Guillermo Fernández Ampié
La
madre culebra, con sus dulces maneras de siempre, me encargó a su hija, la
primera balletista de la selva: que hiciera las tareas, que no perturbara al
río, que dejara en paz los nidos, que no desafiara a las mariposas.
La
madre culebra, la rara vez que se enoja se transforma en una anaconda gigante.
Se hacen necesarios diez o veinte hombres para calmar su furia; pero basta con
sostenerla inmóvil por un buen rato o encerrarla en la estrecha recámara
dispuesta para este propósito, para que regrese a su acostumbrada forma de
mujer hermosa que luce despreocupada los ecos de una belleza aún extraña.
La
niña, como todas las —sean hijas de árboles, tortugas, pájaros o serpientes—
prefiere la risa, el baile y cantar a las nubes antes que disfrutar los deberes
escolares.
Fueron
vanas mis advertencias. Además, yo nunca tuve madera de padrino y mucho menos
de tutor. Así que decidí admirar su danza sobre el agua —lo cual hacía
maravillosamente y sin recurrir a ningún poder divino— y la dulce melodía que
feliz esparcía el viento mientras los cuadernos se marchitaban vacíos al sol.
Extasiado
estaba ante el exclusivo desborde artístico de la niña, cuando se acercó
rugiente el enorme ofidio. Apenas tuve tiempo para incorporarme, cuando se
lanzó contra mi rostro desenfundando sus tenebrosos colmillos. Por suerte logré
asirlo del cuello, evitando la dentellada. Grité a la niña: “Ve por ayuda.
Llama a los hombres del pueblo. Es necesario inmovilizarla para que se
tranquilice... yo solo no puedo”.
La
niña me miró sorprendida y exclamó: “Ella no es mi madre. Es una vulgar
serpiente”; y siguió danzando.
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