofidio. Apenas tuve tiempo para incorporarme, cuando se lanzó contra mi rostro desenfundando sus tenebrosos colmillos. Por suerte logré asirlo del cuello, evitando la dentellada. Grité a la niña: “Ve por ayuda. Llama a los hombres del pueblo. Es necesario inmovilizarla para que se tranquilice... yo solo no puedo”.

La niña me miró sorprendida y exclamó: “Ella no es mi madre. Es una vulgar serpiente”; y siguió danzando.

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